Eduardo Muñoz Bachs

Continuo de Muñoz Bachs a veinte años de su muerte

Jue, 07/22/2021

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Distribuidora Nacional de Películas, ICAIC.

La entrevistadora se esfuerza en sacarle las palabras a Eduardo Muñoz Bachs mientras que su amigo y caricaturista Valdés Díaz (Val), del semanario Palante, le hace una caricatura.

― ¿Así es tu nariz, verdad, Muñoz…?

― Así, Val… así es…

― Puedes seguir trabajando, no importa que te muevas…

―Tengo que esperar que seque el rojo…

― ¿Le gusta lo que está haciendo? ―pregunta la periodista―.

Muñoz le da una cachada al cigarro y dice con los dedos: más o menos…

― ¿No siempre está feliz con lo que hace?

― A veces… El mismo cartel me puede gustar más un día que otro, aunque hay días que no me gustan nada. Aquel me gustó desde el primer día.

Muñoz señala en la pared un cartel en blanco y negro: Los ángeles negros, de 1971.

Valdés Díaz asiente con su cara baracoense y tostada de bulldog… Mueve el lápiz, la cartulina y su cabeza alisada con grasa de pelo.

Sobreviene un silencio suficientemente largo para que la periodista comience a lamentar el mutismo de Muñoz y para que el rojo del afiche haya secado y para que Valdés Díaz terminara el último trazo de la caricatura.

― Completo Camagüey… ¿Así son tus ojos, Muñoz, eh? Quedaste caga'o…

Muñoz sonrió tímidamente y se tocó la cara con la yema de los dedos.

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Esta frase de “Completo Camagüey” con la que Valdés Díaz dio por finalizada su caricatura contextualiza la acción en los años ochenta. Exactamente en el cubículo de trabajo de Muñoz Bachs, tercer piso del edificio de la Distribuidora Nacional de Películas.

En uno de los pisos superiores de este edificio radicaba la sala de proyección donde los diseñadores visionaban, en estado de semivigilia, las películas a las que debían hacer afiches. En la planta baja funcionaba el departamento de Revisado, integrado mayormente por mujeres que cortaban metros de película como si se tratara de un taller de costura. El olor acre del celuloide se respiraba en buena parte de aquel edificio cuya fachada de ladrillos le daba a las calles 25 y 12 un precario ambiente de estudios de la Universal.

Muñoz hizo más de dos mil carteles en este lugar.

Debe existir un camino invisible entre este edificio y la tumba del maestro en el cementerio de Colón a 20 años de su muerte este 22 de julio.

Todavía una arboleda permite ver las dos torres en la azotea de la antigua Distribuidora de Películas. Muñoz sobrevive en ese camino de escasas cuadras, y las flores dedicadas a los difuntos se han convertido en las campánulas que él dibujaba.

Sería agradable sentarse en este camino, bajo el sol nocturno y la luna diurna (tan irreal es el paso del tiempo), y así poder sentir lo que Muñoz sentía.

Sentir, por ejemplo, que no fue un hombre tan alegre como aparentan muchos de sus carteles de comedias y películas infantiles; y que también hizo afiches sobrecogedores a pesar de su humor y mordacidad. Que no fueron solamente el color y la caligrafía manual los recursos predominantes en sus afiches. Cierta crítica machaca esta idea que podría debilitar la síntesis y la nervadura simbólica de sus obras.

Que no le salió todo de un tirón. Que tuvo una salud frágil y que fumaba cigarrillos Aromas y Marlboro de tú a tú con la muerte. Que vivió feliz sin ser optimista, apoyado siempre en su familia y su genio. Que tuvo la valentía congénita y silvestre de trabajar con honestidad y que su figuración renacía en Coppelia, encima de una guagua o en los hospitales.

Que fue parco y popular, tímido y escuchado. Era amado y distante. Que decía no sentirse diseñador pero se sabía un clásico. Que cuando Gutiérrez Alea le pide el cartel para Historias de la Revolución se le ocurre, con solo 23 años, una imagen que inauguraría el cartelismo del ICAIC y a él mismo. Por ese entonces Muñoz no sabía lo que quería hacer, pero sí sabía lo que no debía hacer. El cartel, impreso en off set a un tamaño mayor que el estandarizado por el ICAIC pocos años después, parece desmentir su estilo, pero no hace sino anticipar la figuración valiente y polisémica que Muñoz asumió de la publicidad comercial y del cine de animación como experiencias vividas en los años cincuenta.

