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Cuba bailó en el cine
Tras su graduación en el Centro Sperimentale di Cinematografia de Roma en 1953, Julio García Espinosa, con la colaboración de otros jóvenes que compartían inquietudes artísticas orientadas hacia la cinematografía, emprende el proyecto El Mégano.
El cine que se hacía en Cuba hasta entonces, apremiado por la competencia arrolladora de las producciones hollywoodenses, mexicanas y argentinas, se orientaba básicamente a garantizar el resarcimiento de la inversión con modestísimos ingresos de taquilla. Para ello recurría a fórmulas de eficacia comprobada, que proporcionaban una imagen reiterativa, incompleta, epidérmica e inevitablemente deformada de la realidad social y cultural de la isla.
Los jóvenes nucleados en la sección de cine de la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, que García Espinosa presidía, propugnaban un cine genuinamente nacional, más estético y veraz pese a los pocos recursos involucrados y estaban convencidos del potencial del séptimo arte como herramienta de concientización social. Estas premisas se materializaron con El Mégano, y aunque el modesto mediometraje tenía escasas posibilidades de alcanzar una difusión masiva, su exhibición fue prohibida y sus bobinas incautadas por la policía de Batista.
En 1959 Julio García Espinosa es nombrado jefe de la sección de cine de la Dirección de Cultura del Ejército Rebelde y filma sus primeros documentales vinculados con la gesta revolucionaria; los anhelos de aquel grupo de soñadores que emprendieron la realización de El Mégano se materializaron con la creación del ICAIC. Julio García Espinosa filma el primer largometraje de ficción y primera coproducción internacional del recién creado Instituto, con guion del propio Julio y la colaboración de Alfredo Guevara y el mexicano Manuel Barbachano Ponce.
Las premisas estéticas e ideológicas pueden ser similares, pero el documental y el cine de ficción poseen atributos propios y recursos expresivos diferentes. Julio contaba con los conocimientos adquiridos en Roma, puestos a prueba en el filme Ilsogno de Giovanni Bassain (1953) —realizado en colaboración con Tomás Gutiérrez Alea—, pero Cuba baila sería el primer trabajo de ficción que firmaría en solitario y bajo la presión de ser una coproducción con México. Pese a ello, la película se filmó y editó en pocos meses, aunque su estreno se pospuso para dar preeminencia al estreno de Historias de la Revolución, estrategia de exhibición entendible por la connotación política de esta última.
En Cuba baila convergen varias tradiciones y estilos. En primer lugar, la influencia reconocida del neorrealismo, que desde la década de los cincuenta comenzó a derivar hacia la commedia all'italiana—que mantuvo su compromiso con la veracidad y la crítica social a través de un costumbrismo implacablemente satírico—; la comedia hispanoamericana al uso, muy recurrida por el cine nacional bajo la influencia del vecino cine mexicano, con elementos de la comedia doméstica —iniciada por Molière— de costumbrismo complaciente con pinceladas melodramáticas y la inclusión de momentos de canto y baile aun cuando las películas resultantes no pudieran definirse como rotundamente “musicales”—el actual cine de Bollywood sigue incurriendo en este patrón—; por último, la influencia del primer cine soviético, caracterizado por el contraste entre “lo nuevo y lo viejo”.
De este modo, la trama que daba pie a situaciones de comicidad y a escenas de canto y baile se densifica a través del conflicto de una madre empeñada en convertir el arribo de su hija a la edad adulta en un acontecimiento social que le garantizara éxito en la vida, concretamente, a través de un matrimonio económicamente satisfactorio. El cine cubano previo, al igual que el mexicano, no habían eludido este conflicto, pero lo corriente en estas tradiciones era diluir la contradicción social enfatizando los conflictos sentimentales y tensándolos melodramáticamente hacia el último tercio del metraje para desembocar en un final de besos y reconciliaciones con apoteosis de jolgorio.
