Manuel Pérez Paredes

Polémicas del cine y la Revolución en Cuba (Parte III)

Mié, 04/28/2021

Claro, que el clima se enrarece aún más, e incluso toma otra dirección, cuando interviene el Caso Padilla, con las protestas por parte de intelectuales europeos y latinoamericanos. Se mezcla todo porque, efectivamente, se asocia el Primer Congreso de Educación y Cultura con el Caso Padilla, que, en definitiva, no debió haberse asociado. Pero coincidió en el tiempo y, probablemente, en el enfoque general. Padilla aparecería como un disidente absolutamente inesperado y gratuito.

Ahora, hemos hablado sobre la posición de otros sectores y otros grupos con respecto al ICAIC y su política. Hay quejas del ICAIC, que se transmiten de la primera generación a la segunda, en relación con una política que tiene que ver con el cine anterior a la Revolución y el cine, escaso o no, que se ha hecho por parte de quienes se fueron del país. ¿Tú qué piensas? ¿Se sintió el ICAIC internamente involucrado en esa polémica? Ahora hay quien defiende el cine del pasado. Yo, recientemente, he vuelto a ver diez o doce películas anteriores a la Revolución y te digo que cuesta trabajo… Tú puedes salvar La Virgen de la Caridad, puedes salvar los rollos de Garrido y Piñeiro, las películas de Manolo Alonso, especialmente Casta de roble, pero del resto se salvan solo secuencias o fotogramas: Rita Montaner cantando o determinado actor haciendo un papelito. Pero en general, en mi modesta opinión, es poco lo que se salva… Y estoy hablando, por supuesto, de las películas posteriores a la aparición del sonido. Claro que hay un cine silente que tiene el valor de las piezas arqueológicas del cine cubano. Pero ¿cómo ves tú esa posición con respecto al cine anterior y al de los que se fueron? ¿Te parece una posición colectiva o que suscita discrepancias entre los especialistas?

Yo puedo aceptar —como he ido aceptando otras cosas, resultado de experiencias y reflexiones en este poco más de medio siglo— que las revoluciones son vanidosas. Todas. Y creo que la nuestra no escapa a eso en el sentido del "antes" y el "después": la hora cero, el año uno...

Desde la Revolución francesa, que hasta cambió los nombres de los meses del año.

Y nosotros con las Navidades. Yo creo que eso tiene que ver con factores complejos, comprensibles históricamente. Se ha hecho una hazaña, que es la Revolución, y no se puede negar que, de alguna manera, la hazaña puede cegar en algunos aspectos, uno de los cuales puede ser la relación e interpretación de aspectos del pasado prerrevolucionario. Ahora, en relación con el cine que existía antes, ha habido entre nosotros sus diferencias de apreciación, de matices diría yo, a la hora de valorarlo. Pero el cine cubano anterior a 1959 nunca fue un punto de referencia de ninguno de los compañeros que empezamos a trabajar en el ICAIC. Buscamos fuentes de inspiración en el buen cine que se había hecho en el mundo antes de la Revolución (en Italia, en Estados Unidos, en la URSS, en Francia, en América Latina) y en la cultura cubana en general. Nunca nadie pensó en ir a ver el cine de Ramón Peón o el de Manuel Alonso considerándolos un posible punto de partida. Ni los primeros (Alfredo, Titón, Julio) ni los que fuimos llegando después, encontramos en ese cine un aliento creativo.

¿Qué puede haber faltado para que ahora haya ese intento de rescate? Bueno, se le ignoró en demasía, se debió reconocer que existió, que hubo ciertos esfuerzos que había que valorar como tales, aunque no se puedan premiar como resultados.

Pero a mí, francamente, sí me preocupó, hablando de vanidades, el predominio de esa corriente que consistía en encarar simplonamente el pasado de más de medio siglo de República, como si casi toda ella hubiese sido una gran farsa, solo salvada por acontecimientos puntuales, con su lista selecta de héroes, mártires y figuras muy destacadas. No fue buen antecedente para los que nacieron después, el hablarles del pasado despojándolo de su complejidad, presentándoles, en ocasiones, personajes y hechos de forma maniquea, sin contextualizarlos, y preguntarse peyorativamente: ¿qué república era aquella? Y tirarla al cesto. Por suerte, esto no fue absoluto y siempre hubo historiadores y figuras de nuestra cultura que enfrentaron esa corriente. Particularmente en los últimos años ha predominado un estudio y rescate muy fuerte de esos 57 años de República, y se han asumido en su riqueza de claridades y oscuridades. Pero en el caso del cine, yo siento que lo que hay que hacer es no ignorar y respetar los esfuerzos, aunque no hayan sido logrados como resultados artísticos. Sí, creo que en un primer momento hubo una tendencia a ignorar completamente todo aquello; no hubo reconocimiento de lo ya hecho.

