Lo que hacemos en la sombra

Vampiros bajo la Cruz del Sur

Lun, 03/15/2021

El falso documental, conocido en inglés como mockumentary, más que género o subgénero fílmico es una estrategia de entrampe perceptual que ha revelado, como pocas, las connotaciones empáticas otorgadas por los públicos a las formas y maneras audiovisuales a lo largo de las décadas de existencia del séptimo arte. Así como los grados de estereotipación alcanzados muchas veces por los pactos de lectura consensuados entre emisores masivos y receptores-masa. 

Al punto de que una estructura narrativa debidamente preconcebida y canónica —ya sea un documental expositivo y periodístico al más puro estilo didactista del History Channel, o un pietaje “sucio” tomado como al acecho sin más pretensiones estéticas que registrar algo valioso o terrible— es lo único que se necesita para legitimar un relato como algo totalmente verídico. No importa si se aclara o no la naturaleza fictiva de las obras en cuestión. No importa si el engaño es premeditado o confeso. 

Reforzado queda esto, además, por las relaciones de idealización y sacralidad que el grueso de los públicos mantiene con todo lo reflejado en las pantallas. No olvidar que incluso en plena sociedad de la información en que estamos el simple intertítulo “basado en hechos reales” basta para mesmerizar a las audiencias.

Para delatar la levedad de los cánones, y la gran diferencia entre verdad y verosimilitud, es entonces suficiente una película que rompa los referidos pactos de lectura, salve la brecha formal entre obras dramatizadas y documentales, asumiendo desde la ficción la estética más convencional del documental de corte expositivo, reporteril, didáctico.

Lo que hacemos en la sombra (Jemaine Clement y Taika Waititi, 2014) es el sucesor paisano de uno de los falsos documentales más icónicos: La verdadera historia del cine (1995), del neozelandés Peter Jackson, quien propusiera una rescritura radical y jocosamente nacionalista de la historia del cine a partir del “descubrimiento” de un visionario local que habría hallado antes que nadie los principales planos y movimientos de cámara, la sincronización sonora y hasta la película en colores. 

Waititi y Clement se deslindan tanto del tema y el tono “serio”, como de la perspectiva “realista” concebida por Jackson para su película, como de las estrategias estéticas —talking heads de expertos y productores reconocidos, falsas cintas silentes, fotografías y documentos ilegítimos— que este manejó. 

Más emparentados estilísticamente con un importante falso documental francés precedente, Sucedió cerca de su casa (Rémy Belvaux, André Bonzel y Benoit Poelvoorde, 1992), Lo que hacemos… se propone como material resultante de un seguimiento fílmico a la cotidianidad de una pequeña comunidad de vampiros residentes en Wellington, capital de Nueva Zelanda. En una mansión oscura han confluido cuatro vampiros de diversas edades, temperamentos y orígenes, que homenajean paródicamente a los no muertos más famosos del cine.

El personaje de Vladislav el Pinchador (Jemaine Clement) remite al aspecto unívoco de Vlad Tepes el Empalador, identidad “viva” del conde Drácula, y el vetusto Petyr es directa referencia al conde Orlok de Nosferatu, el vampiro (F. W. Murnau, 1922) y al Kurt Barlow de Salem’s Lot (Tobe Hooper, 1979). El dandy Viago que encarna Taika Waititi quizás remita más genéricamente a los auges románticos de la literatura vampírica, y Deacon (Jonathan Brugh) puede ser una ligera referencia al personaje de cómic Deacon Frost, importante antagonista del cazador de vampiros Blade. La climática Mascarada Diabólica (Unholy Mascarade), evento donde se dirimen varios de los conflictos desarrollados durante toda la trama, guarda ciertas semejanzas con la también paródica El baile de los vampiros (1967), de Roman Polanksi. 

Es una orgánica, armónica e ingeniosa ligereza que rezuma un pleno goce satírico, un divertimento en puridad que reivindica al vampiro como icono de la cultura popular, pero a la vez supera muchas de las disímiles apropiaciones pop que lo han banalizado. El perenne tono sardónico y la sutil malicia que “saludablemente” proyecta el relato salvan a la película de la mera frivolidad chistosa. Los chupasangres de Wellington comparten su nocturnidad sobrenatural con hombres lobos, zombis y otros monstruos clásicos del cine de terror, toda una animada comparsa que anima y matiza las tranquilas jornadas neozelandesas.

(Texto tomado del periódico Cartelera Cine y Video no. 184)