NOTICIA
“La chica danesa”: ella siempre estuvo
En 2015 Tom Hooper (The Damned United, 2007; The King's Speech, 2010; Les Misérables, 2012) dirigía The Danish Girl (La chica danesa) con guion de Lucinda Coxon e inspirado en la obra homónima de David Ebershoff, una suerte de relato biografiado sobre la vida de la pintora danesa Lili Elbe, conocida como la primera mujer transgénero que se sometió a varias cirugías de reasignación de sexo a inicios del siglo xx.
El caso de Lili Elbe ocupó los titulares de los principales periódicos europeos, sobre todo en Alemania, pues resultaba de interés para los estudios de la antropología positivista de esos años, dominada por las teorías lombrosianas que explicaban los conflictos en torno a la identidad sexual, en aquel entonces, como perversiones y trastornos de la conducta humana.
Desde el punto de vista clínico, las cirugías de reasignación de sexo efectuadas por médicos vanguardistas como los alemanes Kurt Warnekros y, sobre todo, Magnus Hirschfeld, este último un judío defensor de los derechos de los homosexuales, eran consideradas no solo experimentales y prometedoras para el avance científico en el campo de la medicina, sino también como prácticas disidentes en la profesión que contravenían los preceptos religiosos judeocristianos y la moral social. Estos revolucionarios procedimientos quirúrgicos, a pesar de las limitaciones propias de la época, muy pronto quedarían obturados durante el avance y consolidación de la Alemania nazi a partir de 1939 y hasta su caída con el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Lili Elbe fallecería en 1931 y no viviría los horrores del fascismo alemán y su represión contra toda forma de comunión con prácticas e identidades sexuales divergentes. Las complicaciones posquirúrgicas derivadas de los intentos de implantación de un ovario y un útero cercenaron su ilusión de corregir los “defectos” del cuerpo que impedían la realización espiritual y material de su verdadera identidad sexual. Mujer atrapada en cuerpo de hombre, las experiencias vitales de su naturaleza humana, carencias afectivas y barreras sociales que limitaban su desempeño en los espacios domésticos y públicosfueron algunos de los temas que desarrolló en su diario personal y que probablemente Lucinda Coxon recogiera del relato de Ebershoff.
Pero me temo que La chica danesa se propone algo más allá de la excelente inmersión psicológica del sujeto trangénero y sus vicisitudes más acuciantes, en un contexto convulso como el de los años de entreguerras durante la primera mitad del siglo xx. El conflicto identitario, los detonantes de la evolución psicológica y los modos en que el individuo enfrenta los obstáculos que le impiden el desenvolvimiento libre de la sexualidad son apenas motivos que conducen la dinámica argumental hacia una eclosión mayor: el estallido de la neurosis y sus tensiones, por partida doble, entre la emergencia y la anulación, la tragicidad del amor que sucede al sacrificio y la pérdida cuando toda tentativa de resistencia debe doblegarse en favor de una pasión sublime.
No niego que la observancia de la evolución psicológica del personaje de Einar/Lili, las maneras en que el guion consigue enhebrar las diferentes etapas que conducen al reconocimiento-aceptación de su identidad sexual y problemáticas de circunstancia demuestran la pericia dramática en torno al revelado del diseño personológico del protagonista —un excelente trabajo de interpretación del británico Eddie Redmayne—, pero convengamos que lo más interesante, a mi juicio, emana del contrapunteo de las formas, reacciones y motivos que participan, como en un juego de espejos, del proceso de transformación.
En Einar/Lili todo es apertura y aceptación; en Gerda, en cambio, sobreviene la resistencia y el dolor emocional ante la certidumbre de la pérdida. Coxon dosifica de un modo magistral los puntos dramáticos que incorporan al discurso información en torno a los futuros registros de teluricidad de la historia y apuesta por un romanticismo que se nos antoja atávico, como cortina de humo apenas. Mientras Einar/Lili no deja de conmovernos con el encanto de una fragilidad a flor de piel, Gerda parece ser más visceral, al principio, flemática, en tanto hilo conductor del socavamiento que asistimos desde la contundencia de una frase: “Lo invité a un café y lo besé”, nos dice rememorando sus encuentros iniciales con el esposo. “Fue la cosa más extraña, pues fue como si me besara a mí misma”.
Gerda consigue sus mejores atractivos —y a quien esto escribe, eso le resulta mucho más seductor que todo el drama del personaje protagónico— cuando toda sensación de felicidad matrimonial aporta los primeros indicios de resquebrajamiento. Alicia Vikander nos estremece con la mirada de una mujer en pánico, acuosa, cuando avizora lo más temido que, en apariencia, ha emanado de un juego. Por eso le pide a Lili que le traiga a su marido de vuelta. En la súplica: “Tengo que hablar con mi marido, quiero abrazar a mi marido. Lo necesito. ¿Puedes traerlo, intentarlo al menos?” toda ella se desmorona y en este punto lo que la película pudiera decirnos en relación con el desenlace del personaje de Lili, aunque sin menos interés, corría el riesgo de tornarse previsible y de poca consistencia mientras intenta el equilibrio en la cuerda floja del melodrama. De modo que el guion de Coxon ejecuta un giro dramático magistral al enfocarse, en lo adelante, en la exploración de las reacciones de la mujer pintora, en su lucha interior, en la manera en que intenta apuntalarse sin que ello implique el desastre emocional de Lili.
Gerda intenta encontrar en el abrazo y en los besos del amigo de infancia de Einar un oasis, pero todo es incompletud y rechazo, habla más alto su dependencia emocional hacia al marido que se resiste, también, a la muerte de Lili, cuando muy poco queda ya del primero. Dos momentos sublimes tiene la Vikander en su personaje: uno, cuando secunda a Redmayne ante el doctor mientras le explica que es, a fin de cuentas, una mujer presa en un cuerpo de hombre. El gesto de Gerda, sorprendida ella misma de su aserción, lo dice todo; luego, la comprensión de que no hay otro modo que dejarla ir, dejar a Lili ser ella misma. He ahí el sacrificio deGerda y su grandeza: la transmutación del amor carnal en un amor sublime. Cierto que nada de lo sucedido ha emanado de un juego, pues a fin de cuentas, Lili siempre estuvo. Solo estaba esperando.
Eddie Redmayne no desmerecía el Óscar aun cuando un año antes había demostrado que, a pesar de su juventud, es uno de los actores de su generación que han podido hacerse de la estatuilla dorada en fecha temprana. Pero la Vikander, señores, convengamos que no hizo menos.
Es su Gerda, sublime, doliente y deslumbrante. Por fortuna mereció ganar.