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Richard Jewell, de Clint Eastwood: un estoico en la cuerda floja
Aunque Play Misty For Me (1971) marca el debut de Clint Eastwood como director de cine ―muchas de sus películas a partir de entonces serán además escritas y protagonizadas por él―, no fue hasta 1985 en que los críticos y el público comenzaron a tomarlo realmente en cuenta.
El estreno ese año de El jinete pálido no solo le permitió volver a sus incursiones histriónicas en el western, un género que lo catapultó a la fama mundial, sino también abordarlo con sentido crítico, para ocuparse de problemáticas históricas de la sociedad norteamericana desde una perspectiva genérica.
Es probable que esta película sea el punto de partida de una actitud militante cada vez más visible en realizaciones posteriores, la del compromiso social y político de su cine con su contexto.
Al margen de títulos más exitosos no inspirados en hechos reales (Unforgiven, 1992; The Bridges of Madison County, 1995; o Million Dollar Baby, 2004, por solo mencionar algunos), este otro costado en la filmografía de Eastwood, por lo regular menos atendido y no pocas veces vilipendiado, se nutre de la literatura testimonial y de una suerte de periodismo investigativo que actúan como reservorios documentales de la memoria histórica.
De esta manera, ese cine de Eastwood adquiere un ropaje cronístico en su propósito de auscultar los latidos del tejido sociopolítico norteamericano, el american-way-of-life, al deslizar una crítica más o menos aguda al sistema de valores que lo sustenta.
En su acercamiento al hecho histórico la intencionalidad autoral emprende un proceso de rescritura —un “principio constructivo”, en el sentido referido por Benjamin—, que enhebra relaciones causales. Dentro del cine bélico, por ejemplo, Flags of Our Fathers o su secuela, Cartas de Iwo Jima, ambas de 2006, desde dos miradas diametralmente opuestas de un mismo suceso confrontan el pasado, ejercen sobre él un acercamiento crítico que desnuda las posturas ambivalentes de los discursos de vencedores y vencidos.
En las tensiones que entre ambas genera el discurso de la ideología dominante, la historia oficial sobre la interpretación del pasado histórico, resulta extraordinario constatar cómo las películas motivan sentimientos encontrados en el espectador, digamos, “tensiones” en el proceso interpretativo de la Historia que conforma un discurso de la alteridad, o como lo llamara Foucault, una episteme de la contrahistoria.
Que tales lecturas posibiliten el quebrantamiento del logos hegemónico ha sido entendido por los analistas del cine de Eastwood como una pretensión “distorsionadora” de la veracidad histórica. Es por eso que películas como Heartbreak Ridge (1986) sobre la invasión norteamericana a Granada en 1983; J. Edgar (2011), un retrato del más connotado director del servicio federal estadounidense; o American Sniper (2014), biopic sobre la vida de Chris Kyle, el francotirador americano más temido en la guerra contra Irak en 2003, no tuvieran el beneplácito del Pentágono o del FBI, debido a la osadía con que el realizador californiano aderezaba, en la ficción, con matices más o menos picantes, la imagen “heroica” de los representantes de la ley y el orden.
En su observación documental del hecho histórico Eastwood como que se despoja de toda postura no militante con la veracidad. Su lectura es un constructo a contracorriente que tiende a la desmitificación del epos, al desmontaje de los grandes relatos de conquistadores y vencedores, sobre todo del american dream, sin perder de vista el prisma sociológico.
Ese valor cronístico del que hablamos al inicio revitaliza la función social de sus filmes en correspondencia con una praxis política que no busca reproducir o reforzar estereotipos sociales, ideologías de poder, con respecto a los procesos históricos del pasado. Antes bien, lo reformulan, lo confrontan, lo rescriben.
No hay nada novedoso, empero, en este propósito. En cierta filmografía de realizadores como Tarantino, Scorsese, Spielberg, los hermanos Coen y Oliver Stone, por solo mencionar algunos, desde las asimetrías temáticas, psicológicas, estéticas, etc. de sus filmes, late también esta tendencia y sería interesante una revisión analítica a ese cine plural sobre temas y críticas al status quo norteamericano que escapa a los límites de este breve artículo.
Y con todo comprender, en ese ejercicio, cómo a diferencia de ellos la obra de Eastwood, en su singular moderación, en su hechura políticamente “incorrecta”, indaga en zonas menos problemáticas de la sociedad y el individuo norteamericanos, aunque no menos desestabilizadoras y controversiales que la de sus contemporáneos. No sería un despropósito incursionar en por qué insiste el californiano, a ratos, en compartir una salida esperanzadora, ajena de todo pesimismo.