Tábula rasa. Y en el caso de directores, principiantes en ese momento, que hicieron películas al inicio del ICAIC y luego se fueron… ¿se han vuelto a exhibir esas películas? Porque te decía que he visto, hace unos meses solamente, en ciclos de la Cinemateca, diez películas anteriores a la Revolución. Pero películas posteriores a la Revolución, de directores que se hayan ido, ¿las han puesto?

Mira, yo no puedo hablar con profundidad de este tema, a lo largo del medio siglo transcurrido, porque lo he seguido de manera muy general. En el fragor de las confrontaciones políticas e ideológicas en que hemos estado inmersos en todo este tiempo, no excluyo que se puedan recordar momentos no felices, de reacciones temperamentales o de coyuntura, a la hora y manera de recordar u olvidar. Pero considero que la política dominante en el ICAIC no ha sido negar las películas de los que se fueron en los años sesenta. Esas obras forman parte de la historia de nuestro cine y hay que reconocerlas en textos y catálogos oficiales, y exhibirlas en retrospectivas o cuando sea. Ahí hay de todo. En mi memoria destaco más la importancia de algunos documentales —los de Guillén Landrián, por ejemplo— que los trabajos de ficción de aquellos años. El tiempo ha ido situando cada uno de esos filmes en la dimensión cultural y artística que les corresponde.

Creo que los olvidos voluntarios tienden a estimular, como reacción, descubrimientos de valores que no son tales, lo que puede ayudar a entender mal esas obras, a sus autores y al contexto en que se produjeron. Ya posteriormente, de la década de los setenta hasta hoy, tenemos obras de realizadores como Sergio Giral, Rolando Díaz u Orlando Rojas —para mencionarte tres, aunque son algunos más—, que decidieron marcharse del país y que dejaron películas documentales y de ficción que han alcanzado significación superior a las de los sesenta, algunas de indiscutible valor artístico.

Hay un elemento importante, que no ha sido suficientemente estudiado, y se relaciona con la necesidad de aumentar la producción (era imposible que el ICAIC se quedara en tres o cuatro películas anuales, se quería llegar a diez), y es el momento en que Julio enuncia la idea de la "dramaturgia de lo cotidiano", que permita hacer películas más baratas, con menos tiempo de rodaje, y mantener una producción estable, lo cual beneficiaría también el desarrollo de los jóvenes directores. Pero esa fase ha sido también un poco criticada, porque se parte de los grandes paradigmas (como Memorias... o Lucía) y, de pronto, las películas de los setenta —que es el momento en que se desarrolla esa línea propuesta por Julio— no llegan a ese nivel, al menos en su conjunto. ¿Piensas que fue adecuado aplicar esta política general, es decir, promover la producción y pensar que eso redundaría en beneficio de todos, tanto en el aspecto laboral y de un lenguaje nuevo, como desde el punto de vista de la comunicación con el público? Hace un momento hablabas de cómo Memorias… no había logrado establecer un contacto con el público en el momento de su aparición, mientras que este otro tipo de películas sí podía encontrar un público más receptivo. En un momento determinado (año 1973) tú entras con una película de gran éxito como lo es El hombre de Maisinicú. ¿Me puedes ligar estos dos fenómenos: la orientación hacia la dramaturgia de lo cotidiano con tu propio interés en hacer películas como la que acabo de mencionar?

Déjame hacer un poco de recuento para conectar, a mi manera, y muy sintéticamente, dos momentos de la vida del ICAIC. Cuando comenzó la década del setenta, específicamente a principios de 1972, el personal artístico tuvo una serie de reuniones en la biblioteca del noveno piso, que fueron presididas por Julio García-Espinosa. En ellas se estuvo revisando la situación de la producción de finales de los sesenta hasta 1971. Era un momento en que el país comenzaba a dar giros importantes en su organización y economía (Cuba entraba en el CAME). Se revisaron, en términos de procesos industriales, películas como Lucía, Páginas del diario de José Martí, Una pelea cubana contra los demonios, Los días del agua (puede que olvide alguna), cuatro películas costosas y con resultados creativos diferentes. ¿Qué es lo que sucedía? Estábamos habituados a realizar películas con un presupuesto estatal "paternal": lo importante era que la película cumpliera su aspiración de cuajar artísticamente. Si luego se veía y se vendía mucho, genial; pero si era buena, no importaba que no tuviese éxito de público, porque lo determinante era el hecho artístico.

Habían existido, hasta entonces, controles y exigencias en los planes de producción y en la asignación de recursos, pero eran insuficientes; en ocasiones, tal vez, algo formales o poco rigurosos. En aquellas reuniones se introdujo esta preocupación: que había que trabajar para producir un cine más en consonancia con las posibilidades económicas que tenía Cuba, ganar conciencia del carácter industrial del cine y de la realidad económica sin abandonar, por supuesto, la permanente voluntad y rigor de alcanzar el máximo nivel artístico del que cada uno fuese capaz… Teníamos que pensar si se podrían hacer dos o tres películas con los recursos de una. Las que antes te mencioné habían sido realmente costosas para un país como el nuestro.

