Luciano Castillo

Luciano Castillo: “No pudiera vivir sin el cine” (Parte I)

Lun, 02/10/2020

Reservado por prudente, tenaz por apasionado, Luciano Castillo (Camagüey, 1955) es, sin ser actor, guionista o director, una personalidad cinematográfica. Su escritura de cine viene a confirmarlo. Es uno de los especialistas cubanos con más colaboraciones en revistas culturales fuera y dentro del país, lo que lo convierte en una autoridad en los temas más diversos. Con numerosos volúmenes sobre el cine nacional e internacional, sus criterios son atendibles por la precisión de la información y la amenidad de su discurso.

Sus aportes al cine nacional son incuestionables no solo por saber llevar adelante la Cinemateca de Cuba —empresa ya iniciada por otras figuras—, sino por la paciencia y el interés de concebir los cuatro tomos indispensables de la historia que conforman la Cronología del cine cubano, en coautoría con el camarógrafo e historiador Arturo Agramonte.

No es un secreto cuánto trabaja y de los múltiples proyectos que siempre lo asisten, lo que no impide estar al tanto de lo que se publica en todo el país. Cuando ha tenido que elogiar o increpar opta por decírselo a la persona frente a frente, y algunos de sus juicios expresados en debates públicos, incluso, en televisión, han sido a veces malinterpretados.

Luciano sabe lo que cuesta ser un intelectual que se escucha y por tanto, influye. Defiende con vehemencia sus opiniones. Sin embargo, me consta —y esto es difícil en los capricornianos— que reconoce si se equivoca. Es uno de los pocos que, al valorar una película, uno no espera que ofrezca pronto argumentos, no por incapacidad, sino porque su parecer emana de una experiencia audiovisual enorme que lo defiende y legitima.

Admite una y otra vez que no es un teórico y reitera que, si bien el género periodístico que más le apasiona es la entrevista —disfruta muchísimo leerlas y hacerlas—, rehúye los cuestionarios, de manera que he tratado de que esto no sea otro más. Que Luciano haya accedido es una excepción.

¿Qué es la crítica de cine para Luciano Castillo?

Cuando pienso en cuestiones como esta, siempre apelo a la definición que considero más certera —y la debo al desaparecido sacerdote y crítico colombiano Luis Alberto Álvarez—, de que el crítico es un “espectador intensivo”. A su juicio, “su labor es poner a disposición de la gente que va al cine informaciones y referencias que le ayuden a formar su propio juicio, incluso contra el crítico mismo”.

Me aferro a ella porque esa es mi concepción: no ser alguien que se considera por encima del público ante todo por dominar y derrochar un lenguaje indescifrable y, en no pocos casos, del realizador, a quien en ocasiones se atreve a aconsejar.

Aunque se te lee más cuando entrevistas a un director, un actor o actriz o escribes sobre una cinematografía, eres un crítico de cine que ha desistido ya de escribir crítica, lo que no quita que tu criterio valorativo sobre una obra, expuesto al salir del cine o, entre tus colegas, se respete. ¿Por qué la renuncia —si quieres llamarle así— a dejar por escrito tus opiniones más críticas sobre el cine?

Inevitablemente llegué a la convicción de no volver a ejercer la crítica cinematográfica. Decidí conformarme con ser un investigador e historiador, porque cuando leo hoy aproximaciones críticas a ciertas películas que he visto me parece que no son las mismas por la forma en la cual son abordadas.

Soy un enemigo furibundo y declarado de ese sector de la crítica (¡y de los programadores de festivales!) que concibe el cine como una forma de aburrimiento y consagran ensayos muy enjundiosos a lo que he denominado “tediometrajes”, esa alarmante tendencia —por suerte, ya en declive— que intentan justificar al ponderar obras carentes de toda dramaturgia (les dicen “desdramatizadas”).

Si ocurre algo en la trama, las tildan de “convencionales”. Para no hablar de aquellas sobrevaloradas, más abundantes de lo que debieran ser, sobre las que los críticos repiten una y otra vez las reseñas impresionistas de los acreditados en certámenes internacionales.

Me desahogué sobre lo que pienso en torno a este tema en mi texto Cómo hacer una película para ganar un festival europeo, el cual disfruté mucho escribir y, además, resultó muy polémico; pero me enorgullece que algunos profesores de cine en otros países lo discutan con sus estudiantes por todos mis planteamientos debidamente justificados.

Así que prefiero, insisto, la soledad del investigador, eso sí, acucioso al máximo, con el placer que proporciona hallar un dato que ayude a configurar ese rompecabezas incompleto de nuestro cine. Y cuando me enfrento a una película y, en privado, expreso mi criterio, que puede ser diametralmente opuesto al que haya leído en alguna publicación, me jacto de mi certeza al coincidir luego con críticos importantes que respeto y admiro, tanto por sus opiniones, como por el modo que escriben y el respeto hacia el público.