Era un joven moderno, a sabiendas un poco modiglianesco en plan restaurante chino de Cuatro Caminos y tencents. Compraba discos de música atraído más por los diseños de las carátulas que por sus intérpretes, y anhelaba pintar con la lumínica torpeza de aquel rotulista, mitad Giotto mitad proletario, que estampó un tigre tropical en la pared de un bar habanero.

Fue un valencianito de padres republicanos que se aplatanaron en el edificio Palace de El Vedado tras los enroques trazados por cualquier refugiado político, y un adolescente que quiso tocar trompeta como Harry James y que no podía soportar ni por un minuto más las asignaturas del colegio Baldor y de la Academia Garcés de dibujo comercial.

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A 20 años de su muerte debe estudiarse el entramado de su poética. Considerar su cartelismo como punto gravitatorio y descubrir las interconexiones en toda su obra: en la pintura doméstica y las ilustraciones para libros infantiles y revistas, sus portadas de discos, la asunción de la estética de la UPA ―United Productions of America― (desprendimiento de la estética Disney que proponía una línea de dibujo a lo Mister Magoo) como referente de un dibujo animado educador de nuevos públicos, y el diseño editorial para la revista Cuba y otros suplementos culturales del periódico Granma.

Inclusive, podríamos sustituir el centro gravitacional por el diseño editorial y publicitario para percatarnos de que el cartel para Sueño de una noche de verano tiene deudas formales con algún emplane de magazine y postal de Navidad. Y si seguimos articulando este sistema podríamos detectar huellas de su pintura de caballete en los rostros y ojos vacíos característicos de sus carteles pictóricos, casi victorianos, propios del tránsito de la década del sesenta a la del setenta.

¿Cuánto Muñoz desconocido discurre bajo el Muñoz reconocible? Muñoz es mítico, pero también es un artista simplificado por el ABC de la crítica de arte que se ha instalado solamente en su producción de afiches. Similar miopía han padecido, por citar solo dos casos, Antonio Reboiro y Alfredo Rostgaard, escenógrafo de teatro y ballet el uno, y artista visual, constructor de juguetes y profesor nada ortodoxo el otro.

Muñoz, al igual que sus colegas de equipo de la época dorada del cartel, es un artista que merece trascender más allá de sus afiches. Fue el más prolífico y versátil de los maestros y al mismo tiempo el menos discursivo. Las leyes de la Gestalt y el mundo del Bauhaus ―por mencionar tan solo dos santuarios adorados por los diseñadores de pura fe― llegaron a él por vía de los anuarios, del empirismo y del ojo fértil.

Hay tres carteles que podrían funcionar como hoja de vida de Muñoz. Uno de estos sería el que realizara en 1988 para Un señor muy viejo con las alas enormes, la película filmada por Fernando Birri sobre el relato febril de García Márquez. Con este cartel quizá cumplió su deseo de pintar el tigre de la pared del bar. Además, como se ha insistido tanto en catalogar a Muñoz dentro del realismo mágico en la gráfica latinoamericana, por amplio margen de votación este cartel representaría un incuestionable retrato de vida.

Otro cartel podría ser Por primera vez, de 1968. El Charlot mudo, sin boca, casi sumergido en un campo de flores bien pudiera ser el alter ego de Muñoz.

Y el último sería el afiche que hizo en 1976 para la película húngara Responde por ti mismo. Aquí la imagen de un niño nos mira reflejada desde un espejo roto. Es un cartel que no te pega en la cara el merengue ni las tiras del globo pinchado en la fiesta de cumpleaños. Es melancólico; nos invita a viajar dentro de lo que hemos hecho, y no como lo hacía Alicia, cruzando la superficie milagrosa del espejo, sino a través de la fractura hecha en él por nosotros mismos.

(Muñoz Bachs en su cubículo de trabajo en el ICAIC, años 80. Foto: cortesía del autor)