NOTICIA
En la víspera de la ejecución
Todavía hay espectadores contemporáneos que menosprecian el llamado “cine viejo” por considerarlo monótono y superado. Es interesante como insisten en semejante criterio sin haber examinado una cantidad apreciable de películas. El desatino de apreciación parte de que no aguantaron ver hasta el final un par de obras regulares y acaso malas.
Admitámoslo, el cine clásico de los años 30, 40 y 50 consintió películas desiguales. Pero en general, hubo y hay muchos largometrajes a tener en cuenta. Ese es el cine que ha inspirado, cuando no resuelto una solución narrativa e incluso temática de directores del presente. Mas su valor no está dado por esa circunstancia de refuerzo del séptimo arte posterior, sino por su indudable nivel técnico-artístico y cultural.
Pudiera creerse que el cine de aquellos años alcanzó éxito por su apego excesivo a la literatura, como lo demuestran casi todas las obras realizadas; un apego que se vincula por error a la comodidad de cineastas. Un leve repaso por distintos filmes desmorona el aparente desahogo; el análisis de uno solo revela que la literatura fue innegable punto de partida y estímulo para realizar cine con bastante libertad.
Realizadores de todo el mundo se encargarían de señalar tanto las afinidades entre las artes como sus territorios bien peculiares. Uno de ellos fue el británico Robert Hamer. Tal vez sea un director un poco olvidado, pero es de su autoría la joya Kind Hearts and Coronets o como se conoció en Hispanoamérica, Ocho sentencias de muerte o Los ochos sentenciados.
Hamer estructura el relato de un sutil asesino alternando entre su etapa de encarcelamiento y su venganza justificada. Parecería que primara la narración preactiva. Sin embargo, el director va del presente al pasado para permanecer un tiempo en los escenarios del último. Le interesa sobremanera hacer una película sobre personajes, en la que campeen las disputas psicológicas harto irónicas por cuenta de los cambios de fortunas.
Son notables al respecto los diálogos tornadizos entre Sibella (Joan Greenwood) y Louis Mazzini (Dennis Price).
Hamer eligió acertadamente la comedia negra para que simpaticemos enseguida con Mazzini. Por encima de la moral imperante y de cualquier época, este personaje deviene un maestro de la simulación para tributarle a la muerte. Es como si apoyase la ingeniosidad de Ambrose Bierce cuando, en su Diccionario del diablo, define el acto de matar del siguiente modo: “Crear una vacante sin designar un sucesor”. Aunque, para cada vacío que dejan sus víctimas, presume Mazzini un único beneficiario: él mismo.
Cuando le escuchamos decir al segundo de ocho personajes que caracteriza el extraordinario Alec Guinness: “Las tragedias sirven para situar los asuntos menores en su justa medida”, nos queda continuar con la serie de crímenes de ese duque en potencia que ha ido podando su propio árbol genealógico para restaurarle la corona a su madre muerta.