NOTICIA
¿De qué sensibilidad hablamos?
Este 18 de mayo el espacio televisivo Historia del cine programó la película estadounidense The Driver (1978) —que pasó con el título en español de El reto—. Su director, Walter Hill, sin ser el más relevante de ellos, integró el grupo de particulares creadores que ingresaría a la industria cinematográfica hacia la década del 70, conocido y recordado en la actualidad, sobre todo, por filmes ampliamente populares, casi de culto, como sucede con The Warriors (1979).
La cinta del prolífico director —entrenado en los códigos de los géneros más sistematizados en el mercado internacional por Hollywood— constituye una de dos entregas que Historia del cine dedica a homenajear a su homólogo La película del sábado, uno de los más longevos espacios cinematográficos de la televisión nacional; el cual ha gozado desde siempre de la preferencia del público, y que por estos días celebra otro aniversario.
The Driver constituye una opción más que precisa para festejar un año más de La película del sábado, en la medida en que reúne con ejemplaridad las pautas del tipo de cine que ha favorecido el programa, el mismo que le ha garantizado los favores de la teleaudiencia. Estamos hablando de una película que milita en las filas del denominado cine de entretenimiento o de masas —clasificación que alberga una carga peyorativa considerable, como bien apuntó Carlos Galiano, conductor de Historia del cine—.
Y ciertamente, el filme conjuga al dedillo, con toda la espectacularidad que demanda, los parámetros y las variables de esas producciones que no tienen otra finalidad que no sea generar cantidades incontrolables de adrenalina. Esto no debe constituir un juicio de valor negativo per se, pues en buena lid, muchas de estas propuestas sudan inteligencia en la realización, destreza en el manejo del lenguaje, ingenio en la instrumentación de los códigos, al punto de haber engrosado con el tiempo un linaje sorprendente por su notoria manufactura estética.
Desde luego, también esta clase de películas ha resultado el reservorio privilegiado de un pensamiento conservador y una perspectiva conformista del mundo, que acaba por legitimar el sistema hegemónico del capitalismo y su estructura de dominación y estratificación social. Mas ni el entretenimiento ni los géneros implican en sí mismos —en su condición de artilugios fílmicos— un proyecto ideológico represivo.
¿De qué forma The Driver integra ese cine “de entretenimiento”?
The Driver participa, temáticamente, de una genealogía fílmica harto conocida por los espectadores: esas historias que depositan su centro motivacional alrededor de las carreras de autos y la maestría de los conductores detrás del volante. Las variaciones sobre el tema son múltiples, tantas que ya es posible delimitar tipologías específicas al interior del mismo. Quizás la saga reciente más notoria sea la ponderada Drive (2011), interpretada por Ryan Gosling, y que colocara en las manos de Nicolas Winding Refn la Palma de Oro a mejor director, otorgada por el Festival de Cine de Cannes.
Se recordarán todavía otras muchas variaciones, tales como The Fast and the Furious o, más cercana aún en el tiempo, Baby Driver. Estos son ejemplos en una lista interminable que, como puede apreciase, continúa sumando ejemplares —no todos de estima—. Pero recordaba la cinta de Winding Refn justo porque entraña numerosas similitudes con la de Walter Hill, tanto que me atrevo a especular que esta última constituyó una voluntaria (o involuntaria) inspiración para la primera.
¿Por qué no se agota entonces el motivo, luego de tantas manipulaciones? Porque la maquinaria que lo sostiene es absolutamente efectiva. El argumento de The Driver está diseñado para encajar en una técnica que, bien resuelta, consigue despertar en el espectador todo el goce y el placer posibles. Y uno de los principios de esa técnica es —como explicó con sumo ingenio Umberto Eco— suministrar cuanto sea necesario para condicionar un familiar reconocimiento del producto.
