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Emma: la mirada sobria, el gesto fútil
Leídas hoy, con el interés que despierta siempre toda lectura de los clásicos, las novelas de Jane Austen no pierden el atractivo de antaño a pesar de su comedida ligereza. Asentadas en la tradición romántica, aunque con una perspectiva que introducía la mirada realista, sus novelas estaban en función de un público masivo al que intentaba aleccionar respecto a las costumbres morales y los desempeños sociales en la Inglaterra de inicios del periodo decimonónico.
Los conflictos narrativos de las historias atendían a la preservación del canon moral asignado a la mujer de la época, aunque en ese propósito las problemáticas abordadas apostaban por un discreto viraje de la visión ecuménica sobre el tema, al menos en lo concerniente a su crecimiento espiritual en la sociedad.
El matrimonio como finalidad para lograr sus aspiraciones morales y económicas es el credo que orienta a las heroínas en las principales novelas de Jane Austen. Casi siempre motivadas por el impulso de las madres de familia, aquejadas por la precariedad y la ausencia de una figura masculina que las sostuviera. Los accidentes dramáticos giran en torno a esas peripecias, al resaltar motivos que llevan a desastrosas elecciones, previas al encuentro del amor más idóneo, en el que las ganancias se derivan de las malas conductas enmendadas, los sentimientos reprobados que se suprimen, el fortalecimiento de las alianzas de amistad y los lazos familiares, la observación, en síntesis, de las señales que aleccionan en la vida para un final feliz.
Por supuesto, no todo es rosa en la narrativa de Austen, pues si algo de atractivo aún conserva es esa peculiar ironía, que tiende a situaciones de humor con que la inglesa incursionaba en el mapa social y deja sus moralejas al lector de su época. Sentimiento y sensibilidad (1811), Orgullo y prejuicio (1813) y sobre todo Emma (1815) son consideradas sus obras más importantes.
En el caso de la última, esta resalta por la novedad de introducir un personaje femenino que difería de los modelos ficcionales de sus novelas anteriores, visiblemente carente de las problemáticas económicas y sin propósitos declarados de aspirar al matrimonio. Paradójicamente, sin ser la mejor de sus obras, es esta novela la más adaptada a los formatos conocidos en la actualidad.
Llevada al teatro musical, la televisión y especialmente al cine, Emma tuvo un momento feliz con Ni idea (Clueless), la adaptación moderna de Amy Heckerling en 1995. Un año más tarde, aunque menos sonada, la versión de Douglas McGrath, protagonizada por Gwyneth Paltrow, emprendió un camino más fidedigno al texto literario. En 2005 el británico Joe Wright se inspiró en otra novela no menos importante de Austen, Orgullo y prejuicio, para lograr una de las películas más exitosas en su carrera como realizador.
Estrenada en el circuito mundial a inicios de este año y recientemente por la televisión cubana, la versión de Autumn de Wilde, fotógrafa norteamericana que recién se inicia como directora de cine, se añade a esta lista de adaptaciones de Emma y, hasta donde vi, el filme ha sido validado con comentarios muy positivos por parte de la crítica especializada.
Todo esto me parece muy bien. Porque si algo debemos festejar de esta película es el interés de su realizadora en revisitar un clásico de la literatura universal como creo que, siempre sea posible, cada generación de cineastas debe hacer, al menos una vez en su carrera; sobre todo si ese propósito entraña mucho más que una pretensión de lectura acomodada en el texto y desafía las tentaciones del aprendizaje horizontal en aras de una reactualización más provechosa y arriesgada, mucho menos dúctil, sin que ello signifique una ruptura con el sentido ideoestético del original.
Pero no es el caso.
Es lógico que cada realizador tiene a bien emprender el camino que estime adecuado y le sea más factible, según sus inquietudes artísticas, respecto a los modos-variantes de enfrentar las transposiciones del texto literario al cine. No obstante, quien esto escribe es soberano también en sus juicios de valor, máxime cuando la finalidad acaso ociosa evita enhebrar diálogos hospitalarios con la obra y su contexto epocal.
En realidad, si en algo debo concordar respecto a los valores de esta película es precisamente la impecabilidad a la que aspira su registro narrativo y visual, armonioso, seductor, como el rostro de una virgen colegiala que desea exponer todo su talento y belleza ante un auditorio. Y así, tímida, inocente, tal vez amedrentada pero segura de sus pasos ante la muchedumbre, la criatura se anima, despliega su repertorio en su pulcritud un tanto anodina con la esperanza de arrancar aplausos. En verdad, Emma película parece ser el rostro de Autumn de Wilde.
