Cartel de La primera carga al machete

La primera carga al machete

Mié, 01/01/2020

Manuel Octavio Gómez (La Habana, 1934-1988) es uno de los directores clave en la historia del cine cubano. Cursó estudios de periodismo y seminarios de dramaturgia, dirección de actores y otras materias relacionadas con el teatro y el cine y dos años de sociología en la Universidad de La Habana. Su formación cinematográfica procede de los cineclubes, además del ejercicio de la crítica en secciones fijas de dos diarios capitalinos y en revistas en las que publicó algunos cuentos y artículos sobre radio y televisión.

En 1959, Manuel Octavio es uno de los integrantes de la sección fílmica de la Dirección de Cultura del Ejército Rebelde como asistente de dirección en Esta tierra nuestra, de Tomás Gutiérrez Alea, y La vivienda, de Julio García-Espinosa, los dos primeros documentales producidos después del triunfo de la Revolución. Es miembro del grupo fundador del ICAIC y es asistente de Gutiérrez Alea en Historias de la Revolución (1960).

Desde el inicio, la obra de Manuel Octavio Gómez se caracteriza por la variedad temática y estilística, las búsquedas formales y su comprensión dialéctica de la cultura popular, que el cineasta atribuyera a su gusto por la sociología. Sus primeros documentales didácticos y descriptivos (El agua, Cooperativas agrícolas…) no anticipaban que ya en 1962 aportaría Historia de una batalla, una pieza mayor del reportaje acerca de la campaña de alfabetización. Le siguió otro rico testimonio, Cuentos del Alhambra, en el que veteranas figuras narran sus experiencias en una atmósfera de nostálgica evocación.

Su filmografía de ficción abarca un mediometraje (El encuentro) y una decena de largometrajes, unos basados en adaptaciones de obras teatrales (Tulipa, Patakín) o literarias (La tierra y el cielo, El señor presidente, Gallego), cuyos resultados distan enormemente de aquellos en que reelabora la historia con una irrefrenable imaginación, entera libertad y originalidad: La primera carga al machete (1969) y Los días del agua (1971), dos genuinos clásicos del cine latinoamericano.

La plena madurez alcanzada en ambos títulos y el progresivo declive en su trayectoria posterior tornan capital el aporte del inquieto fotógrafo Jorge Herrera (1930-1981) para imprimirle al primero una pátina de documento antiguo, que lo tornó estéticamente polémico, pero indiscutiblemente audaz en el orden creativo y, al segundo, un no menos osado tratamiento expresivo del color que alguien definió como “delirio glauberiano”. Al nivel de logros de algunas de sus películas (Tulipa, Los días del agua) contribuyó decisivamente el vigor interpretativo de su esposa, musa y actriz fetiche, Idalia Anreus (1932-1998).

 “Siempre quise tratar un hecho histórico como visto por alguien de la época, desde dentro, para dar ese hecho de manera tan viva como las actualidades modernas. Luego se decidió hacer un largometraje sobre los cien años de lucha del pueblo cubano, y en particular sobre el año 1868. El argumento de La primera carga al machete me atrajo enseguida por la idea central del filme: seguir la transformación del “machete” de instrumento de trabajo en arma temible y de los personajes implicados, Máximo Gómez y sus adversarios españoles: Lersundi y Quirós”.

En estas declaraciones del cineasta para Jean Bourdon en Combat, hallamos la génesis de un filme indescriptible, sobre cuya gestación añadió: “Dimos a los actores una documentación enorme para que se impregnaran de lo que realmente había ocurrido, pero les hemos pedido improvisar algunos diálogos para conservar ese carácter de espontaneidad y de naturalidad. También por lo mismo les pedimos no tener en cuenta a la cámara, como se hace en un filme normal, sino de manera que tuviesen ante sí un fotógrafo de la época y que podían mirar hacia el lente”.

