NOTICIA
¿Qué dioses se rompen?
En su sentido más literal, la desobediencia fue la causa de muerte de Alberto Yarini, el proxeneta más famoso de La Habana, a inicios del siglo xx. Cuando una de sus mujeres le avisó que a la salida del solar le esperaba Letot, su más encarnizado enemigo, quien controlaba buena parte del comercio sexual habanero de la época, Yarini desoyó el consejo de permanecer escondido, pues el francés pretendía asesinarlo.
El orgullo masculino, epítome de la virilidad que no se arredra ante la muerte, se erigió en estandarte para el lavado de honra en una posterior “guerra de portañuelas” que, con el paso del tiempo, sedimentó el legado de Yarini en la memoria histórica del meretricio a escala nacional. El hombre, devenido símbolo, acrecentó su leyenda.
Con Los dioses rotos (2008), el filme de Ernesto Daranas, asistimos a un acto de legitimación de ese legado, convertido primero en leyenda y después en un mito cultural. Cuando la estrategia performática de la película coquetea con la dinámica del documental, el espectador comprueba la existencia de una visión emic que informa no solo de qué modo ha ocurrido esa transformación en el imaginario colectivo de la localidad —la barriada de San Isidro—, sino también cómo ella sobrevive y se nutre, de manera constante, de los tópicos que hacen posible a días de hoy la supervivencia del mito.
Es decir, la película de Daranas advierte un contínuum en el fortalecimiento de esa variable cultural que nos llega, sobre todo, de la tradición oral; y en tanto reafirma su carácter idiosincrático, identitario de la comunidad donde se origina y trasciende, al mismo tiempo ofrece señales de alarma respecto al carácter sistémico de las problemáticas sociales que hicieron posible la aparición del mito.
De ahí que en el filme la historia de Yarini sea soporte necesario para entablar un debate sobre el resurgimiento de la prostitución femenina, el proxenetismo, la violencia, la corrupción y otros flagelos en la sociedad cubana contemporánea desde una perspectiva antropológica que no esconde, en su sentido reactualizador, la denuncia social.
Ese punto de vista fue abordado en su momento, fundamentalmente, por críticos como Frank Padrón, Joel del Río y Rufo Caballero, quienes arrojaron valiosas iluminaciones para acceder a las claves de enunciación del texto fílmico; por lo tanto, cualquier insistencia en ese tema sería, de mi parte, una aportación de escaso valor.
Mi acercamiento crítico a esta película intenta una propuesta de lectura que hace énfasis en la utilización, por Daranas, de un tiempo mítico, que al desnudar sus flujos circulares sobre la historia y el legado de Yarini, el manejo de los mitologemas que la sustentan, hace posible también una reactualización en clave de ruptura y renovación, sin que ello implique, necesariamente, la negación mitológica.
Antes bien, lo que Daranas nos propone, desde mi punto de vista, es una reconstrucción que reformula en clave genérica la sedimentación del mito Yarini para articular su denuncia social desde las rupturas que anuncia en el mismo título de su película. Me interesa argumentar cómo ellas operan a nivel del discurso profundo con una finalidad desacralizadora que apuesta por la renovación del tiempo mítico; esto es, la resignificación del mito Yarini a partir de un acto de suplantación.
Los lectores concordarán conmigo en que en Los dioses rotos es tal la transparencia en la transposición de los elementos constitutivos del mito, que en un nivel elemental de lectura no es difícil colegir que su argumento busca repetir los mismos móviles que condujeron a la tragedia en el pasado.
Daranas establece asociaciones muy lineales que buscan, en primera instancia, la activación del proceso empático con la historia, las inferencias sin muchos dolores de cabeza: personajes, situaciones, ambientes, problemáticas. Es tal su nivel de literalidad que, incluso, en la historia de la película el motivo de la desobediencia cataliza sus curvas dramáticas a la manera de una bola de nieve.
Alberto (Carlos Ever Fonseca), por ejemplo, se niega a participar del ritual que le propone Lázaro (Mario Limonta) para acceder a la protección de su santo cabecera; Laura (Silvia Águila) insiste en llevar adelante su investigación aunque para ello deba adentrarse en territorio vedado a su condición social y legitimar, con todo, las supuestas reliquias históricas de Yarini; Sandra (Annia Bu) viola el pacto de fidelidad que le propone a Rosendo (Héctor Noas), quien a su vez experimentará, junto con el primero, las consecuencias de sus constantes provocaciones, pero lo más importante, las consecuencias de su machismo disfrazado, pues, a la larga, es un tipo débil dominado por el carácter de una mujer.
Esas trasgresiones desestabilizan las dinámicas, espacios y retóricas de una práctica que ha establecido, por siglos, roles de socialización y jerarquías de naturaleza patriarcal. En el filme, dos máximas consiguen ilustrar de qué forma el comercio carnal de mujeres ejecuta sus intercambios amatorios y transaccionales bajo el ropaje de un código moral fuertemente enraizado en el imaginario colectivo de meretrices, clientes y proxenetas: “El destino de todo chulo es enamorarse de una puta” y “Vivir de las mujeres, pero no morir por ellas”.
