La verdad

Hirokazu Kore-eda se pasea suavemente por Sunset Boulevard

Mar, 12/29/2020

Después de ganar la Palma de Oro en Cannes 2018 con Un asunto de familia (Manbiki Kazoku) —más conocida por su título en ingles Shoplifters—, Hirokazu Kore-eda dirige su primera película fuera de Japón: La verdad (La Vérité, 2019). Le toca trabajar con dos icónicas actrices francesas, Katherine Deneuve y Juliette Binoche, lo cual presupuso para el intimista realizador el reto y el riesgo de que la cinta se convirtiera en una mera vitrina para el lucimiento esplendente de las actrices. Y que al final todo se tratara de la Deneuve vs la Binoche, y no una historia de amor entre una madre (Fabienne Dangeville) y una hija (Lumir), un relato sobre los enmarañados laberintos del cariño filial, una suave pero contundente fábula sobre el perdón, la aceptación y las jerarquías del cariño.

Kore-eda consigue convertir a las grandes actrices en los sólidos personajes que son Fabienne y Lumir, y aun así permitirse gozosos guiños a la carrera histriónica de la protagonista de Repulsión (Roman Polanski, 1965) y Belle de jour (Luis Buñuel, 1967), entrelazando orgánicamente a lo largo del relato un delicado homenaje a la Deneuve. Todo a fuerza de engarzar a todos los miembros del elenco —donde también se incluyen el estadounidense Ethan Hawke y los franceses Alain Libolt y Ludivine Sagnier— en un registro naturalista, expedito, calmo, sin atisbos de histeria o exabruptos melodramáticos que terminaran convirtiendo los recónditos conflictos familiares dirimidos entre las protagonistas en una alharaca expansiva al estilo de Frances (Graeme Clifford, 1982), Postales desde el abismo (Mike Nichols, 1990) o August: Osage County (George Wells, 2013), tributarias directas del “método” del Actor’s Studio, repletas de divas en expansión catártica y alones de pelo.

La verdad, en verdad, no va de arrebatos, de impugnaciones violentas, de recriminaciones, ajustes de cuentas tormentosos y torrentes de lágrimas, aunque la historia se centre en las divergencias y cuentas pendientes de una madre abrumadora y una hija relegada. Pero todo sucede en una dimensión de serenidad y sosiego, de equilibrio y placidez, se puede decir de amor. En esta esfera ecuánime se precipitan y resuelven los conflictos, se resumen y resetean vidas, se reacomodan relaciones. Ninguna acción y actitud parece ser más importante que la tranquilidad cósmica que colma todo y sublima todo. Así son las películas de Kore-eda. Y esta no lo es menos.

Fabienne es una gran diva del cine francés (como la propia Katherine) que ha subordinado todo en su vida a su carrera, a sus múltiples y eternizados desdoblamientos en heroínas, brujas, doncellas, viudas y villanas. Como la Norma Desmond (Gloria Swanson) de Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950) la vejez la asedia. Cuenta además con un fidelísimo manager (Luc, interpretado por Libolt) que con sus sobrios aires de alertas obediencia y defensa, recuerda al mayordomo-director Max von Mayerling (Erich von Stroheim) de la cinta de Wilder, siempre listo para cubrir las espaldas de la diva y facilitar toda su vida.

Como la Desmond, a la despectiva y soberbia, pero a la vez admirablemente encantadora e ingenua Dangeville de Kore-eda, le viene arriba la vida real, de la que ha huido toda su existencia. Las jerarquías se le tuercen y desdibujan. Los afectos y lealtades sacrificados en el altar de la actuación cobran peaje en su camino hacia la tranquila vejez. Escribe unas memorias donde se construye a sí misma como un personaje. Hasta explica en algún momento que es una actriz y por eso no tiene que decir la verdad. Pues para ella la verdad es algo guionizable, cambiable, reescribible, donde se escogen las escenas y parlamentos que contribuyan significativamente a la trama prediseñada.

El libro es el detonante de la rebelión de la vida contra ella. Convoca a su hija, a su exmarido, a su manager, a su gran amiga muerta —gran actriz como ella, a la que unían cariños de una índole muy estrecha, apenas insinuada, sugerida—, fantasmas todos, sombras que la han circundado y orbitado como lunas secundarias, y que ahora le exigen cuentas.

La Deneuve encarna a la Dangeville con una petulancia casi infantil, a la vez que carismática, imposible de despreciar u odiar a pesar del rosario de pecados que se le imputan. Es una antiheroína seductora, voluble, orgullosa, testaruda, intransigente, delicada y frágil. La Binoche encarna a su Lumir como una hija segregada pero amante de su madre, a la que está atada por un indeleble cordón de plata que trasciende océanos de por medio (vive en los Estados Unidos), necesitada de amor y aprobación. Es otra clase de niña, que padece a una madre adolescente, aún más “inmadura” que ella. Una madre que se considera princesa y todo se lo debe a su reino de celuloide, de leyenda y sueño. La película va del despertar de la princesa.

(Tomado de Cartelera Cine y Video, no. 181)