Poco después tenemos a realizadores como Oscar Valdés, debutando como director de largos de ficción con El extraño caso de Rachel K; Sergio Giral también realiza su primer largo, El otro Francisco; y yo, El hombre de Maisinicú. Me detengo en estas tres. Cada uno entró a partir de proyectos muy personales, no fueron encargos de la industria. En esos años, Titón filmó La última cena, película de reconstrucción histórica pero ajustada en el nivel de recursos y de costos; no fue como Una pelea cubana contra los demonios, que había sido una gran producción para nuestro cine.

Ahora paso a los años ochenta, concretamente a la etapa posterior a 1982, cuando Julio asume la presidencia del ICAIC y se produce un incremento en la cantidad de filmes que se realizan anualmente. Los directores que filmaron sus primeros largos de ficción en aquellos años (1982 a 1990) lo hicieron en otra Cuba, lo cual incide en el ICAIC; es otra atmósfera. No era la década de los sesenta. Claro está que cada realizador procesó y expresó este cambio a su manera. En mi criterio, fue una política correcta la seguida entonces por la dirección del ICAIC: respondía a otro momento y a otro período de formación, ya que se había demorado el inicio de esos compañeros como directores de largometrajes de ficción.

Todo esto forma capítulos o etapas de la vida del ICAIC, distintas concepciones y estilos personales, no antagónicas en lo esencial, que coexistieron y polemizaron en lo interno, y a la larga enriquecieron su desarrollo, sin negar desaciertos ni excesos en su aplicación. Porque, al mismo tiempo que este organismo protagonizó las polémicas nacionales que hemos recordado, fue en su interior un hervidero de discusiones dentro del personal creador. Tres figuras fundamentales fueron los generadores de los debates: Alfredo, fundador principal y cabeza dirigente del diseño estratégico, y Julio y Titón a continuación. No solo ellos; se pueden mencionar también a Humberto Solás, Santiago Álvarez, Jorge Fraga… Detrás seguimos los demás. Pero los tres primeros fueron los principales ponentes de las reflexiones y controversias. Lo que quiero decir es que entre nosotros predominó un clima de intercambio de criterios, muy valioso formativamente, y lo subrayo porque me parece clave para entender al ICAIC como ejemplo de diversidad enriquecedora de la unidad, lo cual se consiguió también porque no era una amplitud sin riberas; había un diseño de política cultural en la que se sustentaba esta diversidad, firme en sus bases y al mismo tiempo abierta a la realidad. De todas maneras, no fue fácil (nunca es fácil la vida de la diversidad y la preservación de la unidad), porque las coyunturas y las personalidades aportaron tensiones a la puesta en práctica de ese diseño y siempre hubo riesgos y momentos de fragmentación… Pero nunca el ICAIC se caracterizó por una unidad monolítica.

O por un simulacro de unidad.

Es mejor lo que acabas de decir, porque la unidad monolítica se puede justificar circunstancialmente, frente a peligros o confrontaciones extremas... Entonces la diversidad interna se sacrifica en aras de proteger lo esencial en un momento o etapa específica. Esto se comprende y se asume, pero al simulacro de unidad se llega por un proceso degenerativo de la defensa y cohesión de un proyecto, y eso sí que es fatal. Al defenderse de los peligros de la división, el pensamiento burocrático lo que hace es promover la imposición de la unidad y su representación teatral. Hay que reconocer ese simulacro en su peligrosidad. No siempre tenemos plena conciencia de lo que representa, lo que refleja como mal de fondo. Es catastrófico pensar que la unidad se pueda simular-imponer, convertir en escenografía, en autoengaño, que a la larga es suicidio o claudicación...

Claro, y es que hablamos de ciertas características que debe tener la unidad: una unidad dinámica, que nazca de la diversidad para que sea capaz de renovarse permanentemente.

Eso me parece clave. Esa es la unidad por la que vale la pena luchar. La otra "unidad" conduce a la cristalización y muerte, particularmente lamentable por el rasgo de simulación que la acompaña. "La falsa ortodoxia", para recordar una idea de Alfredo. Ese camino, a veces más corto, a veces más largo, es el que puede convertir una verdad en mentira representada; de hecho, eso es la derrota.

Creo que el ICAIC logró sobrevivir a todos los debates en que estuvo implicado porque, aunque reaccionó en ocasiones con estilo de fortaleza sitiada, no se cristalizó, no se convirtió en estatua de sal, sino que se mantuvo como un lugar donde se seguía discutiendo fuertemente, aunque en los momentos críticos lo predominante era la unidad frente a las personas o las corrientes que representaban criterios contrarios a su concepción de política cultural, que era mucho más que específicamente cinematográfica. El ICAIC, a través del cine, presentó un proyecto de sociedad, lo que se ha expresado en sus películas y en las que compraba en el extranjero para exhibir.

(Tomado del libro Por la izquierda. Dieciséis testimonios a Contrarriente. Tomo III. Selección y prólogo: Julio César Guanche y Ailynn Torres Santana. Ediciones ICAIC, 2013)