Ambas sentencias nos orientan sobre relaciones de poder que modelan la práctica del meretricio comandado por hombres, pero también nos informan de la existencia de reglas, prohibiciones; en otras palabras, la significación del ethos y el desencadenamiento del pathos cuando el anterior ha sido quebrantado. Todo esto, en buena parte, sustenta el legado del mito Yarini.
Sin embargo, las claves de acceso a su enunciación se tornan complejas en la medida en que la significación simbólica de estos personajes se establece desde un haz de oposiciones, como piezas representativas de dicho componente mítico. Ellas colidan, se tensan, se niegan, intentan anularse, y en ese desencadenamiento del pathos, los personajes femeninos adquieren una relevancia fundamental.
Laura efectúa una labor de escudriñamiento que, a la larga, desestabiliza los cimientos del mito. A la visión emic del proceso cultural que observa, opone la suya sustentada en un método científico que, en tanto socava, descree, mantiene distancia del involucramiento emocional que hace posible la pervivencia del mito. Es decir, una visión etic. Sandra, la amante de Rosendo y Alberto, se muestra domeñada por la defensa de sus espacios de socialización y la simbología que torna latente la irradiación del entramado mítico: las prácticas religiosas como parte del ritual, la defensa a ultranza de las mujeres ante la violencia machista, la pasión que emana como sujeto/objeto deseante de la solicitud erótica del hombre.
Una y otra no esconden su voluntad de preservar la integridad moral de lo femenino, pero lo hacen desde posturas divergentes: la primera encarna la razón, la segunda, la pasión. Laura intenta encontrar el equilibrio en su búsqueda de la verdad, pero se adentra en territorio prohibido porque precisamente, en la vitalidad del mito no hay, no puede haber, ninguna verdad posible. Ella lo confronta mientras la otra lo venera; una lo indaga y socava, la otra lo afianza y lo idolatra, lo quiere para sí pues tiene en él su apoyo y sustento. Alberto advierte la trasgresión de Laura y deja que Sandra la vapulee a golpes como le venga en ganas. De esta manera, entre lo dionisíaco y lo apolíneo, las transgresiones de los espacios y el desequilibrio emocional en los roles de socialización resultan los catalizadores de una violencia inaudita.
El detonante de esa violencia es justamente la anulación de la postura racional de Laura que se deja arrastrar por el aluvión de las pasiones. La inmanencia del mito que ha intentado minar termina por devorarla y lo que se sigue en el aire final de la película es algo más que una repetición de hechos de un pasado remoto, vuelto presente. A Daranas no le basta patentizar el carácter circular de su historia, sino que le augura una pátina de futuridad, cuyo recorrido seguirá siendo en espiral y, por tanto, mítico. Pero opera un cambio.
Con la muerte de las figuras masculinas, guardianas de las reliquias que hacen latente la ideología del mito, ocurre un traspaso de poder, una reactualización que nos dice que son las mujeres ahora las llamadas a preservarlo en lo adelante, pero de una manera distinta. Cuando Sandra decide quedarse con el pañuelo ensangrentado de Yarini y lo envuelve dentro del vestido manchado con la sangre de Alberto, es ahí donde el tiempo fictivo revela su magnitud mítica, pero sobre todo el acto de suplantación operado en clave genérica del que hablamos, el cual garantiza la supervivencia del mito. Este no muere, pero sí se emancipa de la ideología patriarcal que lo venera.
Resulta sintomático que la escena de la muerte de los personajes masculinos se realiza a los pies de Santa Bárbara, y que incluso Sandra guarde ambas reliquias también a los pies de esta diosa, en el pequeño altar de su casa. Justo una deidad de la hagiografía católica que el imaginario cultural afrocubano le acusa determinadas prácticas de travestimiento, además de las relativas al restablecimiento de la justicia, la protección y el orden.
A poco más de una década de estrenada Los dioses rotos, revisitada hoy, no dejo de concordar con aquellos ítems que, según los críticos ya mencionados, empañaban la estética de la película: su aura televisiva, algunos desbalances en las actuaciones, etc., a los que pudiera añadir una chirriante planicie en la entonación lingüística de determinados actores en cuanto exteriorizan la jerga vulgar. Otros aspectos de su fotografía, composición del plano, banda sonora, etc., ya fueron comentados muy bien y sobre esto no tengo nada nuevo que aportar.
En lo personal, sí creo que Daranas como realizador merece toda mi atención, aun cuando, después de esta película, sus resultados siguen siendo, todavía, muy desiguales. Desde mi punto de vista, Conducta (2014) y Sergio y Serguéi (2018), muy estimadas por sus espectadores potenciales, no consiguen la complejidad ideológica manejada por Los dioses rotos, una obra superior en su carrera a pesar de sus imperfecciones.
Confío en que lo mejor de él esté por venir, siempre que prevalezca la voluntad de superarse a sí mismo en cada nueva propuesta.