NOTICIA
Los miserables: perversa edad de la inocencia
En Los miserables (1862), la novela más conocida del francés Victor Hugo, el ropaje romántico en el tratamiento de las problemáticas sociales de la Francia decimonónica era apenas un procedimiento de estilo que respondía a los cánones literarios de la época. Más allá de toda factura folletinesca, sin dudas, inspiradora de toda una novelística posterior dentro del diecinueve literario europeo y con notables repercusiones en Latinoamérica, la obra de Hugo sentaba pautas para un debate respecto a los modos en que las sociedades y sus carcinomas morales determinan el carácter del sujeto.
Las lecciones del realismo francés asoman como un aprendizaje paralelo para examinar el compost social; explicar los procesos en los cuales la marginalidad, el crimen, los vicios, la ignominia y la corrupción modelan psicologías en constante desgarramiento. La degeneración del ser humano, al límite en sus posibilidades de supervivencia, está estrechamente ligada a la podredumbre social desde la cual se sedimentaban los desechos de las sociedades capitalistas en formación.
En esa visión del mundo presente en la obra de Victor Hugo es posible encontrar la génesis del determinismo naturalista que más tarde implementará, como método, otro grande de la literatura francesa de finales del siglo xix, Emile Zolá, sobre todo cuando deja claro la función social de la literatura, en particular, la novela, a partir de un proceso experimental de observación.
En su intencionalidad didáctica, Victor Hugo también se anticipa a Zolá en tanto ofrece una perspectiva fatalista en su muestrario de la vida de sujetos supernumerarios. Para él la miseria y la degradación de la condición humana conformaban el núcleo de lo que llamó el “mundo fatídico” parisino. En Los miserables ese debate puede buscarse no solo en los meandros de la ficción, sino también en las constantes digresiones que asoman a manera de oasis reflexivos de la voz autoral en el transcurso de la diégesis.
La ópera prima de Ladj Ly toma prestado el nombre de la célebre novela de Victor Hugo y, sin pretensiones de adaptarla, reactualiza en clave ideológica esa visión determinista del escritor francés. El universo infanto-juvenil como centro de las peripecias de su argumento, las problemáticas vinculadas a la marginalidad social, el estupro, la discriminación racial, la drogadicción, la violencia policial y el desamparo jurídico que legitima la impunidad en las relaciones de poder orientan los vectores de enunciación de esta película, que nos dice cuánto han enraizado hoy día esos males ya avizorados por Victor Hugo en su novela de marras. Ciertamente, muy poco ha cambiado la periferia parisina, floreciente en su detritus moral y en la impúdica manifestación de una vida sentenciada al fracaso.
En este sentido, Los miserables (2019) de Ly se escuda en una potente denuncia social, aun cuando la temática que explora ha sido abordada con mayores o menores aciertos por filmes anteriores. Desde Los olvidados (Luis Buñuel, 1950), Pixote, a lei do mais fraco (Héctor Babenco, 1980), Sicario (José Ramón Novoa, 1994), Huelepega (Elia Schneider, 1999), Cidade de Deus (Fernando Meirelles y Kátia Lund, 2002) hasta Los colores de la montaña (Carlos Arbeláez, 2010), por solo citar algunos más cercanos al contexto latinoamericano, de cierta manera han indagado en las formas en que el universo infanto-juvenil aparece estrechamente unido a diversas manifestaciones de la marginalidad, el crimen y la pobreza.
Reparemos que tampoco es nueva, aunque sí válida, la comprensión de su realizador respecto al carácter sistémico del fenómeno social que retrata. Los garantes de la ley y el orden asoman en la película como sujetos modelados por las circunstancias; el diarismo al margen dictamina las normas desde las cuales orientar los flujos de una civilidad carente de orden moral.
Pero a Ladj Ly no le basta con explorar solo el núcleo comunitario migrante del cual proceden los niños y adolescentes de su película, sino también se permite una pausa para que indaguemos en el hábitat de los policías, el alcalde y el contrabandista de drogas, los principales decisores del poder en el barrio de Montfermeil.
Excelente: el retrato metonímico, en clave simbólica, de Gavroche Thénardier, multiplicado en cada niño y adolescente que sobrevive en las calles de la periferia parisina, y no solo en la piel del irreverente Issa (Issa Perica). Ladj Ly prescinde del final trágico que le confiere Victor Hugo a su célebre personaje para impactar, privilegiando el suspense, con la rebeldía de estos infantes que se toman la justicia por sus propias manos. Cuando la película pareciera aspirar un nuevo aire, peligrosamente en los terrenos del anticlímax, asistimos a su desenlace brutal, de manera brillante.
En este punto el mérito principal de su guion radica en la estructuración planificada de sus resortes dramáticos, en el modo en que apela con inteligencia al revelado paulatino de la naturaleza psicológica de sus personajes. Nada en ellos indica cualquier envoltura maniquea, los acontecimientos dramáticos que protagonizan se desentienden de la complicidad del melodrama del que, por momentos, pudiera sospecharse su presencia dado el referente literario del cual se nutre esta película.
Notables: las actuaciones de Damien Bonnard (Gomina), Alexis Manenti (Chris) y Djibril Zonga (Gwada), las cuales aportan otros puntos a favor de la dirección de actores. El dinamismo en la edición, sobre todo en el segmento final, y la cinematografía en su conjunto consiguen el adecuado registro para un drama social que desanda los caminos del thriller.
Te digo mi nota: un 4, justo. Porque lo peor de esta película es que no sabe cómo terminar. Cuando Ladj Ly apela a una sentencia de la novela de Victor Hugo como colofón a una escena en la que toda la adrenalina acumulada enerva nuestra expectativa respecto a su final, esa decisión acaba por pasarle factura a una película que, hasta ahí, había evitado toda pretensión didáctica, el ruido cacofónico de la moralina en su denuncia social.
Lástima también cuando a mitad de metraje uno de los personajes nos ha dejado una parábola hermosa de la religión musulmana que nos convida a reflexionar en torno a la necesidad de educar, como el león que implora a Alá, el carácter de nuestra condición humana. Con ella quedaba resumida todo el entramado fictivo de la película y cualquier nueva referencia a la obra cumbre del escritor francés resultaba por demás ociosa.
No hacía falta nada más.