NOTICIA
Michael Haneke y la estética de la repetición
La más reciente película del austríaco Michael Haneke, Happy End, parece marcada por una sospechosa ambivalencia del sentido. Los críticos creen ver en ella cierta reiteración de temas comunes en su ya palmaria filmografía, de ahí que ese ropaje de déjà vu no disimule el “empaño”, la factura del palimpsesto a la que ha apelado su realizador porque, supuestamente, se ha quedado sin balas.
Y en esa pretensión de rescritura que intenta, desde este filme, el homenaje doble —tanto a sus obras anteriores, como a sí mismo— se escuda, además, el acto narcisista de Haneke, lobo viejo, con el pulso todavía firme a pesar de su caligrafía gastada pero nítida, sin la más breve sombra de esclerosis.
No encuentro otro modo de calificar Happy End que como un filme renvasado. Repaso, antología de su obra toda, reciclaje de escenas, ambientes y caracteres que sin el más mínimo pudor saltan de una pieza a otra con los mismos nombres, un guion técnico con una estructura similar a los anteriores y un largo etcétera pudieran ser algunos de los argumentos que a vuelapluma sostengan esa afirmación. Sin embargo, el camino del detractor estéril no me interesa, sino el de la intuición que augura, aun consciente de todo riesgo.
Y es que, en su vocación palimpséstica, el filme de Haneke no deja de ser premonitorio con su encanto de pieza mínima, bien discreta, mas lúcida, apenas contentada con la opacidad de la luz, semejante al naranja de un sol en el ocaso. Con esta cinta pareciera que resume, condensa, vuelve a atrás y replantea, rescribe su obra toda, como quien está listo para cerrar un ciclo y comenzar otro. De algún modo Happy End puede entenderse como un antojo de nostalgia.
Lo mejor de la película es su vitalidad metonímica con que debate los conflictos de la sociedad francesa contemporánea. En ese propósito es evidente que el filme aspira —y lo logra— a la universalidad, algo que, como ya seguramente habrá visto el lector, no es para nada nuevo en la filmografía de Haneke.
Toda la estrategia discursiva de sus obras se acoda en la fractalidad de su observación, a manera de método creativo, bien desde la mirada coral al seno comunitario/familiar, bien a las psicologías individuales y sus laberintos, con el propósito de enmarcar los contrapunteos en los apremios inter/intrageneracionales, sus conductas y apetencias sexuales, dinámicas familiares, aspiraciones y desempeños sociales, y de esa manera sedimentar su visión de la sociedad y el mundo.
En el vórtice familiar las dinámicas inter/intrageneracionales dibujan un escenario en crisis. El mayor problema de Anne Laurent (Isabelle Huppert) no es lidiar con las dificultades legales a raíz del accidente laboral en su empresa, después en manos de acreedores, sino llevar las riendas de una familia en la que cada uno de sus miembros, incluso ella misma, son personas disfuncionales, incapaces de reconocer las propias afecciones que les aquejan y encontrarles una salida. Estos personajes son embargados por el automatismo en la convivencia mutua, la carencia del afecto los torna incomprensibles, díscolos, arrogantes, sumisos, seres modelados, en fin, por la gelidez del ambiente familiar.
Resulta sintomático que apenas dos personajes, la adolescente Eve (Fantine Harduin) y el patriarca Georges (Jean-Louis Trintignant), sin dudas los más atractivos de la película, sean los únicos capaces de percibir el marasmo de una vida glacial, desnorteada, que se convierte en pesada carga que no están dispuestos a sobrellevar. Ambos son, justamente, los dos personajes que han cometido un tipo de violencia en el pasado y, por lo tanto, los más decididos a quebrantar el estoicismo de sus agonías.
Los móviles que conducen a la tentativa de suicidio en ambos personajes es, precisamente, la ausencia de amor. Eve le ha reprochado a su padre esa carencia y su temor a ser abandonada; Georges le confiesa a la joven que su crimen cometido en nombre del amor es un acto de justicia que tiene un coste muy alto: el de la soledad y la inercia con que se mal lleva una vida que no vale la pena. La posibilidad del suicidio como una vía de escape, para ambos, termina en un acto frustrado de rebeldía, con lo cual Haneke le otorga una pátina sobrecogedoramente irónica a la perspectiva simbólica de su filme.
Excelente: la voluntad de espejear las problemáticas socioculturales del universo autoral, otorgándole un carácter sistémico, cuya deficiencia, desde la perspectiva de Haneke, sigue siendo estructural. Entre la ironía, la gelidez, el desamparo comunicacional entre las personas, el escapismo ante una realidad que pierde sus incentivos para el ser humano, la emigración y su andamiaje de hipocresía social, racial y cultural, empalmado con la crisis económica, y otros temas, Happy End sigue la línea de los filmes anteriores del autor que potencia el distanciamiento de la mirada para captar los modos en que la alienación del carácter social tiende, a su vez, a la deshumanización del sentido con que se lleva la vida. En ese interés por el boscaje grupal o individual subyace el lustre romántico como desiderátum y epítome del sustrato ideológico de la obra.
Lo peor de la película: la vocación palimpséstica de la que hablamos —que no esconde el vaciamiento de los mismos tópicos que caracterizan su fílmica— puede entenderse como un impasse creativo que muy poco aporta. Pareciera que Happy End no consigue escapar al riesgo de los resbalones cuando prefiere la tozudez de desandar mientras más llueve sobre lo mojado.
Y, por supuesto, el plano sucio: el asomo de Claire, la misteriosa amante del cirujano, remedo de la profesora pianista en la película homónima de Haneke, en cuanto chatea con Thomas. Pienso que era innecesario mostrarla, sobre todo tratándose de un personaje que nada incorporaba al relato, además del evidente cameo del realizador a su propia obra a través de la sordidez de los mensajes que intercambia con Thomas. Al ponerle un rostro, por lo demás, mudo, el austríaco termina por estropearlo todo.
Te digo mi nota: un 4 está bien para la discreta luminosidad de su registro.
No dejo de pensar, entrando a un terreno más especulativo, que esta película le viene bien a Haneke para cerrar con broche de oro toda su filmografía, si fuera el caso de jubilarse de una buena vez. Ojalá y no sea, pero sería la pieza perfecta para la ocasión, sin quitar ni poner, como anticipo de un final que todavía no anuncia y probablemente tampoco haga.
En Happy End, por una extraña sensación que experimento, cómo no ver la mano del austríaco que se agita en un posible adiós.