El guion de Eleanor Catton se las arregla para condensar, en la fidelidad más previsible, todo el original literario y contarnos la historia de una psicología femenina que aprende de sus propios errores para lograr la maduración y sus aspiraciones personales. En realidad, Emma Woodhouse aspira a bien poco. En sus comodidades económicas sobrelleva una vida de futilidades mientras se entrega al bienestar común de sus amigas, fungiendo como casamentera y enmendadora de la felicidad de quienes le rodean.
Suerte de hada madrina para su amiga Harriet (Mia Goth), a veces pugilista en las conversaciones con su cuñado y futuro marido Knightley (Johnny Flynn), quien desaprueba la altisonancia de sus juicios sobre los contratos matrimoniales y la validez de los roles de género en una sociedad machista, Emma asoma como una perfecta muñequita de biscuit que también tiene sus manchas y necesita autoconvencerse de que, rodeada de tantas poquedades, sobrelleva una vida en verdad muy vacía. Precisa ser más tolerante con Mrs. Bates, reconocer que hay también virtudes en los otros con aptitudes más convincentes que las de ella y, sobre todo, percatarse de que el tipo que está a su lado no es un hombre invisible sino el que la ama.
El convivio de clases sociales con sus diferencias económicas, el alpinismo social y la doble moral que determinan las pertinencias matrimoniales y, especialmente, el desempeño de la mujer en los espacios domésticos en la Inglaterra rural durante el período de la Regencia se integran a la estructura narrativa del guion como ornamento más que como debate. Porque toda la narración, en su propósito de jurar la lealtad más completa al espíritu de la Austen, no deja de lado la finalidad didáctica, en su más epidérmica creatividad, olvidando que los otrora giros dramáticos para salpimentar una comedia de enredos y situaciones sirvieron como atractivos para los lectores del folletín, pero no para un espectador del siglo xxi. Al menos, a mí no me funcionan.
Deficiente: el traslado del sesgo irónico de la obra literaria en el tratamiento de la moral y las costumbres epocales, incluso la nota humorística que se pretendía para clasificar esta película dentro del género. Más aun tratándose de la novela que menos potencia esos recursos en la trayectoria narrativa de la inglesa, si se comparan con Sentido y sensibilidad u Orgullo y prejuicio, ambas airosas en esos rubros. Por lo tanto, era preciso realizar algunos ajustes en el guion de Eleanor Catton para su puesta en escena.
En verdad, no puede negarse que hay un propósito de hacerlo, pero todo se circunscribe a algunos parlamentos de la Barbie decimonónica a su futuro prometido, o a su desafortunado comentario a Mrs. Bates en el picnic celebrado en Box Hill. ¿Cómo no notar que, tronados hoy, simulan latigazos que no duelen?
Por otra parte, no sé lo que pensará el lector, pero las frecuentes coreografías gestuales para crear situaciones de risa en la película me resultan bastante forzadas. Digamos que es culpa de mi sentido del humor, que en este lado del Atlántico y más cercano al trópico resulta mundano comparado con el inglés, al parecer muy refinado. De cualquier forma, me va muy mal.
Decorosa: la dirección de actores. Anya Taylor-Jay en el protagónico está muy bien, pero su química con Johnny Flynn no me conmueve en lo más mínimo. Gemma Whelan, Mia Goth, Josh O’Connor, Tanya Reynolds y Myra MacFadyen ingresan organicidad a sus desempeños histriónicos, aunque en el caso de O’Connor, como el vicario Bolton, tiene algunos momentos de desentono. No así la MacFadyen, lo mejor del elenco, impecable en su ropaje de Mrs. Bates, un personaje sin dudas muy atractivo.
Notable: el registro visual de la puesta, con una caracterización excelente del contexto rural inglés de la época. En ese aspecto la dirección de arte no escatima en hacer uso de una magistral ambientación, con el colorido que le aporta a la cinematografía en su conjunto. La concepción del plano es correcta y no en balde demuestra la calidad y la experiencia de su realizadora en este rubro, dicen, que bastante buena.
Pero no dejo de advertir que hay, incluso, un empleo bastante didáctico de los planos, como si el afán de ser lo más correcta posible, sin salirse de un muestrario conservador, prevalezca todo lo que pueda en la edición y el montaje. Sin cargar la tinta en eso, vamos a decir que De Wilde se ha tomado un baño de cautela y ha querido, sin altisonancias, llegar a la meta con decoro.
Te digo mi nota: un tres, en la escala de cinco. No voy aguarle la fiesta al lector si le va bien que algunas de sus novelas preferidas sean llevadas a la pantalla grande con un grado más o menos de satisfacción y fidelidad posibles.
Pero quedo con el pie atrás cuando, ante tanta insistencia en adaptar un clásico como la Austen y esta obra en particular, los riesgos de la elementalidad más pedestre, de la representación más lironda posponen la visión que enriquece y renueva las posibilidades de relecturas para una inspiración mejor.