Minari

La rueda de la fortuna

Lun, 08/16/2021

En su nueva película, Lee Isaac Chung propone una mirada dramática a la emigración coreana que abandona, en pos del sueño americano, una península completamente devastada por la guerra. No es la visión que articula el trauma del conflicto bélico entre las dos Coreas en la psicología individual, aunque la comprenda, sino el énfasis en el anclaje cuando la voluntad personal se sobrepone para sanar las heridas del despojo. De cierta forma, Minari (2020) intenta articular desde la ficción una tipología del archivo fílmico migrante, en tanto documenta un proceso de adaptación y supervivencia en un país que impone, tras el espejismo del progreso, sus altas cuotas de sacrificio.

Jacob (Steven Young), con su familia, decide probar suerte en Oklahoma como granjero después que las cosas no han ido bien en una estancia anterior. De separador de pollos aspira a tener su propio negocio como agricultor, aunque eso implique alejarse más de la ciudad, para acercarse a los servicios hospitalarios y continuar el tratamiento de su hijo menor. La oposición de Mónica (Yeri Han), su esposa, será el primer obstáculo con el que tendrá que lidiar, aun cuando en la pugna quede en riesgo la unión matrimonial. De modo que el conflicto de Minari coloca al espectador ante una encrucijada donde tendrá que decidir si son acertados los puntos de vistas que ambos protagonistas esgrimen respecto de sus modos de encarar las dificultades de la supervivencia: el primero, el progreso familiar como vía para alcanzar la estabilidad familiar; el otro, la prevalencia de la unión y el bienestar espiritual a pesar de las carencias materiales. Con dosis de ambición aparte, lo de Jacob es también demostrarse a sí mismo que, como padre de familia, puede exigirse nuevas metas que harán enorgullecerse a sus hijos y a su mujer en el futuro. 

El meollo de esta película radica en la comprensión de que estamos ante dos personajes con un antagonismo espejeado, que se torna fútil cuando se impone la voluntad del complemento; la comprensión de que no es necesario tomar partido por uno u otro, sino enlazar sus preocupaciones, muy legítimas, por cierto, más allá de toda la tirantez que obliga, por añadidura, al saneamiento moral y al restablecimiento del orden, cuando sobreviene la solución del conflicto. 

Pero en Minari esto último sucede de un modo bastante escolar, con el aliciente de no cargar la tinta demasiado en ello: a base de plantitas, cuya simbología va más allá de la indulgencia curativa para hablarnos, en tanto alegoría, de la espiritualidad y la unión familiar, amén de las deliciosas intervenciones de una abuelita que, claro está, accidentalmente —lato sensu— termina para bien por meter la pata. Aun así, el propósito anecdótico del filme no deja de sorprendernos por la esquivez con que la agudeza psicológica decae para concederle, sobre todo en su segmento final, un aura mágico-realista, in media res, que nos hace pensar en la maravilla de este minari asiático, pero en lo totalmente prescindible que puede resultar esta película.

¿Qué nos trae toda ella para que pueda ser recomendada al espectador? El tratamiento eficaz de la psicología de los personajes, el modo en que el guion enhebra el proceso de adaptación en un contexto hostil, como puede ser toda región desconocida. Sobre todo, la manera en que los personajes, aun cuando apuestan por la americanización de sus nombres, se empeñan en preservar sus hábitos identitarios como parte de la simbiosis cultural a la que se someten. Isaac Chung acierta en el diseño austero de la recreación epocal, las décadas postreras del siglo pasado, y además en la fotografía, como elemento distintivo de la película. Tenemos que no hay desperdicio en el modo de captar los matices expresivos de la gestualidad interpretativa, de ahí que la dirección de actores sea otro punto que favorece que este filme llegue a puerto seguro sin muchos contratiempos.

Lo peor de Minari es el desbalance en su pretensión de apostar por la agudeza narrativa. Entre los picos de densidad psicológica y la manera de desatar la madeja del ovillo, estilo cuento de hadas, al menos a quien esto escribe le resulta fatal. 

En mi segunda mirada a esta película sigo pensando en toda la parafernalia de bombos y platillos que le acompañó durante su estreno. Es medianamente un filme interesante, con emociones de poco volumen, y los ítems que la caracterizan, en lo específico cinematográfico, se anudan sin grandes sobresaltos estéticos, y eso me parece muy bien, pues no puede negarse que la formalidad estilística también tiene sus atractivos, pero hasta ahí la clase.

En cuanto a esa algarabía que le acompañó, junto a sus nominaciones y premios, no era para tanto.

(Tomado de Cartelera Cine y Video, nro. 189)