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Cine peruano: La pasión de Javier, de Eduardo Guillot
En la literatura peruana del siglo xx, el reconocimiento a la breve pero fructífera obra del poeta Javier Heraud sobrevino en una etapa póstuma. Apenas dos poemarios, El río y El viaje, ambos publicados en 1960, tuvieron favorable acogida entre los intelectuales más cercanos al círculo social del poeta, quienes habían advertido tempranamente el talento literario del joven escritor.
Los textos vieron la luz justo tres años antes del fallecimiento de Heraud, mientras que el resto de su obra lírica sería compilada tiempo después por su padre. Este propósito personal de perpetuar la memoria de su hijo y de restaurar, también, las heridas provocadas por las tensiones ideológicas entre uno y otro motivó un gesto de mayor trascendencia para la historia literaria del Perú: la revisión de su legado lírico. El acto reivindicatorio ―como casi siempre sucede tratándose de autores cercenados por la muerte prematura― le otorgaría a Heraud un sitial de honor entre los representantes de la llamada Generación del 60 en su país.
Poética de estilo conversacional, nutrida del llamado “neovanguardismo” que caracterizó la promoción de autores de los años 50 peruanos y, sobre todo, de la poesía social, humanista y revolucionaria de César Vallejo ―muy anterior a esta etapa, en particular sus Poemas humanos (1939)―, la obra de Heraud no esconde su militancia política, de raíz marxista, que aspiraba a la insurgencia revolucionaria para propiciar un cambio social, alineada a las posturas ideológicas de la Revolución cubana. De este modo el joven poeta se convierte en paradigma generacional por su compromiso con las causas emancipadoras, en detrimento de su labor intelectual como escritor.
Así de breve e intensa como su obra fue también la vida de Javier Heraud. Militante de la juventud progresista de su tiempo, sus visitas a la Unión Soviética, China y posteriormente a Cuba, donde estudiaría cine y literatura con la ayuda de una beca del gobierno revolucionario de Fidel Castro, radicalizaron sus convicciones de lucha respecto de la necesidad de instaurar una guerra de guerrillas contra el gobierno militar del Perú, luego del golpe de estado contra el presidente Manuel Prado que anularía las elecciones presidenciales de 1962.
En particular, el encuentro de Fidel Castro con jóvenes estudiantes latinoamericanos becarios en La Habana, entre los cuales estaba Heraud, sería vital para concientizar en torno a las luchas insurreccionales en América Latina, luego de una etapa de preparación militar que estos jóvenes intelectuales adquirirían en campos de entrenamiento en Cuba. Javier Heraud se uniría al grupo fundador de la primera guerrilla del incipiente Ejército de Liberación Nacional, que fracasará en 1963 durante un enfrentamiento desigual con fuerzas gubernamentales, en la frontera peruano-boliviana. El hecho ocasiona su muerte, a la edad de 21 años.
Celebro con particular entusiasmo el propósito del realizador Eduardo Guillot de llevar al cine la experiencia de vida de este poeta singular. Con una carrera todavía de pocas repercusiones en el ámbito fílmico latinoamericano, al parecer Guillot mantiene su adherencia al biopic, iniciado en Caiga quien caiga (2018), su ópera prima. Ese interés en torno a personalidades que incidieron en la vida política, social y cultural del Perú contemporáneo, trasladado al cine, hasta ahora se había concentrado en la controversial figura de Vladimiro Montesinos, exasesor del presidente Alberto Fujimori, con sus escándalos de corrupción, lavado de dinero y su particular desempeño como agente de la CIA. Se trata de un filme de interés, pero de calidad estética menor, que movilizó la opinión pública y algunas sonadas protestas de los protagonistas reales de la historia, todavía vivos, sin grandes subrayados por parte de la crítica.
Con La pasión de Javier, su segundo largometraje, Guillot decide emplearse a fondo y el resultado estético ofrece un salto positivo, aunque todavía discreto, si se compara con su anterior película. Es, con mucho, un filme honesto que privilegia la intensidad emocional que identificó la vida y el pensamiento político de Heraud. La formación educacional en el espacio familiar, los conflictos paterno-filiales respecto a la inclinación revolucionaria del poeta, los móviles formativos de su lírica, su incomprendida relación amorosa con Laura, vínculos con la intelectualidad y movimientos progresistas de la juventud socialdemócrata de la época, de los cuales se desmarcó para alinearse a una atemperada vocación marxista que lo llevó a insertarse en la fracasada lucha guerrillera, hasta su muerte, son los acontecimientos fundamentales abordados por la película desde una óptica que apuesta por el desarrollo lineal, por lo general muy expositivo, sobre la vida del poeta peruano.
Al filme de Guillot le basta con eso mientras al parecer descarta, para una oportunidad mejor, las posibilidades de ofrecer una rescritura distanciada del esbozo epidérmico. Es comprensible que, en su afán de lograr un retrato lo más cercano posible al legado cultural y social de la figura literaria y el guerrillero, Guillot haya privilegiado lo que más le importa destacar: el registro emocional con que el poeta asumió sus ideales, vertidos con toda transparencia a su obra lírica.
Muy buena: viene bien la interpretación de Stefano Tosso, pues su desempeño está a tono con la imagen que prefiere subrayar Guillot en relación al personaje histórico. No tengo reparos que ofrecer a la dirección de actores, aun cuando la cinta hubiera navegado con mejor suerte al reparar con mayor agudeza en las divergencias generacionales en el seno doméstico, sobre todo la utilidad de aportar densidad dramática al muestrario de las pugnas y conflictos ideológicos entre Heraud y la figura paterna.
Notable: el registro visual de la película en materia de caracterización epocal, mientras se auxilia de una fotografía que discurre sin sobresaltos estilísticos, adocenada por una edición y montaje, por lo regular, eficientes. Las dificultades de grabar en locaciones abiertas, donde toda utilería favorezca la comprensión de su estética visual, relativa al convulso contexto de los años 50 y 60, son puntos a favor de la mesurada dirección de arte que se emplea a fondo, además, para añadir significación a las caracterizaciones psicológicas de los personajes.
Te digo mi nota: un 3 redondo, sin quitar ni poner.
Mis mayores reparos a esta película se dirigen a la tentativa, poco feliz, de enhebrar los saltos temporales con los cuales se pretende esquivar los riesgos del hartazgo, máxime si el discurso narrativo se acoda en una exposición lineal de los acontecimientos. Dada la extensión considerable del metraje, el recurso de la retrospectiva es apenas un gesto de acrobacia estilística y nada más.
Lo peor de la película es el didactismo escolar con que se sumerge en la Historia. Esta disonancia en el discurso narrativo aparece acentuada por la voz en off de un narrador espectatorial que abre el relato para presentarnos la trama y sus personajes del mismo modo en que un maestro lee a un colegial de primaria un libro de Historia. Ese narrador resultaba innecesario, toda vez que el discurso narrativo se apoya en la retrospectiva con añadidos de subtítulos que informan al espectador sobre la localización temporo-espacial del relato. A mitad de camino, poco más o menos, la película se olvida de él, pues al parecer se le ha perdido a Guillot en medio de la selva boliviana.
Habrá que agradecerle al realizador, eso sí, la honestidad del gesto lúcido, el propósito de devolvernos la candidez emocional de una vida intensa.
(Foto tomada del blog Cinencuentro)