Rigoberto López

Razones y pasiones de Rigoberto López: Apuntes sobre su obra documentalística

Mar, 12/24/2019

No aprecio la idea del documental con el solo objetivo de cazar imágenes bellas, ni el melodramatismo que debilita los contenidos.

Rigoberto López

Cuatro años después del Primer Congreso de Educación y Cultura (1971), en el cual se presentaron ponencias como “El cine y la educación” y “Para una definición del documental”, mientras se celebraba el Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba, se exhibían en nuestras salas de cine películas como Conducta indecorosa (Michael Anderson), Mella (Enrique Pineda Barnet)… En 1975 Víctor Casaus presentó Alicia, Santiago Álvarez El primer delegado y Abril de Vietnam en el año del Gato, Jesús Díaz y Fernando Pérez Puerto Rico y Rigoberto López (1947-2019) insistía como documentalista, pues el autor de De una Vieja Habana (1968), El arroz (1969) y El puerto: Toma 1 (1970) dio a conocer en 1975 tres obras: Crímenes de guerra, Apuntes para la historia del movimiento obrero cubano y La primera intervención.

La primera intervención acaso fue la más representativa no solo de una época, sino de las conveniencias y reiteraciones creativas en la Isla. Aún hoy, impactan las imágenes rescatadas del desembarco de los estadounidenses en la Cuba de 1898 integradas al conjunto. Pero el riesgo consistía en comenzar o seguir, más que una iniciativa estética, una línea temática distante de lo habitual o lo políticamente correcto. Los propósitos didácticos en el recorrido historicista de La primera intervención, no podían ser más decisivos para las posteriores entregas de Rigoberto López.

¿Valdría valorar la documentalística del director, tanto lo que pudo ser trabajo por encargo como las realizaciones de su propia inspiración, para saber si, más allá de Granada: el despegue de un sueño (1983), Mensajero de los dioses (1989) y Yo soy del son a la salsa (1996), por ejemplo, hubo otros saldos estéticos de valía por encima del también creador de largometrajes como Roble de olor (2003) y Vuelos prohibidos (2015)? Pues claro, así sepamos de antemano que, por muchos anhelos suyos de contarnos historias de ficción y, amén de su indiscutible conocimiento musical, López era, sobre todo, un cineasta de varios registros culturales e históricos. Este detalle no carece de repercusión, habida cuenta de que realizó más de 25 documentales. No será necesario detenerse en todos, puesto que, no obstante sus diferencias, cada uno de ellos no desdice de los otros.

Este cine nuestro (1980), dirigido también el mismo año de Junto al golfo y El eslabón más fuerte, es una obra muy revisitada porque fue filmada durante el primer Festival de Cine Latinoamericano de La Habana, y ello supuso captar al mismo tiempo no solo el arranque de tan importante evento cultural, sino recoger los testimonios de numerosos realizadores e intelectuales latinoamericanos, figuras decisivas como Miguel Littín, Fernando Birri, Gerardo Sarno, José Estrada…, quienes dejaron planteados no solo sus intereses creativos sino sus posturas ideológicas. Pasados los años, es un material importantísimo por los entrevistados y las imágenes colaterales sobre el suceso cinematográfico.

En Granada: el despegue de un sueño se abordan las implicaciones socioeconómicas que supone para el país caribeño la construcción de un nuevo aeropuerto y la repercusión política y social del hecho para el gobierno estadounidense. El documental termina con imágenes de la intervención norteamericana en Granada. Con posterioridad vendrían Pero no olvides (1984), Roja es la tierra (1985) y África, círculo del infierno (1986), para llegar al tercer año más productivo de su documentalística: 1987, que es cuando presenta El viaje más largo, Breve carta de Namibia y Los hijos de Namibia.

Aun cuando el director tal vez recordara más sus materiales a propósito de Namibia, El viaje más largo, que aborda la emigración apreciada de los chinos a Cuba por cuanto aportaron a la causa independista de los mambises y al devenir sociocultural de esta nación, es un documental entrañable y bien concebido con arreglo a un asunto en apariencia exótico, pero tan pertinente en la identidad de lo cubano. Recuento histórico con aporte ficcional para recrear el pasado; fotos fijas y despliegues de interioridades reveladas y reveladoras, más la voz en off de José Antonio Rodríguez, la cual acompaña rostros envejecidos y readaptados que aportaron a este pueblo el patrocinio espiritual que constituyó (y constituye) el porcentaje asiático. ¿Cuántos dichos fueron sumados a partir de su arribo y concurrencia? ¿Qué hay de nuestro mestizaje sin aquellas catorce sociedades chinas residentes en el país? Vuelve Rigoberto López a lucirse con un guion a cuatro manos (lo secundó otra vez Leonardo Padura) donde nada sobra y el danzón tema El Dios chino, de José Urfe, no pudo ser mejor traído.