Quisiera aportar, al menos, un elemento revelador desde el análisis del más reciente filme de Eastwood, transmitido este lunes por la televisión cubana: Richard Jewell (2019), que mereciera una nominación al Óscar en el apartado de mejor actriz secundaria por la actuación de Kathy Bates como la madre del protagonista.
La película aborda los hechos sobre el atentado terrorista perpetrado por Eric Robert Rudolph al Centennial Olympic Park, durante la celebración de los Juegos Olímpicos en Atlanta, Georgia, el 27 de julio de 1996. Aunque el criminal sería atrapado varios años después, en 2003, luego de ejecutar otros atentados en varios lugares del país, lo cierto es que Richard Jewell, el guardia de seguridad que descubrió la bomba, fue el primer sospechoso que el FBI tuvo en cuenta para resolver el caso y, por lo tanto, convirtió en pocas horas la imagen del héroe en supuesto villano ante la opinión pública.
Lo más interesante de la cinta —la misma que uno de sus carteles promocionales insiste en vender como la mejor del realizador en décadas— radica en el diseño psicológico del protagonista; y en específico, en sus relaciones de subalternidad con el poder, cómo este individuo establece una estrategia de resistencia ante el socavamiento de su estabilidad emocional y moral, de los valores educacionales de justicia y del sentido del deber que le han sido inculcados por la sociedad norteamericana.
Es este un rasgo esencial, al menos, en los personajes principales de las últimas películas de Eastwood, que someten a prueba la naturaleza moral del héroe. Se trata de personajes al que su grado de “pureza” se verá sometido a los embates de un sistema que intenta desmoralizarlos y arrastrarlos a su vorágine, un sistema dominado por implacables mecanismos de corrupción, humillación y aniquilación.
Ese grado de pureza parte de la creencia en la perfectibilidad de un modelo social, político y jurídico que se erige como paradigma del mundo civilizado, y desde lo militar, como garante del orden y la estabilidad global. En American Sniper, por ejemplo, Chris Kyle cree firmemente que vive “en el mejor país del mundo” y hará todo lo posible por protegerlo. Por eso marcha convencido a la guerra en Irak y allí se convierte, en nombre de la democracia, en una maquinaria asesina que no teme cercenar la vida de niños y mujeres.
En Sully, hazaña en el Hudson (2016) el personaje de Tom Hanks confía en la posibilidad de redención del sistema judicial que lo recrimina porque, a fin de cuentas, importa menos las vidas humanas que ha salvado aún a costa de violar las normas del protocolo de seguridad en la aeronáutica civil; y en Richard Jewell su protagonista se enorgullece de los supuestos “excesos” con que ejecuta su trabajo como guardia de seguridad, ante el rector de la universidad que lo recrimina. “Creo en la ley y el orden, señor —nos dice—, no puedes tener un país sin eso”.
Y en medio de los embates, las estrategias de resistencia desplegadas por los personajes comportan una buena dosis de estoicismo, convencidos de que, para nada, la sobrepujanza de todo Mal no podrá nunca vencer al Bien. En Richard Jewell un principio jurídico condensa toda la ideología de la película: el quid pro quo y, también, la comprensión de que existen límites en la convivencia social, en las normas morales, que deben ser salvaguardadas.
Watson Bryant, el abogado ―interpretado por Sam Rockwell―, acaso con un parlamento desliza la emergencia de las tensiones que atravesarán todo el filme y, como verá el espectador, tal sentencia terminará por orientar los pasos con que, desde su estoicismo, Richard Jewell consigue magistralmente salir ileso de su odisea: “Un poco de poder puede convertir a una persona en un monstruo”.
¿Qué importa la villanía del poder mediático, policial y judicial, nos dice Eastwood, si sus personajes creen ciegamente en la fuerza de la verdad y la razón que al final, también, terminan por imponerse? La decepción de Richard Jewell asoma en una sentencia lapidaria y los agentes del FBI no pueden ocultar la amarga convicción de saberse equivocados.
Mientras, una sonrisa de Bryant, orgulloso, saborea el triunfo. Pero esa decepción de Jewell será transitoria pues, luego de tantos encontronazos, lo veremos años después convertido, ahora sí, en un garante de la ley y el orden. A fin de cuentas, ¿no es con la defensa de nuestros valores y sueños de justicia como contribuimos a la construcción de una sociedad mejor?
Bien para ese cine cuando el valor cronístico que emana de la Historia despliega, en su crítica, una dosis de moraleja social; pero muy mal cuando ese propósito se sostiene en la epidermis ―triste también reconocerlo―, con la idea para nada inteligente de sacar agua del mar con la canasta.