Happy end (Haneke)

Haneke por Haneke

Lun, 06/08/2020

El cine de Michael Haneke permanece como uno de los más controvertidos (y singulares) del horizonte fílmico contemporáneo. Y lo continúa siendo gracias a la consistencia de su personal manejo del lenguaje cinematográfico, el cual nos ha legado un conjunto de obras en las que destaca la inteligencia de las estructuras narrativas, la densidad del espacio dramático en que sumerge a los personajes, la potencia estética subyacente al plano expresivo; y, sobre todo, el enigma que inviste el enunciado, de una productividad discursiva que no deja indiferente a nadie.

Las películas de Haneke suelen portar una cualidad que le es intrínseca solo al verdadero arte: consiguen estremecer nuestra imagen del mundo, la forma en que se presenta, la apariencia de su aparecer. Sus filmes fermentan las expectativas del espectador, cualesquiera que estas sean, puesto que procuran tensar el fondo existencial y la representación de la vida que proponen. Ninguna de las obras del director austriaco entrega respuestas o soluciones; al contrario, despliegan constantemente cuestionamientos, problematizaciones, interrogantes. Se adentran en la existencia para explorar zonas, perfiles, pequeños resquicios capaces de ejemplificar la complejidad del mundo. Y desde luego, lo anterior viene aparejado a, emana de, una sólida elaboración autoral. La proteica personalidad creativa de Haneke tiene sus obsesiones, a las que continuamente vuelve para introducir nuevas perspectivas, aristas diferentes, otros puntos de vista, ángulos imprevistos... Happy End (2017) —la más reciente propuesta— es consecuencia directa de ese núcleo que estructura su imaginario.

Desde su estreno en el Festival de Cannes, Happy End ha generado los más disímiles criterios. Buena parte de la crítica considera vacua la película; la describen como un recipiente donde el realizador volcó sus temas habituales, lo cual hace del filme una pieza regresiva, en la que Haneke no hace más que revisarse a sí mismo. Ahora bien: ¿cómo puede sorprender este pastiche o antología personal de Haneke, un creador que volvió a filmar, 10 años después, un remake de su propia película Funny Games (1997), en el que prácticamente reproduce al detalle la concepción estructural y expresiva de la original? Luego: aun cuando ciertamente deviene una suerte de reciclaje del imaginario cinematográfico del director, una operación de Haneke al interior de sí mismo, la cinta está resuelta —en mi opinión— en un audaz y agudo andamiaje estético que evidencia la capacidad del cineasta para orquestar su estilo inconfundible.

Happy End registra momentos de la cotidianidad de una familia burguesa residente en Calais, Francia; se adentra en la vida de sus integrantes para remover sus conflictos, angustias, contradicciones, sus máscaras… El retrato, bosquejado en una dramaturgia acumulativa que de continuo penetra más hondo en los laberintos existenciales y sociales de estos individuos, está permeado de la acritud, la mordacidad, la violencia emocional y física, la crueldad y la ironía que son características constantes en el cine del autor, aspectos de lo humano a los que le interesa volver. De este modo, nos enfrentamos a la descomposición axiológica de la vida burguesa. La cínica mirada que se tiende sobre el cosmos íntimo de los Laurent saca a la luz el insondable abismo comunicativo que experimentan entre sí sus miembros, el cúmulo de egoísmos que los identifica, sus carencias afectivas, las colisiones generacionales que viven…

Establecido lo anterior como centro, se dan cita aquí, como apuntaba antes, muchas otras de las aristas que han ocupado el trabajo del director, inscritas orgánicamente en la historia: en ese trozo de vida que nos es presentado, podemos apreciar la tecnología como mediador de las relaciones personales y sus efectos en los modos de vida (El video de Benny), los desenfrenos y perversiones de la adolescencia (La cinta blanca), los ecos sociales del racismo europeo actual (Código desconocido), el drama psicológico y las insatisfacciones individuales (La pianista), los traumas generados por los sentimientos y la identidad (Caché), entre otras expresiones puntuales de estas mismas inquietudes. Implementando las estrategias brechtianas de siempre, con el ánimo experimentador que imprime a sus narraciones, el cineasta ofrece aquí otra inquietante película, donde la confluencia de las aristas que han engrosado su imaginario no entorpece el diseño caracterológico de los personajes, el equilibrio dramático del “mundo posible”, la perspicacia de la realización, el alcance y el vigor del discurso...

Quizás no sea esta la mejor obra de Haneke. En efecto, no consigue la singularidad ni de Caché, ni de Amor, ni de La pianista. Pero es una muestra más de su astucia creativa y del rigor con que escribe y confecciona sus películas.

(Tomado de Cartelera Cine y Video, nro. 175)