Otro detalle a destacar es que, al ser López corresponsal de guerra en Angola, expresó veracidad en cuanto grababa, sin que ello implicara la imposición de caprichos autobiográficos. Por mucho que se apasionaba por variados temas y hasta personajes, puede advertirse su subjetividad pactando con el proyecto de interés, lo que no significó que dejara de tomar partido. Sabiendo de los riesgos éticos y conceptuales, el documentalista debe ambicionar la imagen más completa del registro histórico. No obstante, la justicia, cuando no la honestidad, pretenden estar, cual añadido, en la postura defendida.

Instruir y amenizar son los fines y los principios capitales del documental. Este, como la ficción, exige selección de contenido y reacomodo del mismo mediante unas imposiciones ideoestéticas que no tienen que prefijarse por escuela alguna. A decir verdad, el canon artístico imperante de una época tiende a subordinarse a tendencias autoritarias que insisten en una tradición “ventajosa” que, en el caso de Rigoberto López, se soslayaron sobre todo en cuanto a las libertades temáticas, y máxime en la cuestión musical. Mucha razón le asiste a José Loyola Fernández cuando solicita: “El conjunto de la obra de este realizador, merece el esfuerzo fructífero del seguimiento investigativo, del regreso a escudriñar en las esencias que subyacen en otros de sus interesantes filmes, ya sean documentales o de ficción, que aguardan por el análisis profundo desde la teoría de la música con la óptica del cine”. [1]

Es una pena que, en un documental como El mensajero de los dioses, López se quede solo en enunciar o presentar una temática atractiva por su valor sociocultural que rebasa los fines exclusivamente pedagógicos. Se da un tambor y la cámara se limita a reflejar la importancia de la religión afrocubana para el pueblo cubano desde la filmación de una ceremonia religiosa. ¿Aquí basta que las imágenes enuncien todo? Ni más ni menos en una obra donde hubo citas iniciales de Miguel Barnet y Rogelio Martínez Furé.

Lo contrario sucede con una obra más sencilla en apariencia como Esta es mi alma (1988), la cual es de una importancia antropológica y una visualidad simbólica acertada. Con la música de Leo Brouwer y un guion de Leonardo Padura, José M. Riera y el propio Rigoberto López, el material sigue la línea acostumbrada de entrevista/confesión en que el protagonista —el mambí Nicolás Díaz— es registrado por una cámara que lo toma sentado de manera frontal y alterna con unos primerísimos planos para destacar la expresión fisonómica cuando rememora hechos íntimos y acontecimientos históricos. Al tener como precedentes el primer relato de Lucía (1968), Hombres de Mal Tiempo (1968) y La primera carga al machete (1969), Rigoberto López alterna lo palmario del presente con la reconstrucción de la memoria ajena en un ejercicio indiscutible de estetización histórica (recreación epocal de la Cuba finisecular de la manigua, representación de lo vivido por el héroe, elementos simbólicos como el tratamiento de esa luz a veces ambarina y, otras, de rojo crepuscular, así como también la presencia del reluciente y solitario corcel blanco y el agua caprichosa del riachuelo), donde confluyen dos subjetividades: la del veterano de la guerra y la del director. En consecuencia, la ficción atraviesa lo verdadero, más que para cuestionarlo, para enriquecerlo desde la propia evocación que siempre recurre a retoques anímicos y asociaciones con el presente, pues lo auténtico es privilegio tanto de lo que, en efecto pasó, como del ejercicio de la posmemoria, pues el (o lo) pasado puede presentar múltiples aristas desde las venturas conjeturadas. Téngase en cuenta: “No solo el presente se comporta como un narrador omnisciente que impone a la fuerza su relato, sino que el simple transcurrir del tiempo favorece la ocultación, la mitificación, la distorsión, el encubrimiento”[2]. Dígase lo que se quiera, Esta es mi alma es, con justicia, uno de los más notables documentales de Rigoberto López, que acaso anunciaba sus afanes de dirigir El Mayor.

Más que elemento de ilustración y componente imprescindible de la dramaturgia, sobresale la música en todos los documentales del cineasta. Mas, en ninguno es tan ilustrativa y comprometida como en su memorable y clásico Yo soy, del son a la salsa. El mejunje visual más el cortejo sonoro (entrevistas a músicos y a especialistas, grabaciones de ayer y hoy, conducción de Isaac Delgado…), con los pilares esenciales conformados por el excelente guion (Rigoberto López y Leonardo Padura), la fotografía (Luis García y José M. Riera) y la determinante edición de Miriam Talavera, hubiera sido suficiente para que López conformara la nómina de los principales documentalistas del patio. Loyola Fernández ha tenido a bien señalar con todas las de la ley:

