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Los corderos no han dejado de gritar
Antes de Philadelphia (1993), su director, Jonathan Demme, había llamado la atención no solo del público, sino de los premios Óscar por, entre otras, Melvin y Howard (1980) y Casada con la mafia (1988), aunque sería con El silencio de los corderos (1991) que el también productor y guionista se puso las botas, pues obtendría los cinco principales galardones de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas: Óscar a la mejor película, al mejor director, al mejor actor, a la mejor actriz y al mejor guion adaptado.
El silencio…, basado en la novela homónima de Thomas Harris, cerraba varios intentos de llegar e irse con la manos vacías, aunque las películas de Demme siempre han sido atendibles por la variedad de temáticas y géneros, si bien él no esconde su afición religiosa al suspense.
A primera vista, el argumento nos revela pretensiones al punto alcanzadas: un equilibrio entre cómo se nos refieren los hechos sin renunciar a exponerlos de manera detallada, cuando no sugerida. No habrá un efectismo del crimen per se que desmerezca el relato narrado y cómo se prepara para el espectador.
De ahí la importancia de los diálogos entre la psicóloga criminalista Clarice Starling (Jodie Foster) y el psiquiatra Hannibal Lecter (Anthony Hopkins). Ello representa un duelo íntimo que se generaliza implicando no solo a asesino y víctimas, sino una preocupación nacional.
Por ello ese “algo por algo” se inscribe asimismo en determinantes relaciones de poder que condicionan nuevas peripecias y hasta algunos destinos de los personajes. Aquí la recurrencia de los primeros planos subjetivos es fundamental para indicar que lo mirado luego simule independizarse para defender su enfoque de cuanto se aborda a través de las conversaciones y sus consecuencias. Pero para crear mayor tensión, aquellos que generalmente hablan con la protagonista miran a la cámara. Lecter lo hace también, mientras a ella, como fuera de lugar, se le rinde desde el contraplano.
El rememorar acontecimientos privados no supone un estudio de los personajes. Más bien es la descripción oportuna y, sin embargo, enmascarada de la trama y antes del libro para que simpaticemos con esos seres o los rechacemos, ya ellos parecen presentarse sin historias. De este modo, se justifican, además, sus actuales temperamentos.
Este largometraje, más de personajes que de depuración estética —lo cual no quiere decir en absoluto que la desconsidere—, se asienta en lo desagradable o malvado para preparar el camino de violencias mucho más explícitas que Hollywood y los espectadores reconocerán en Gladiador (Ridley Scott, 2000). Quería el director (y lo logró) permanecer en los territorios del suspense policiaco y terror psicológico.
Guion y casting, trama y puesta en escena, contando con varios momentos notables, hacen de El silencio de los corderos uno de los inesperados clásicos del cine mundial. ¿Qué película fuera si sus personajes los hubieran asumido los para entonces populares Michelle Pfeiffer y Sean Connery? Hay rechazos de papeles que algunos lamentan y casi todo el mundo agradece.
(Foto tomada de SensaCine)