Fotograma del filme

A treinta años de Mujer transparente

Mié, 12/02/2020

Un proyecto liberador, partidario de la autonomía e igualdad entre el hombre y la mujer, el espectador cubano no debería apreciarlo cual teoría crítica en Lucía (Humberto Solás, 1968). El feminismo en el cine cubano venía haciendo de la suyas, como a escondidas, tal vez mucho antes de lo que la Revolución se propuso. Pero no arrancaría en esencia con la obra del maestro Solás, en la que cada una de sus protagonistas frustra sus propias iniciativas, cuando no fracasa por el machismo directo o aledaño de los hombres con los que se relacionan. 

Lucía es uno de los largometrajes más falocentristas de los relatos de la Revolución en marcha. Solás no estaba al margen. Él solo remedaría un sentir de época que el paso del tiempo ha diversificado. Véase sino la imagen fragmentaria de la mujer codiciada del entramado audiovisual contemporáneo.

La cinematografía cubana es una sucesión de proyecciones falocentristas y machistas, en la que a veces media un personaje llamativo por su talento y belleza (Rachel en La bella del Alhambra), su habilidad para mantenerse en el poder (la Rosa Soto de Papeles secundarios) y antes de ellas y por encima de otras, la heroína mambisa María Silvia, novia y luego esposa de Elpidio Valdés, símbolo épico por excelencia del imaginario nacional. 

Quizá el paso más atrevido de lo que una mujer aspira en su vida profesional sin que menosprecie un conjunto de corrientes —no siempre ideológicas—, si bien abarcadoras de la política, lo cultural y económico, la vida privada, se localiza en cinco historias con nombres de damas en Mujer transparente (1990). Proyecto original de Humberto Solás y con Orlando Rojas como director asesor, esta película puede apreciarse cual obra grupal y nivelada, si bien cada cineasta (Héctor Veitía, Mayra Segura, Mayra Vilasís, Mario Crespo, Ana Rodríguez) abordaría un asunto de manera exclusiva.

“¿Por qué siempre haré lo contrario de lo que pienso?”, se pregunta con supuesta inocencia la Isabel (Isabel Moreno) de Héctor Veitía. La voz en off es ocurrente y paradigmática, está al mismo nivel de la de Sergio de Memorias del subdesarrollo y la de David de Fresa y chocolate. “Tengo que chapistearme”; “No es mal marido, pero me trata como su mamá”; “Como me pida café lo mando al carajo”…

El par recuerdo/vejez o soledad/incertidumbre aventura no obstante un amor a distancia y platónico. Adriana (Verónica Lynn) ya imagina más de cuanto experimenta. La directora Mayra Segura ha vinculado su relato con las pujanzas y fragilidades de las utopías. ¿No vive Adriana para todos esos eventos que ella misma se figura y rebate? ¡Qué sutil diálogo entre pasado y presente, en el que este último gusta y lo dejan imponerse! La protagonista, con tino, echa en cara que vive. No le importa sus años, ni siquiera representar el transcurrir del tiempo.

Por su parte, la voz en off de Julia (Mirtha Ibarra), de Mayra Vilasís, nos dice: “El divorcio, como el mal boxeo, se gana por nocaut o por abandono. No hay nada más fatigoso que ese desgaste. Round tras round. Los gritos, las ofensas, el portazo, las venganzas que se maquinan contra el otro. Qué comedia. Los celos son siempre una excusa”. Así continúa, como si se tratara de la lectura de un manifiesto, de uno que es sobre la mujer pero le sobrepasa, pues penetra en el matrimonio, al paso que afronta conquistas y decepciones. Con “Julia” asistimos a la personalización del hombre que se va y del que llega. Es una pintura realista del flirteo y psicología nacionales.

Mario Crespo se ocupa de Zoe (Leonor Arocha) y Ana Rodríguez, de Laura (Selma Soreghi). Los guiones de la cuarta y quinta historias están escritos por Osvaldo Sánchez y Carlos Celdrán. Zoe y Laura también buscan la felicidad y tienen que tomar más de una decisión. El relato de Zoe conecta a veces con la relación de Diego y David en Fresa y chocolate. Pero en el primero el coqueteo se libera al por mayor entre la creadora y el joven dirigente de Historia del Arte (Leonardo Armas). Son personajes heterosexuales. 

En cuanto al relato de Laura, resuelto de manera circular, ensamblando épocas y cambios de actitudes mediante narración, fotos fijas, flashbacks… es al más ambicioso y vigente de los cinco. Es una obra que les toma la delantera a otros cineastas. Se atreve su directora, Ana Rodríguez, a confrontar un antes y un después de muchos que salieron hacia el exterior y de la mayoría que se quedaron acá. El reencuentro de las amigas es proyecto y pretexto para repasar las desvergüenzas de las circunstancias o tal vez sería mejor admitir, los argumentos rehechos por necesidades y búsquedas de perdón.

Háblese en Mujer transparente de infelicidades de las protagonistas por menosprecios de hombres. Sin embargo, las iniciativas por sobresalir y tomar espacios profesionales, los derechos de la persona por prevalecer por encima de marcos hogareños son las contribuciones de posturas inconformes, de que no solo algo está pasando a nivel de sociedad, sino que puede y tiene que suceder primero desde las interioridades de estas mujeres, de lo que ellas quieren y pueden ser. El “hasta aquí llego” por el cansancio y el abandono, la incomprensión o la soledad, queda burlonamente relacionado por maridos e hijos, cuando no por amantes de ocasión o la propia imagen en el espejo de ellas con el melodrama de lo que meditan y, al fin y al cabo, deciden.

(Foto: captura del filme)