Se debe destacar la coherencia morfológica de este documental, el cual reúne varios componentes que intervienen en la historia que se cuenta: la conducción del relato cinematográfico por parte de un artista en vivo, en pantalla; la continuación del relato o recitativo hablado a cargo de un narrador en off, la presentación artística de solistas y agrupaciones en pantalla ―con material de archivo o filmadas para esta película―, la entrevista a músicos famosos o especialistas relevantes y la aparición interactiva del público bailador o del espectador melómano. Algunos de estos componentes han sido utilizados por otros directores, aunque en esta obra el nivel de creatividad rebasa las fronteras de los senderos. [3]

En otro orden de asunto, llegamos a Puerto Príncipe mío (2000), el cual constituye un testimonio audiovisual muy atendible por el acercamiento crítico a una ciudad que, si bien fue, de modo patente, creativa y dinámica en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, como lo reconoce uno de los entrevistados, desde hace tiempo, por su misérrima situación, pone en entredicho hasta su propio nombre. En un poco más de cincuenta y siete minutos López adentra al espectador en la involución de una capital muy rica en toda su historia cultural, allí donde se conservan documentos fundacionales en bibliotecas importantes y se intenta vivir desconsiderando incluso los factores medioambientales tan determinantes para la preservación de todo y todos. Llama la atención la riqueza artística como las diferencias abismales en el orden político y cultural de sus habitantes. En Puerto Príncipe mío se nos muestran muchas ciudades en una. La capital deviene caligrafía tridimensional —al decir de Luis Britto García— que desmerece, por incomprensión u olvido de muchos de sus habitantes, cuanto ha sido y puede ser. En un momento se dice con sobrado juicio: “mientras el individuo no se sienta orientado por la colectividad, no se podrá hacer nada en Puerto Príncipe”.

Ahora, cuando en esta obra ya ha presentado de qué van los conflictos y preocupaciones, se vuelve a reiterar cuanto ha quedado expuesto. Aunque hay imágenes impactantes y valederas, el material se vuelve extenso, si bien no se echa a ver por el atinado cierre. López ha admitido: “El documental debe tener capacidad de síntesis, no puede permitirse la repetición de ideas, porque se estanca”. [4]

Con Figueroa (2007) se confirma cuán influyente pudiera ser la concepción y el seguimiento de una temática que se basta a sí misma. Es uno de los mejores trabajos de Rigoberto López. Aquí se sobrepasa la manera en que está concebido: confesión del protagonista más el apoyo de opiniones de conocedores de su obra fotográfica… Figueroa muestra su costado de historiador fotográfico. De manera que pudiéramos considerar la yuxtaposición de esas imágenes consecutivas (fotos fijas), las cuales conforman la obra de uno de los imprescindibles del lente en la Isla, aunque lo más significativo pudiera ser cuánto revela el entrevistado desde el punto de vista personal y profesional. Queda claro que Figueroa es exponente de otra suerte de fotografía grandiosa: la cotidiana, esa que, ceñida a lo presencial, es asistida por la visión del artista “en el lugar adecuado, en el momento adecuado”. Él escogió otro camino para mostrar a esos grupos sociales que también estaban, más que haciendo la Revolución, sintiéndola o padeciéndola. La curva de interés de cuanto nos narra el protagonista reposa sobre la diversificación de números musicales que apoyan el paso del tiempo o las diferentes épocas y contextos, así como los estados de ánimo según los distintos acontecimientos que ha experimentado el reconocido fotógrafo cubano.

Los temas recurrentes en la obra documental de Rigoberto López son la historia patria y elementos conformadores del sujeto nacional como la negritud o mejor: el mestizaje; también la música, la religión, la ciudad y el paisaje suburbano, la guerra, la insularidad y el Caribe… al proyectar, sin intermisión, lo cubano en franco diálogo con el Caribe y el mundo. A Reynaldo González le comentó: “Nunca me afilié a ninguna corriente en particular. Hay una diversidad de posibilidades. No te podría decir que haga mía una sola. La indicada la dice el propio asunto”.[5]

¿Para qué reconocerle un estilo a quien no pretendió tenerlo? En todo caso, dejó más que un nombre en documentales desiguales, aunque de una calidad innegable. Desde hace tiempo, Rigoberto López aportó un meritorio legado al universo audiovisual cubano.

Notas:

[1] José Loyola Fernández: La música en el cine documental cubano, Ediciones ICAIC, 2017.

[2] José María Herrera: “La mentira y la historia”, en Cuadernos Hispanoamericanos No 816, junio 2018, Madrid, p.52.

[3] José Loyola Fernández: ob.cit, p.

[4] Reynaldo González: “En espera de El Mayor. Conversación con Rigoberto López”, en Cine Cubano, No 205, septiembre 2018-abril 2019, La Habana, p.76.

[5] Ibídem, p. 79.

Tomado de La Jiribilla, 10 de diciembre de 2019