Los muertos

Los vivos no quieren vivir

Vie, 11/13/2020

A la densidad existencial de Solo los amantes sobreviven (2013), su entonces inesperada incursión en los mitos vampíricos, Jim Jarmusch clama también para sí, con su reciente Los muertos no mueren (2019), los predios de los antípodas contemporáneos de los hematófagos: más conocidos como zombis o muertos vivientes. Y para remarcar el gran contraste cultural entre los románticos, intelectuales y solitarios vampiros —a los que dedicó una historia trágica, de sustrato tan grandilocuente como que los protagonistas son los mismísimos Adán y Eva— con los posmodernos y descerebrados “caminantes”, se decanta por la comedia; aunque sea una comedia melancólica, y la historia transcurra cual susurro de un cataclismo cósmico.

Desde la coherencia con su propia filmografía, pletórica de personajes y situaciones mínimas, Jarmusch establece un orgánico diálogo con la cinta fundadora del cine de zombis contemporáneo: La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968), en cuanto a la ubicación del relato en una comunidad rural, insignificante, que permite profundizar en el diseño de los caracteres involucrados. Pero, sobre todo, le permite oponer simbólicamente la volición individual de los “vivos” a la difusa turba de “no muertos” que avanza contra ellos, guiada solo por impulsos muy básicos. Toda una reflexión sobre la sociedad y el ser-masa consumidor que siempre ha latido, más o menos conscientemente, en todas las cintas del que ya puede considerarse con creces como género cinematográfico por derecho propio, a la saga del wéstern.

Sin tapujos, Jarmusch toma prestado del muy satírico Romero de El amanecer de los muertos (1978) —la más ambiciosa y “psociológica” secuela de La noche…— los zombis que replican caricaturesca y tautológicamente sus impulsos más arraigados: unos intentan conectarse a la WiFi, otros tratan de jugar béisbol, otros piden café obsesivamente. A la vez, la cinta de marras toma su título de una olvidada película B de 1975 dirigida por Curtis Harrington, quien buscó mixturar el cine negro con los muertos vivientes en bizarra alquimia que puede ser la delicia de cinéfilos cerebrales como los realizadores cubanos Jorge Molina y Rafael Ramírez. Aunque la relación con este precedente apenas va más allá del sardónico título, el protagonismo de los aturdidos policías que interpretan Bill Murray y Adam Driver puede ser una lejana resonancia.

Ahora, Jarmusch satiriza a la sátira que a la larga yace en la médula de este género, y revierte su mensaje de resiliencia apocalíptica. Contrario a la dramaturgia básica, donde un grupo se alía contra la avalancha zombi para resistir y sobrevivir, como últimos paladines inconscientes de la civilización que busca prevalecer a toda costa (más viva mientras más desesperada), Los muertos no mueren propone una antiepopeya total, donde los personajes van abrazando la muerte de a poco, casi con el plácido estoicismo sin ambiciones con el que han existido hasta el momento diegético en que les toca morir.

Sus acciones de resistencia apenas resultan meros formalismos acometidos más por automática y desganada proclamación de su condición de seres vivos, que por un verdadero imperativo de sobrevivir a toda costa. Son seres agotados, sin cuerda, rutinarios, estancados. El distanciamiento extremado que Jarmusch diseña y consigue para estos personajes los convierte en sombras lejanas, en grisuras misantrópicas ante los cuales los muertos vivientes bebedores de café y alcohólicos que interpretan respectivamente amigos del director como el músico Iggi Pop, o iconos del cine de terror como Carol Kane —protagonista de la cinta de culto Cuando llama un extraño (Fred Walton, 1979)—, son pintorescos y divertidos fantoches. Desperdigados como electrones neutros y huérfanos. Heraldos apocados de una civilización cansada y aturdida. Más inercial que dialéctica. Su fin llega con calma, con un leve sobresalto.

También contrario a la mitología más extendida, sus cerebros no son dignos de ser engullidos por los zombis. Los mordisquean solo lo suficiente para sumarlos a la horda automática, al colectivo diluido al que ilumina una Luna diabólica y que habita una Tierra salida de su eje para siempre. Ah, y también aparece un extraterrestre samurái.

(Tomado de Cartelera Cine y Video, no. 180)