NOTICIA
Gárgaras (sobre La tierra y la sangre, de Julien Leclercq)
De entre la hornada de nuevos realizadores franceses, Julien Leclercq parece inclinarse por el cine mainstream, sobre todo el que aporta una buena dosis de adrenalina a un público con deseos de entretenimiento. Esto me parece notable, porque el reciclaje genérico tiene también un carácter utilitario en el fortalecimiento de una industria como la del país galo, en la que, durante los últimos años, algunas películas de ese corte intentan recuperar su espacio por excelencia en el escenario local, todavía dominado por la avalancha de filmes norteamericanos.
En esa cuerda, la filmografía de Leclercq ya cuenta con una decena de títulos, entre los cuales El asalto (L’assaut, 2010), versado en el secuestro de una aeronave de Air France por una facción terrorista argelina en 1994, ha sido el de mayor repercusión en su carrera. En verdad, un filme atendible, aunque sus esfuerzos por escalar en la memoria del espectador no sean más que pretensiones de relativo valor dentro del género.
La tierra y la sangre (2020), su más reciente realización, va por el mismo camino, pero con la peculiaridad de que toda su energía genérica no acaba por encontrar el cable que lo enchufe directo al espectador.
A mí me parece excelente, de verdad, que los programadores del espacio La película del sábado, de la televisión cubana, de vez en cuando ofrezcan a sus espectadores habituales la posibilidad de apreciar otras propuestas, más allá de la tradicional factura norteamericana; pero en todo caso no puede perderse de vista que no solo es el entretenimiento lo que se espera al programar las opciones de este espacio televisivo para todo el mes, sino también un mínimo resquicio a la calidad cuando se valora la película escogida. Dirá el lector que lo anterior no rebasa la subjetividad de mi punto de vista y es cierto. Pero quien esto escribe tiene el deber y la honestidad intelectual de decir cuán insultante le resultó esta película, como parte de todo ejercicio personal de la crítica.
Si pudiéramos resumir el entramado fictivo del largometraje de marras diríamos que se trata de un golpe de azar, bien funesto, que interrumpe la rutinaria vida, ya en declive, de Saïd (Sami Bouajila), el gerente de un aserradero en las afueras de una ciudad parisina. Uno de sus empleados, exrecluso en libertad condicional, esconde en la propiedad varios paquetes de cocaína que los desertores de la pandilla de Adama (Eriq Ebouaney) recuperaron de una estación de policía. Saïd y su hija Sarah, de repente, deberán encarar la venganza de los delincuentes cuando estos se presentan en el aserradero y ponen en riesgo la vida de ambos.
El enfrentamiento entre buenos y malos deviene, pues, en la defensa de un código de honor que tiene, en la trasgresión de los espacios de socialización y los atentados a la integridad de los lazos parentales entre uno y otro bando, los motivos para el estallido de la violencia. De ahí el título.
Eso me parece acertado, así como el énfasis, en la distendida introducción del guion, respecto a la cualidad moral del héroe en su relación paterno-filial. Pero hasta ahí la película se ha tomado, digamos, un soporífero, pues se demora nada más y nada menos que 43 minutos en desatar los gags propios de su hechura genérica: asedios entre mamparas, tiroteos y persecuciones de carros que explotan, incendios, cacerías en el bosque y asesinatos en número.
En su narrativa, el emplazamiento dramático de las acciones es bastante lineal, a la manera de un ensayo muy escolar y del peor cine clase B, con la dificultad de hacer gala todo el tiempo de un registro estético menos que pueril en su modo de llevarlas a escena.
No sé lo que pensará el lector, pero nada más risible que una película con disparos a la buena de Dios, fusiles automáticos que rara vez aciertan y fallidas tentativas de escape que no aportan sentido, junto a las maneras con que Saïd se deshace de los primeros delincuentes dentro de las naves del aserradero y las carreras en el bosque mientras las balas salpican terroncitos o malhieren a los árboles. Todo eso rallando en la ridiculez. Y lo mejorcito, ni más ni menos, es ese Audi a paso de tortuga que no consigue alcanzar un buldócer. Vamos, que Leclercq, digamos, se superó. En eso falla el consultor de escenas de acción, cuando no planifica dignamente el plato fuerte de una película que —se sabe— no exigiría mucho esfuerzo en el espectador.
También el montaje y la edición dejan que desear, pues en su propósito de añadir mayor intensidad al tempo de las secuencias, sacudir al máximo el ritmo cardíaco del espectador, el encadenamiento se muestra forzado cuando pretende armar la continuidad de los cortes. Es obvio que ese recurso es permisible en esta clase de filmes, solo que la distención en exceso se enhebra sobre la base de gags vaciados de sentido, ridículamente escudado en una coreografía de lugares comunes.
He ahí que la exasperación me juega una mala pasada, pues mi susto emerge más del picotillo que de la expectativa misma del desenlace. En tanto, la adrenalina no tuvo la misma paciencia del crítico que prefirió seguir las peripecias de este filme hasta el final: émula de Ana Fidelia, salió corriendo y me la dejó en los callos.
Como si no bastase, lo peor de esta película es su tufillo medio raro, digo yo, que tiende a mancomunarla, desde el punto de vista ideológico, con un refrán nuestro, demasiado perverso, que tira a choteo una problemática racial: “Blanco corriendo es atleta; si es negro, ladrón”. En el caso de La tierra y la sangre, se le pudiera añadir otros ítems hasta conformar una larga lista: asesino, narcotraficante, vengativo sin escrúpulos, feo de remate y para colmo, intentando meter miedo, tipo el malo de historieta, con su peculiar manía de torcerle el cuello a las víctimas como si fueran gallinas.
Yo debo estar viendo fantasmas donde no los hay, pero en lo personal tengo que decir que el exceso maniqueo de este filme me parece, con mucho, ofensivo. Vamos a pensar que Leclercq es un tipo buena onda, que los extras que pudo conseguir para acompañar a Ebouaney y mostrarnos el micromundo de la marginalidad francesa, excepto uno, eran todos así, vaya, medio morenitos, y que para nada tuvo esa intención, que la perversidad solo está en la mente de quien esto escribe, un crítico très malade et fou, que no sabe lo que está diciendo.
Qué lástima, de verdad, cuando esta película comenzaba bien. Lo mejor son esos planos de inicio en los que la nota de suspense queda apuntalada en el detalle, lo que propicia el gancho para agarrarnos desde el mismo arranque. Qué pena que se desperdicie el talento de actores como Sami Bouajila, con algunos premios mayores en su carrera —premio a mejor interpretación masculina en Cannes por Indigènes, de Rachid Bouchareb, y premio César por mejor actor secundario en Les témoins, de André Téchiné—, y Eriq Ebouaney, quien ya cuenta con experiencia en filmes como Femme fatale (2002), de Brian de Palma, y Thirst (2009), de Park Chan-wook.
Te digo mi nota: 1, en la escala de 5, y dale guagua.
Me temo que esta cinta es lo más parecido a un colegial malcriado que se queda dormido mientras intenta adiestrarse en los códigos del cine de acción, sobre todo, en cómo lograr altos decibeles para una buena algarabía genérica, pues aquí no hay más que barullo ronco, un galillo bien desafinado que antes bien decepciona y no estremece, con su tono en re menor.
Hablando en plata, si me preguntas qué debió haber hecho esta película para lograr un magnífico do de pecho, sin vacilar yo te respondería algo muy simple, con una sola palabra.