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El guardián nocturno y las paradojas de Michael Cristofer
Hasta hoy la carrera de Michael Cristofer como director y guionista de cine ha estado signada por los altibajos peligrosos, aunque últimamente todo parece indicar en él una decidida vocación de emprender, con cada nuevo proyecto, el camino cuesta abajo.
A pesar de los entuertos, Michael Cristofer es, como se dice, un tipo con suerte. Con seguridad debe tener una estrategia discursiva irresistible que ha convencido a medio Hollywood y más allá de financiar sus películas y, al mismo tiempo, reunir en ellas casi siempre a un elenco de actores de primera línea. Solo él sabrá cómo lo consigue, para su bien; pero solo Dios sabe cuánto lo sufrimos, aunque el norteamericano ni siquiera lo imagine.
Para ser justos, no todo ha sido un desastre en la carrera de Cristofer. Como guionista en solitario o acompañando el proceso de escritura en segundo escalón, al menos dos filmes le aportan algo de notoriedad a su currículo: Enamorarse (1984), de Ulu Grosbard, y Las brujas de Eastwick (1987), de George Miller, esta última escrita a cuatro manos con John Updike. Sin embargo, con La hoguera de las vanidades (1990) faltó poco para que Brian de Palma, literalmente, se cocinara dentro.
Como realizador, el éxito de Gia (1998), una película dirigida para la HBO —coescrita con Jay McInerney— sobre la controvertida y breve vida de la modelo Gia Carangi, tal vez animó el interés de Cristofer de continuar dirigiendo sus propios textos para cine, pero en lo adelante no hará más que involucionar de mal a peor. Body Shots (1999), producida por Michael Keaton, pasaría sin penas ni glorias, y en Pecado original (2001), protagonizada por Antonio Banderas y Angelina Jolie, Cristofer se emplearía a fondo para ser kitsch y cursi a más no poder.
En sus alternancias como actor y algunos episodios de series dirigidos para la Fox en los últimos años, pareciera que el norteamericano hubiera tirado definitivamente la toalla, pues no es hasta ahora que reaparece con una nueva película, El guardián nocturno (The Night Clerk, 2020), igualmente escrita por él mismo, que no hace más que patentizar lo que ya sospechábamos: Michael Cristofer tiene una perseverancia a prueba de balas, no importa que sus resultados estéticos sigan siendo un espejismo.
El guardián nocturno aspira a seducirnos apenas con la cáscara del thriller, pues todo en ella visibiliza su factura de película menor, con el atavismo propio de esos filmes que se encogen todavía más mientras su estrategia narrativa desanda los lugares comunes. Pero su mayor dificultad no es precisamente esa, sino la ausencia total de fortaleza en su torrente sanguíneo en tanto intenta convencernos de que, a pesar de lo trillado, vale la pena amarrarse a esta historia hasta el final por el atractivo de su elenco.
Digamos que el gancho, en ese sentido, resultaba prometedor. Tye Sheridan le imprime a su personaje autista un repertorio gestual bastante convincente y las transiciones de Ana de Armas no solo salvan las planicies de su manipulación, sino le abren una posible puerta a posteriores desempeños, alejados del enclaustro en personajes latinos, por su condición de artista emigrante, en los escenarios de Hollywood.
En ambos casos hay un leve resquicio a la dignidad que soporta estoica la investidura mediocre de su guion. Pero al ver una actriz del calibre de Helen Hunt apenas circunscrita al rol de una buena madre preocupada con la suerte de su hijo autista —y solo eso—uno se pregunta cómo es posible tanto desmerecimiento, si francamente vale la pena que el arte dramático sea capaz de sobrevivir, a veces, entre paradojas.
El guardián nocturno es un buen ejemplo de la inutilidad de todo ejercicio genérico que no demuestra pericia narrativa, vocación para el riesgo en el planteamiento de sus motivos dinámicos, con los cuales cohesionar el ritmo de la historia. Sobre todo nos convence de la imposibilidad de la magia cuando es menester ayudar al guion con el comportamiento más o menos austero de un elenco como el suyo. Hay momentos en la película en que la edición desea conciliar esos déficits de intensidad narrativa, pero acude a excesos de flashbacks, sobre todo en el quiebre final, que empeoran, por ociosos, los pulsos de su ritmo.
Además de los puntos a favor que consigue esta cinta con las actuaciones de Sheridan y Ana de Armas, vamos a darle el crédito por el registro visual que acierta en la composición del cuadro, sobre todo en los momentos en que acompañamos la experiencia de vida del autista. Todo lo demás es descartable, una estética del desperdicio.
Te digo mi nota: un 2, pues ya lo de Michael Cristofer no tiene nombre. Digamos que aun así, el tipo, vaya, está unta'o, el ashé de su resguardo le ha permitido apuntalarse en el gremio para seguir siendo ese tipo de “estrella” que ilumina y mata.
Pero mientras siga ahí debo concordar con que nadie merece el yugo de su cine.