Aquí vale recordar, para quienes no las vivieron, lo que significaban las celebraciones de quince en la Cuba prerrevolucionaria y en los primeros años de la Revolución. Estas homenajeaban exclusivamente a las hijas. Los jóvenes varones afrontaban otras formas de demostrar su aptitud para el ingreso a la vida adulta: la graduación como bachiller y la continuación de estudios en una escuela de oficios o en la universidad, que para las familias de recursos más modestos se constreñía al abandono de la instrucción para estrenarse en algún empleo que les permitiera, posteriormente, “sostener a una familia”.
Aunque las jovencitas en Cuba, especialmente las que vivían en áreas urbanas, se beneficiaban de un mayor chance de concluir el bachillerato, incluso, de ingresar a la universidad en comparación con sus coetáneas de otros países de Latinoamérica, no se esperaba de ellas que sostuvieran un hogar; los estudios femeninos se consideraban un aderezo, una alhaja que enjoyaba a la mujer —así lo expuso Simone de Beauvoir en su polémico libro El segundo sexo, denunciando que las mujeres en los países más prósperos e ilustrados eran igualmente objeto de discriminación y postergación—.
La realidad es que la “fiesta de los quince” anunciaba al mundo que la jovencita ya estaba biológicamente lista para concebir, y la generosidad con que su familia celebrara el acontecimiento influía, casi tanto como sus atributos físicos, en su cotización en el mercado del matrimonio. Las familias que podían permitírselo encargaban la confección del ajuar —que podía incluir cambios de vestido— y alquilaban salones para acoger a los invitados. Las coreografías se ensayaban con meses de antelación, se gastaban grandes sumas en el buffet, las bebidas y la decoración floral, como una suerte de gran ensayo de lo que sería después la fiesta del matrimonio.
La prensa se hacía eco de estas actividades sociales y enfatizaban su magnificencia en concordancia con la posición social y política de los progenitores, y mediante el cobro de suculentos honorarios el reportero podía satisfacer la vanidad de ciertos padres exagerando un poquito la verdadera situación económica de los celebrantesde medio palo.
Si no contaban con una costurera en la familia, los hogares más modestos tenían que contentarse con comprar el ajuar en las quincallas, que venía en unas cajas grandes forradas de papel satinado, y los comercios de barrio hacían buen dinero encargando las prendas a modistas que las confeccionaban al por mayor. La fiestecita en estos casos se celebraba en el hogar, con condiscípulos o amigos del barrio, que estrenaban ropitas para la ocasión.
En la prensa de la época ha quedado el registro de numerosos quinces de oropel, amenizados por famosas orquestas, incluso,por Los Chavales de España, aprovechando la visita a la isla del por entonces muy exitoso conjunto. De ahí para abajo, cada familia se las arreglaba de acuerdo con sus posibilidades. Las fiestas de quince constituían una eficiente manera de constatar la desigualdad social y, a la vez, el rol de segundona y mantenida reservado para la mujer.
Como expresión del contraste entre “lo nuevo y lo viejo”, los afanes de una madre con ínfulas, empeñada en celebrar los quince de su hija con un boato incompatible con la real situación social y económica de su familia, teniendo como telón de fondo las agitadas transformaciones que experimentaba la sociedad cubana tras el triunfo de la Revolución constituían un excelente argumento y ello explica por qué García Espinosa lo eligió para su primer largometraje de ficción. El filme contó con el concurso de actores experimentados como Alfredo Perojo y Raquel Revuelta en los roles de Ramón —el padre— y Flora —la madre obcecada—; la fotografía corrió a cargo de Sergio Véjar, y la producción, de Jorge Fraga.
Y pese a los sinsabores de Flora, tal como promete el título el filme culmina con una celebración de quince trasmutada en auténtica fiesta popular. Se estrenó finalmente el 8 de abril en los cines Ambassador, América, Los Ángeles y Arte Cine La Rampa de la capital, hace sesenta años.