Luciano Castillo

Mi cinefilia antes y después de Héctor

Sáb, 02/01/2020

Bastó que en la bóveda de la Cinemateca trocaran una copia del Weekend de Godard con destino a un ciclo sobre el color en el cine programado en la ciudad de Camagüey, y llegara otra película de idéntico título, de otra nacionalidad, ¡y en blanco y negro! para que yo, cocuyo de las funciones de la Cinemateca en el cine Guerrero, templo de la cinefilia local, escribiera de inmediato una carta a Héctor García Mesa para protestar por tal irregularidad y manifestarle otras preocupaciones.

Confieso que nunca esperé respuesta, hasta que cierto día, de repente recibí una carta —que conservo celosamente— de varios pliegos mecanografiados en que el propio director de la Cinemateca de Cuba me explicaba detalladamente no solo el origen del error, sino toda una serie de consideraciones.

Entonces supe que era él quien, además de todas sus responsabilidades, elaboraba la totalidad de los ciclos tanto para la sede capitalina como para todas las ciudades del interior a las que había llegado ese museo del cine. Esa carta, y luego visitar La Habana e ir como en una peregrinación a la oficina de Héctor, siempre sonriente, selló el inicio de una sólida amistad apenas interrumpida por su desaparición física.

A partir de esa fecha, me convertí en el más estrecho colaborador de Héctor en relación con la programación de mi ciudad natal. Con toda la increíble frecuencia posibilitada por mi avidez cinefilítica y la supersónica velocidad mecanográfica, lo bombardeaba con propuestas de ciclos y solicitudes de títulos en la historia del cine exhibidos antes a 572 kilómetros de La Habana.

Aquello fue paradisíaco para todos los que asistíamos semanalmente los dos días fijados para la Cinemateca y, a veces, repetíamos la misma película de una a otra tanda. Héctor no se limitó a complacer mis abigarradas peticiones de películas (algunas que, en secreto, nunca había podido ver por no tener la edad requerida en el momento de su estreno), sino que, por si fuera poco, de una lista que conservaba en esa auténtica caja de sorpresas que eran su buró y su pequeña oficina, sacó, como del sombrero de un mago, sugerencias de filmes en calidad de estrenos en Cuba (Vagas estrellas de la Osa, de Visconti, por ejemplo) que, por primera vez, aún en la zona más llana de la isla, distante de las montañas de la Sierra, se proyectaron en Camagüey.

Nuestra amistad se estrechó durante varios años en que siempre que viajaba a La Habana —lo cual hacía con cierta asiduidad para no perderme películas y puestas de teatro que demorarían o nunca llegarían a nuestra provincia, escapando de los encuentros periódicos en la Universidad—, invariablemente pasaba por su oficina para saludarlo e intercambiar criterios.

Selma, su muy eficiente secretaria, ya reconocía mi voz al atender alguna de mis innumerables llamadas. Recuerdo como si fuera hoy aquel día de 1979 en que mostré a Héctor, no sin cierta timidez, la primera crítica que había publicado en el diario Adelante, y sus eufóricas palabras de aliento para que se las enviara regularmente. Siempre me manifestó su deseo personal de que, si alguna vez se creaba otra plaza en la oficina de la Cinemateca, sería ocupada por mí.

La mayor prueba de confianza y de respeto hacia mi sentido de la responsabilidad, recibida de Héctor, fue cuando me seleccionó para formar parte como asistente de su principal organizadora, la argentina Silvia Oroz, del comité de atención a los invitados especiales del revelador seminario “El cine latinoamericano de los años ’30, ’40 y ‘50”, programado en el onceno Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano.

Aquello fue la apoteosis pues, conscientemente, Héctor me permitió descubrir o redescubrir algunos clásicos, al tiempo de compartir —como si nos conociéramos de toda la vida— con figuras míticas que veía o leía sus nombres en “Cine del hogar”, como Amelia Bence, Juan Carlos Torry, Ninón Sevilla, Tulio Dermicheli o Alejandro Galindo. A ellos se sumó ese genuino representante de la generación del nuevo cine argentino de los sesenta que es José Martínez Suárez quien, desde que lo recibí en el aeropuerto, me soltó aquella frase final de Bogart y Claude Rains en Casablanca sobre el inicio de una amistad que, hasta la fecha, se mantiene. No olvido la sonrisa cómplice de Héctor las veces que montaba en el microbús que nos asignaron.

Cuando en el Congreso de la FIAF, celebrado años más tarde también en el Palacio de Convenciones, y al que asistí invitado por el propio Héctor, admiré deslumbrado la proyección del cortometraje Precious Images, de ese artífice de la edición que es Chuck Workman, frente aquel desfile de planos antológicos que uno trata de identificar sin que apenas le alcance el tiempo, fue como si asistiera a una vertiginosa exhibición de la fraterna historia cinéfila vivida con Héctor García Mesa, a quien si bien la salud le impidió estar presente en ese otro acontecimiento del que fue el máximo inspirador, imaginé que lo tenía a mi lado.

En su partida, como cada vez que ocurre con alguien que verdaderamente estimo, evoqué aquel verso de un célebre poeta ante el adiós de una persona entrañable: “… Fue como si el tronco les dijera a las hojas: ‘Me marcho’”. 

(Tomado del libro Héctor García Mesa: Memorias de sus memorias, de María Eulalia Douglas y Alicia García, Ediciones ICAIC y Cinemateca de Cuba, 2008)