Tales películas apelan tecnologías expresivas y soluciones dramáticas a las que los espectadores están acostumbrados, dominan, conocen, para poder proporcionar en ellos el inagotable “placer regresivo de la vuelta a lo esperado”. En ese sentido, The Driver articula un cúmulo de estereotipos, estrategias prefabricadas y clichés, porque integran, para seguir con Eco, “lo que el público espera”. [1]
Aquí se nos cuenta una anécdota bastante simple: la caza de un habilidoso conductor —interpretado por Ryan O´Neal—, dedicado a prestar servicios a delincuentes, atracadores y ladrones, por un policía —rol desempeñado por Bruce Dern— obsesionado con su captura. En esa relación mil veces vista entre perseguidor y perseguido, en la que uno ocupa la posición de la ley y el otro el de su transgresión, nos atenemos también a otro lugar recurrente en el cine denominado “de entretenimiento”, como si todo el cine no lo fuera o quisiera ser. Y en lo esencial, a esa aventura cargada de accidentes físicos, violencia, asesinatos, peleas, chantajes, se limita la narración.
Mas hay varias particularidades que distinguen este orgánico coctel genérico, en el que el programa estético del thriller es una plataforma en la que se conjugan rasgos del cine negro, el policiaco o el cine de acción, esquemas que, en puridad, guardan más de un punto en común. Del negro, para poner un ejemplo, proviene el personaje femenino —objetualizado en una mezcla perfecta de erotismo, arrojo y perversión—, quien sirve de coartada al protagonista de la historia; también de allí emerge la observación a ese costado de la sociedad donde abunda la corrupción, el peligro y la relativización de los principios de la moral colectiva.
A tal grado llega el montaje genérico que el policía encaprichado con el conductor, más de una vez se refiere a este como “cowboy motorizado”. A propósito, de ninguno de ellos sabremos el nombre, un alarde de la realización, que logra de este modo reducir los personajes a sus funciones tópicas, puesto que tampoco es interés de la realización profundizar en sus vidas ni en sus respectivas psicologías. El trazado de estos personajes está definido arquetípicamente, recortados de un trasfondo dramático garante de la identificación por parte de los espectadores. El conductor es un sujeto corto de palabras —los diálogos en toda la película son mínimos y estrictamente funcionales—, abstraído, solitario, seguro de sí, del que solo sabemos que vive al margen de la ley y que posee una asombrosa habilidad para conducir. El policía, entretanto, es un tipo prepotente, jactancioso y capaz de trasgredir él mismo la ley con el objetivo de atrapar a su oponente. Esos elementales rasgos caracterizadores están ahí, por otro lado, en la medida en que justifican el desempeño de ambos roles en la fábula planteada.
Clásica película de entretenimiento, en The Driver todo se limita a las peripecias de la intriga, esbozada por acontecimientos destinados a inducir fuertes emociones, tensión, piedad, sensaciones de peligro. Las tres cuartas parte de la trama las componen escenas de persecuciones, la última de ellas es emplazada en el interior de un almacén visto como una suerte de laberinto, un verdadero lujo: la atmósfera, la falta de artificialidad en la planificación de la puesta, el uso de la música y la expresiva funcionalidad de la fotografía hacen de este momento un ejercicio notable de estilo. Este basta para explicar por qué la fábula desplaza las implicaciones conceptuales gruesas, desinteresada en interpretar la realidad o en hurgar en sus problemáticas sociales, del mismo modo en que no hay más motivaciones o razones en los personajes que oponerse entre ellos.
Es verdad que The Driver resulta una película consolatoria, “una máquina de producir gratificaciones” —para regresar a Eco—. Ello se revela sobre todo al final, cuando, después de tantas persecuciones, engaños y trampas, el estado de las cosas se restablece y todo vuelve a su posición inicial. ¡Nada cambia! Por lo común estos productos procuran obstruir la referencia a la Historia o proveer soluciones tranquilizadoras a las problemáticas sociales apuntadas. Sin embargo, es una película disfrutable, ingeniosa, de un marcado refinamiento gracias a la coherencia y destreza con que lleva a los límites el sistema de códigos a los que acude para estructurar y nutrir su textura narrativa.
Nota:
[1] Para un estudio profundo de las estructuras narrativas y comunicacionales de los productos de masas, pueden consultarse de Umberto Eco, Apocalípticos e Integrados y El superhombre de masa. Mis referencias proceden de las notas que tomé del último de estos libros.