NOTICIA
Atendiendo una nueva llamada del cartel cubano
Sobreponiéndose a las clasificaciones parcializadas y encumbradas del arte –que optan por los apelativos de "arte menor" o "fuera de los límites de lo artístico" para todo tipo de creación a la que se le atribuya una función publicitaria por encima de la función esencialmente estética–, los carteles cinematográficos del ICAIC continúan alzándose desafiantes en aras de evidenciar su merecido puesto dentro de la historia del arte cubano.
Desde que Muñoz Bachs concibiera el primer cartel del instituto para el filme Historias de la Revolución (1960) de Tomás Gutiérrez Alea, hasta las experimentaciones más atrevidas de jóvenes diseñadores egresados del Instituto Superior de Diseño (ISDi), el cartel cinematográfico cubano ha transitado por etapas de esplendor y desasosiego, pero siempre ha mantenido los estándares de calidad técnica y conceptual que le han conferido su connotación artística, y una visualidad muy particular en el ámbito nacional y foráneo.
La revolución creativa que experimentara esta cartelística con la creación del ICAIC, comenzó a llamar la atención de críticos e investigadores que, desde fechas tempranas, valoraron el trabajo constante de los diseñadores cubanos en función de otorgar una imagen otra a la publicidad de la filmografía nacional. Sara Vega Miche, especialista e investigadora de la Cinemateca de Cuba, retoma el tema en su libro El cartel cubano llama dos veces (AECID, Ediciones La Palma y Cinemateca de Cuba, 2016), para desde una perspectiva historiográfica hablarnos sobre el cartel cinematográfico cubano. La autora logra establecer una conexión unívoca entre la historia del cine nacional, los carteles asociados a este y el desarrollo social de la Isla, con lo cual completa un capítulo de vital importancia dentro de la historiografía del arte cubano.
El análisis comienza con la llegada a Cuba del cinematógrafo en 1897 y las características de las primeras proyecciones en la Isla. Estas se concentraban esencialmente en la reproducción de filmes extranjeros, contexto en el cual se vislumbraban poquísimos intentos por desarrollar una cinematografía nacional. Los frutos de estos, para mayor pesar, no sobrevivieron al paso de los años. Tal introducción le permite establecer un análisis de la producción gráfica para dicha filmografía, como es de suponer, también incipiente y permeada de códigos foráneos.
El triunfo de la Revolución cubana en 1959 y la posterior creación del ICAIC cambiarían el rumbo de la producción cinematográfica de la Isla y del diseño cubano. Sara nos envuelve en un aura de complicidad con la historia que narra y nos permite enterarnos de todo: las primeras experiencias asociadas al surgimiento del cartel del ICAIC; los diseñadores nucleados alrededor de la institución, que lograron, con sus visiones particulares, dar un giro radical a la gráfica en Cuba; las características y limitantes técnicas del Taller de Serigrafía de La Habana, que terminaron por "convertir el revés en victoria" y sentar las pautas que diferenciarían los carteles del instituto de los del resto del mundo.
Sin embargo, la autora no ofrece una visión rápida o general del tema. Sabe que la mejor manera de narrar esta historia es a través de sus protagonistas, y a ellos dirige su mirada. De esta forma se detiene en los carteles más relevantes según su juicio crítico, y realiza una deconstrucción formal y conceptual de muchos de ellos. La valoración semiótica constituye una herramienta importante en el texto, pues refuerza el argumento histórico y le da pistas al lector, no solo sobre las principales características visuales de los carteles de la época, sino sobre los elementos identitarios en la labor de cada diseñador, con lo que nos lleva a descubrir interesantes individualidades creativas dentro del género.
Las décadas de los ochenta y noventa del pasado siglo trajeron difíciles cambios para la sociedad cubana. El Periodo especial llevó a una crisis económica aguda que afectó todos los ámbitos de la vida social del país, incluido el artístico. Disminuyó entonces la producción cinematográfica nacional, la creación de carteles, y lo que es aún peor, el entusiasmo de muchos de los diseñadores más importantes de la Isla. Sin embargo, cuando todo se creía perdido, surge una nueva conexión entre los diseñadores jóvenes y la institución, así como nuevas estrategias del ICAIC junto al ISDi para dinamizar la producción de carteles con estándares de calidad que, si no mejores, al menos pudieran ser equiparables a los de décadas precedentes.
Sara presenta al lector los diseñadores que en la actualidad son responsables del desarrollo de la cartelística en Cuba, además de otras iniciativas (Muestra Joven ICAIC, distintas exposiciones, proyecto La Marca, etc.) que abogan por dar continuidad a este arte que ha devenido tradición en el ámbito nacional, con sus consabidos niveles de calidad conceptual y estética.
La investigadora pone especial énfasis en el hecho de que, desde las primeras soluciones de carteles cinematográficos del ICAIC, la cartelística cubana ha estado destinada a trascender por su grado de complicidad con la definición de lo propiamente artístico. En estos diseños se verifican, obviamente, las funciones primarias de comunicar y promocionar; sin embargo, la mayor parte de ellos rebasa ese fin en busca de algo más, algo que subordine la comunicación lineal al despliegue conceptual de los elementos gráficos. Llegamos así a la conclusión de que los diseñadores cubanos no crean carteles para «anunciar» películas, sino que crean obras de arte equiparables o superiores a las producciones cinematográficas que les dieron origen.
La segunda parte del libro exhibe una galería de imágenes que refuerza el discurso precedente. El mostrar los carteles de manera cronológica nos permite apreciar no solo los cambios en la visualidad de una década a otra, sino también las influencias de las corrientes artísticas internacionales y los rasgos creativos propios de cada diseñador. Al mismo tiempo, esta parte constituye una importante recopilación que debemos apreciar con mirada de coleccionista celoso, pues tenemos en nuestras manos un catálogo bastante complejo del cartel cinematográfico cubano entre 1915 y 2016, con una calidad de impresión que se agradece.
Un libro con una investigación como la desplegada por Sara Vega requiere un equipo de trabajo compenetrado, que entienda la riqueza de la información que se ha de comunicar y trabaje en función de lograr un diálogo perfectamente claro y ameno con el lector. Por ello destaco la edición atinada de Gilberto Padilla Cárdenas, gracias a la cual, mientras recorremos el ensayo, podemos constatar determinados datos comentados por la autora. Igualmente estimable resulta el cuidadoso trabajo de corrección de los textos y catalogación de las imágenes. Solo extrañé el uso de las cursivas u otro tipo de fuente para diferenciar los títulos de las obras dentro del texto.
De entre las cosas que más placer me suscita al hojear un libro o catálogo de arte, está la capacidad de su diseñador para captar la esencia de lo que quiere comunicar el autor en palabras e imágenes, y de ofrecer luego al lector una visualidad novedosa que refuerce los valores del texto. El diseño en este caso parte de colores planos, en un guiño evidente a las características técnicas de los carteles del ICAIC. Al mismo tiempo, la elección de los colores de la bandera cubana como predominantes dentro del libro, subraya el hecho de que estos carteles forman parte de nuestro acervo cultural y, por ende, de nuestra identidad. También resulta atinada la dinámica que se logra mediante variaciones en la posición de las imágenes y las cajas de texto, siempre en la justa medida para no descolocar al lector con demasiados cambios visuales, y a su vez alejar el libro de una mera y peligrosa visión didáctica.
De este modo atendemos con gusto una nueva llamada del cartel cubano de cine. Los invito a la lectura de este trabajo de Sara Vega Miche, convencida de que su historia les seducirá tanto como a mí.
(Tomado de Cine Cubano, nro. 201-202)