NOTICIA
“Porto”: el amor que sobrevive al tiempo
Con Porto (2016), su ópera prima de ficción, el brasileño Gabe Klinger, luego de su reconocido documental Double Play: James Benning and Richard Linklater (2013), relata una historia fascinante en torno al misticismo del amor que sobrevive en los recuerdos del pasado y, mientras se le evoca, nos hace pensar en la perdurabilidad de su esencia más allá de todo vestigio terrenal y mundano: su cualidad es, nos dice Klinger, de naturaleza invariablemente metafísica.
Jake (Anton Yelchin) y Mati (Lucie Lucas) son dos extranjeros que viven un idilio intenso que nace desde la espontaneidad que provoca lo casual, el encuentro místico que no se explica sino por fuerza de la ventura. En las ruinas arqueológicas, en la taberna, el bar, o en cualquier rincón de la ciudad de Oporto están las huellas de ese amor castrado que ha sobrevivido a lo largo del tiempo. Porque Jake, envejecido, no hace más que evocarlo con el romanticismo de un místico que añora revivir, volver atrás, mientras se sabe en el epígono de su vida. Pero no solo Jake, también Mati, a quien la separación no le impidió rehacer su camino como tampoco guardar, en lo más profundo de su memoria, los recuerdos del amor lejano. De esta manera, uno y otro intentan reconstruir su amor desde el repaso, entender cómo fue posible que esa fuerza telúrica emanara en ellos.
Hasta aquí, lo que propone Klinger, en verdad, no es nuevo ni sobremanera interesante, sobre todo tratándose de un filme que pretende navegar en las aguas convencionales del drama. A mi juicio, lo llamativo de esta película es el tono nostálgico que revela su hálito jarmuschiano ―no por casualidad, el productor de esta ópera prima― desde el cual el brasileño afinca su poética. También la particularidad de su hibridez estilística en la que prima la voluntad de una historia que se fractura, a fuerza de restos memorísticos, mediante el despliegue narrativo de la bifurcación de sus puntos de vista.
Los saltos temporales, las reminiscencias del pasado entremezcladas con el presente-futuro de la evocación apelan a la destreza lingüística con la que los planos dialogan en un efervescente continuum en el que lo que importa, para Klinger, parece ser la declaración abierta del contenido ideológico de la película: la inconmensurabilidad del amor que supera todo y a todos.
De ahí que la fragmentación de la historia tiende a perpetuar la idea de su recuerdo como soporte a una existencialidad que se niega al naufragio. Es preciso revivirlo armándolo, descomponiéndolo, a modo de un puzle, del cual cada pieza sobreviene de uno y otro. Es así como Jake y Mati se complementan.
Porto es una suerte de filme que se interesa bien poco en el argumento como sostén; antes bien privilegia la acrobacia estilística en la que resulta importante la concepción del plano para la marcación de los tiempos. El cuadro estático tiende a la serenidad pausada del presente, cuando no, el plano panorámico observa la intensidad de una pasión que se augura fugaz. Y en esa mezcla, los arcos temporales se tensan cuando el montaje incorpora las mudanzas de las instancias narrativas y la dirección de arte añade, también, un destello de lucidez creativa, aunque un poco cercana al kitsch melancólico.
Te digo mi nota: 4 puntos, pues Klinger despega, sin dudas, con una joyita.
Lo mejor de la película es justo esa hibridez conceptual con la que su director decide contarnos una hermosa historia de amor, respaldada por una bien sólida dirección de actores. Un condensado de nostalgia en la que no falta el jazz de fondo, como casi siempre sucede, y una notable complicidad que se consigue entre la ambientación y el romanticismo que despliega.
Lo peor: imposible atrapar el bostezo que de vez en cuando se nos escapa ante tanta sutileza romántica, edulcorada en tono menor. Los espectadores menos exigentes pasarán página, sin dudas, mientras que los del otro bando quizás no tengan mucho quehacer para recordarla.