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La naranja mecánica

Definitivamente, han pasado cincuenta años

Mar, 06/29/2021

Casi todo el cine del maestro Stanley Kubrick (1928-1999) revela su amor por la literatura. Se diría que, mientras iba leyendo una novela determinada, las escenas y secuencias de la posible adaptación fílmica ya rondaban en su cabeza. Pero desde antes imaginaba su propio guion, pues Kubrick —admitámoslo— era meticuloso y majadero a la hora de seleccionar lo que quería en rigor del relato ajeno. Lo hacía suyo contra viento y marea. 

Fue siempre un gran adaptador y, como no es lo que se espera, sorprendería haciendo mejores películas que los referentes de los que tomaba: Barry Lyndon (1975), de William Makepeace Thackeray, y El resplandor (1980), de Stephen King, por mencionar solo dos ejemplos. Tal vez fuera arriesgado decir lo mismo de La naranja mecánica (1971), ya que el libro homónimo de Anthony Burgess, aun cuando estuviera inspirado en un suceso autobiográfico, era —y es aún— la conquista de un autor por adentrarse en un costado del mundo crudo e inquieto. ¿Hasta dónde es permisible hacer lo que a uno le plazca? ¿Tiene que conformarse el individuo con un sistema político que no respalda sus intereses? 

Si bien la película de Kubrick acoge y privilegia al personaje central de Alexander “Alex” DeLarge (Malcolm McDowell), el cineasta sabía que aquel es —como su película— de una generación inconforme por la represión. Incapaz por sí sola de ajustarse a las maniobras del poder, muestra no obstante por negación sus cuestionamientos a algunos de los métodos de controlar y “arreglar” al ser humano. Es el caso de la técnica de Ludovico, que recuerda el condicionamiento pavloviano con los canes.

Pero Alex DeLarge es de todos modos un líder delincuente, egocéntrico, carismático y muy violento. Las variantes de violencias que nos presenta Kubrick ponen el dedo sobre la llaga en los procederes de las instituciones encargadas de los estudios psiquiátricos y psicológicos. Por las razones que sean, la crítica principal sería contra el conductismo generalizado en la sociedad, con un futuro acaso ya no tan distópico.

Alex y sus amigos —los drugos— se reinventan en su proyección social, su iconología parte asimismo de un manifiesto que no necesita ni siquiera escribirse. Basta con un accionar que abarque la libre determinación en la que una vestimenta particular y hasta una nueva jerga (nadsat) identifiquen los intereses de la pandilla libertina. Alex, como cabecilla, sería la “golová” o “quijotera” del grupo integrado por los drugos Pete (Michael Tarn), Georgie (James Marcus) y Dim (Warren Clarke).

En el estreno, desde un poco antes, Anthony Burgess, quien fuera además músico, alabó la banda sonora de la película y, en sentido general, calificó casi todo el resultado de obra maestra, “brillante”, para ser más fiel a lo que expresó. Sin embargo, no le gustó para nada el final. Aunque hay que recordar que el capítulo 21, el de la madurez, no se incluyó ni en la primera edición del libro ni en la película. Para ser franco, aunque ambos se llevaron muy bien (Burgess le dedicó su libro Napoleon Symphony), venían presentando problemas. El escritor llegó a hacer declaraciones duras contra el director. En el fondo, era el choque de dos creadores talentosísimos y perfeccionistas. Pero Kubrick estaba en su reino: era el cineasta.

De ahí las diferencias con respecto al libro.
Prohibida y muy criticada por su supuesta incitación a la violencia, La naranja mecánica, a cincuenta años de su estreno, se ganó desde hace años el calificativo bien merecido de obra de culto.