El primer impacto de La primera carga al machete es suscitar la impresión de que, veintisiete años antes de que los hermanos Lumière realizaran la primera exhibición pública del Cinematógrafo en París, ya el cine había sido inventado. Esta fue la premisa asumida por Manuel Octavio Gómez en la concepción de su película: imaginar que en 1868, en plena guerra de independencia de los cubanos contra la dominación española en la Isla, un reportero, cámara al hombro se dedicara a registrar el torbellino de acontecimientos históricos que culminaran en el fragor del combate machete en mano.

Es preciso mencionar en primer término el aporte capital de la fotografía de Herrera. Ya en algunas secuencias del primer cuento de Lucía (1968), de Humberto Solás, este inquieto fotógrafo había experimentado filmar con negativo óptico, lo cual producía imágenes con un alto contraste, con blancos y negros muy definidos, carentes de matices intermedios y de grises. Esto implicó no pocos riesgos porque hubo planos de Lucía sacrificados en la edición. Pero con su perenne testarudez y audacia el fotógrafo entusiasmó a Manuel Octavio con la idea de proseguir sus experimentos formales a tono con el propósito rector de imitar vetustas imágenes de archivo y el resultado fue notable en La primera carga al machete, solo que el proceso fue acometido en el laboratorio.

Diestro en el uso de la cámara en mano como pocos, Jorge Herrera circula entre los personajes de la película como uno más que graba tanto las discusiones en plena Plaza de la Catedral como las aguerridas estrategias de los mambises para no perderse detalle alguno. Como apuntaría un crítico a propósito del rigor asombroso que se respira, el cineasta “sabe conservar la dimensión humana y política de los personajes, y lleva su honestidad hasta los límites de una neutralidad histórica que respeta posturas y opiniones encontradas. Así, los españoles plantean sus puntos de vista con la misma verdad con que lo hacen los generales cubanos de la independencia”.

El espectador, por momentos, siente la sensación de que no se encuentra ante un filme de ficción de tema histórico, sino que, arrastrado por la delirante puesta en escena, se adentra en aquella atmósfera para vivir la historia como un testigo presencial. Contempla los hechos reconstruidos mediante modernas técnicas como el cine-encuesta, free-cinema, sonido directo… en el momento en que ocurrieron, como si se tratara del reportaje para un noticiero. La propia sinopsis para la distribución internacional del filme anticipa: “Lo que se hubiera logrado en aquella época, de tener cámaras y grabadoras, eso es La primera carga al machete (…) se ofrece una realidad, una época, unas circunstancias lejanas en el tiempo, pero próximas en su concepción”.

La repercusión internacional del filme —estrenado el 4 de abril de 1969 en La Habana— fue extraordinaria, sobre todo en su exhibición en el Festival Internacional de Cine de Venecia, donde fue unánimemente aclamado, por encima incluso de Porcile, de Pasolini. Solo que ese año el certamen no entregó premios y todos los filmes seleccionados recibieron una Medalla de Oro por su alta calidad; sin embargo, la crítica cinematográfica española acreditada decidió otorgar a La primera carga al machete el Premio Luis Buñuel, al que sumaría luego el galardón del jurado en el Festival de Lovaina, Bélgica.

Louis Chauvet en Le Figaro, escribió: “La verdadera belleza del filme estriba en ese acuerdo constante de entusiasmo o de creencia activa, entre los personajes que parecen vivir motines, sublevaciones, combates, y la fiebre colaboradora del camarógrafo, convertido él mismo en parte de la acción”. No obstante la brillantez alcanzada, no pocos críticos señalaron que la opción por una fotografía quemada como obsesivo recurso permanente de la puesta en escena —y no haberlo reservado solo para la carga final al machete— junto con la excesiva movilidad de la cámara, llegan a crear un aturdimiento visual en el espectador. La frescura permanece junto a esa insólita modernidad por su deliberada desdramatización, como subrayó Marcel Martin en 1970: “Este rechazo al naturalismo no es ni un facilismo, ni una traición: es la fuente misma de la belleza y la nobleza de esta obra excepcional. Este himno a la vida y a la muerte toma de este modo la dimensión grandiosa de un fresco heroico y sangrante en que la pujanza lírica y épica es bien digna de los hechos que exalta”.