Y, uno encuentra crítica en tus trabajos más de recorrido histórico, incluso, en tus entrevistas, en las que, por cierto, eres excelente. A propósito, ¿quién ha sido más fácil de entrevistar y, si quieres decírmelo, quién el más incómodo? 

Empiezo por el más incómodo o, mejor dicho, más difícil: Fernando Pino Solanas, un cineasta que admiro mucho, pero confieso que fueron insoportables mis experiencias (¡sí, porque me atreví a entrevistarlo dos veces!). La pasión desmedida le arrastra a hablar tanto de su obra como del contexto histórico en que las ha realizado, por lo que la transcripción de aquello fue de lo más extenuante que me haya ocurrido.

Las más fáciles, y opto por incluir a dos actrices que amo, fueron la inglesa Julie Christie y la española Ángela Molina, dos profesionales delante y detrás de las cámaras. Imagínate cuánto admiraba a la Christie, sin haber podido ver entonces Doctor Zhivago, que le pregunté tantos detalles de su filmografía, que terminó diciéndome: “Oiga, ¡cómo usted me conoce!”, frase que más o menos en esos términos he tenido el privilegio de que me expresen figuras como la inmensa Vanessa Redgrave o el gran realizador italiano Ettore Scola. Con cuánta frecuencia repito esa memorable frase suya sobre determinados “cineastas”: “Él ama el cine, pero el cine no lo ama a él”.

Olvidé decir que Julie Christie, inglesa al fin, me esperaba puntualmente en el lobby del hotel Capri, pues para esa fecha el Hotel Nacional estaba en reparaciones y ese era el centro del festival de cine al que asistió para presentar Miss Mary, de María Luisa Bemberg. Y, de pronto, se le ocurrió que, para mayor tranquilidad, la entrevistara en su propia habitación, sentados en la cama, mientras el fotógrafo intentaba llevarse una prenda interior de recuerdo.

La de Ángela también fue una experiencia inolvidable, era su primera visita a Cuba y una mañana que recorría el malecón, la sorprendió una tremenda ola de nuestros nortes que la bañó de pies a cabeza. Corrió al hotel Habana Libre a cambiarse de ropa y, a la hora acordada, estaba lista para hablarme del Buñuel que conoció en Ese oscuro objeto del deseo, su última película.

Detrás de cada una de mis entrevistas, para las cuales me documento a la saciedad sobre la personalidad con quien hablaré, existen muchas anécdotas que no me gusta narrar al redactarlas; en lugar de una extensa introducción del personaje y de describir la ambientación, les cedo a ellos todo el protagonismo.

Por supuesto que existen muchas figuras del cine que me habría gustado entrevistar y nunca lo logré, como en el caso de Jeanne Moreau, una de mis favoritas en toda la historia del cine, o el griego Theo Angelopoulos. En cuanto a él me conformé con apelar a una forma de acercarme y preguntarle cuanto deseaba, que es la entrevista imaginaria, cultivada por algunos colegas, y que me entusiasmó ejercitar al menos esa ocasión.

¿Cuál es tu preferido de los libros de entrevistas que has publicado?

Nunca lo había pensado, pero pienso que el primero: Con la locura de los sentidos, en el cual reuní un conjunto de mis primeras incursiones en el género, gracias a mi labor como reportero del Diario del Festival. Corría de un sitio a otro para intentar entrevistar a cineastas que me interesaban sin dejar de ver todas las películas que podía, casi sin dormir.

De todos modos, tengo diseminadas otras entrevistas, unas incluidas en una sección de Trenes en la noche, el libro con que me siento más satisfecho, o en Retrato de grupo sin cámara, los dos publicados gracias a la Editorial Oriente; y varias dispersas, como las de Brian de Palma o el veterano James Ivory, sin olvidar a Emir Kusturica. Alguna vez las compilaré en un volumen para impedir condenarlas a la dispersión de las revistas.

No sé si te has percatado de que acostumbro a alternar los libros sobre cine cubano con alguno sobre cine internacional, como un respiro y porque no solo me interesan los avatares de nuestra cinematografía. En ese sentido, La Biblia del cinéfilo es aquel libro de referencia que siempre quise tener al alcance de la mano y su éxito de ventas me convenció que no era el único en esperarlo.

Es muy difícil, por obvios inconvenientes humanos y terrenales, ver todo el cine que uno quisiera. Sin embargo, hay que intentar una balanza entre lo aparentemente del pasado y el torrente audiovisual más contemporáneo. En esa balanza, que alterna entre la cantidad de lo que se ve y del cómo se ve, estaría para mí la oportunidad y la osadía de ser crítico de cine. ¿Cuál es tu opinión?

Trato de ver todo el cine posible en el tiempo de que dispongo, casi a un ritmo de una película diaria y un poco más los fines de semana. Y en los festivales a los que tengo el privilegio de asistir, corro de un cine a otro para intentar ver la mayor cantidad que pueda antes de agotarme, ¡hasta cinco en un día!

Es muy gratificante el descubrimiento de un filme o de un director, capaces de sorprenderte tanto que al terminar de apreciarlo —como me ocurrió en el 41 festival de La Habana, en diciembre del 2019, al admirar Retrato de una mujer en llamas, de Céline Sciamma— suscite el no desear ver nada más a continuación. Obras como esa tienen el raro don de saciar la avidez cinéfila.

Lo mejor es contar con un atinado criterio selectivo para evitar perder el tiempo, con lo implacable que resulta. Este entrenamiento conduce a muchos a atreverse a ejercer la crítica, ante todo ahora que existen espacios inimaginables en internet, y algunos son muy buenos, pero otros no pasan de la reseña informativa y la repetición de opiniones leídas en publicaciones electrónicas, incluyendo hasta los títulos con que esas películas se estrenaron en otros países y no en el nuestro.

Recuerdo cómo cuando —a instancias de Senel Paz— osé escribir la primera, publicada cuarenta años atrás, en el periódico Adelante, de mi natal Camagüey, lo hice luego de ejercitarme primero con comentarios radiales y en textos que publicaba modestamente como compilaciones informativas.

En cuanto a la balanza de que hablas, disfruto a plenitud con más frecuencia revisitar un clásico que ver obras contemporáneas magnificadas por la crítica y los festivales, provocadores del surgimiento de un género conocido como “películas para festivales”.

¿Qué debe poseer un crítico de cine?

Ante todo, la mayor cultura cinematográfica posible (y lo subrayo). Es el resultado de la sedimentación de muchos años de ver cine de todo tipo, no solamente el mejor ni el más contemporáneo. Es ineludible contar con una cultura general y estar actualizado con las tendencias teóricas, pero no abusar del instrumental teórico y aplicarlo fríamente al análisis de un filme o del acceso a un grupo de libros. ¡Cuánto afectó a la crítica de cine las indigestiones de semiótica que sufrieron y nos hicieron sufrir ciertos “críticos”!

Cuestiono insistentemente a no pocos que, incluso, siendo miembros de la Asociación Cubana de la Prensa Cinematográfica —por referirnos solo a la isla—, se pueden contar con los dedos de una mano las películas que ven en un año. Por este motivo resulta tan difícil la selección anual de los mejores títulos exhibidos; en la del año 2019, por citar un ejemplo, apenas participaron 27 críticos de una membresía superior los 60.

Cuando vivía en Camagüey siempre estaba atento al finalizar cada año a la publicación de la selección de los críticos para ver qué películas relevantes tenía pendientes o no se habían estrenado aún allí para localizarlas; pues bien, recuerdo como una de mis experiencias más decepcionantes al radicarme en La Habana mi primera participación en una de estas selecciones —en tiempos que se realizaban con la presencia de los críticos—.

En esa oportunidad ¡existieron importantísimas películas estrenadas en el año que fue imposible incluir en la lista, simplemente, porque muchos colegas no las habían visto! Después que se eligió la solución de enviar una lista personal por correo electrónico, Mario Naito, con su inveterada paciencia nipona, intenta todas las vías persuasivas para que la hagan llegar… y poquísimos críticos participan.

Te debo, entre otras cosas, el haber conocido la obra de un crítico tan maravilloso como el colombiano Luis Alberto Álvarez, quien está a la altura de los mejores no solo en lengua castellana. Entre tantos críticos que has leído, ¿qué lo hace diferente?

Para Luis Alberto, a quien tuve el privilegio de conocer en su Medellín, el cine formaba también parte de su sacerdocio. Lo veneraba tanto que ver una película era una suerte de ofrecer una misa o en quienes lo admirábamos, asistir a una.

Leer sus textos sobre cine es algo a lo cual recurro cada cierto tiempo con el fin de volver a experimentar una transfusión vital de los glóbulos negros del cine. Se respira tanto amor en esas amenas críticas y semblanzas que uno no cesa de leer a alguien que como él vivía por y para el séptimo arte, un rasgo distintivo suyo que le gustaba mucho compartir.

No olvido cuánto placer experimentaba al comprobar que coincidíamos en tantas preferencias, entre estas, por Truffaut y Fassbinder, y en no subvalorar el talento de la actriz austríaca Romy Schneider. La primera y única vez que pude apreciar una película en formato de láser disco fue en su apartamento, atiborrado de libros y casetes. Sus críticas pueden leerse hoy con el mismo interés que en su momento por lo certero de sus juicios atemporales y nunca efímeros. En esa trascendente universalidad estriba quizás lo que lo hace diferente.