NOTICIA
Crónica de un viaje con Elpidio
En la mayoría de las entrevistas públicas que se realizan a los creadores a propósito de un determinado evento, sea una exposición, el lanzamiento de un álbum musical, una película, o el estreno de un espectáculo teatral, suele aparecer la clásica interrogante sobre el origen de su inclinación hacia el arte. La pregunta se ha hecho tan recurrente que parece de manual.
En más de una ocasión me han sometido a ese misterio, entonces respondo con orgullo sobre la vocación médica familiar, desconociendo toda influencia hogareña en mis obsesiones definitivas. Ya en soledad he buscado respuesta a la pregunta de marras y las elucubraciones al respecto me remiten a dos nombres que se reiteran: Armando Calderón y Juan Padrón. Al primero le debo mi encuentro con el cine, mostrarme a Chaplin y el gran robo del tren (Asalto y robo de un tren, la película de Edwin S. Porter que inaugura el western y la narrativa del montaje paralelo) como si fuese una comedia muda. Para salvar esa deuda le procuré un documental, más bien una memoria sonora de su legado, El hombre de las mil voces (1992). Al segundo le debo mucho más, no solo el gusto por los “muñequitos”, el buen cine de animación, sino también una pasión mayor vinculada al amor por Cuba y su historia.
La primera constancia de esa huella la descubrí en la universidad, los años en que aprehendía las herramientas de mi vocación inicial: el teatro. Un ejercicio de memoria emotiva nos pedía evocar un sentimiento y viajar hasta el momento primigenio en que fuimos conscientes de esa impresión. Intuyo que sería una clase con Flora Lauten o Vicente Revuelta, porque se trataba de una experiencia grotowskiana. El maestro polaco (Jerzy Grotowski) entrenaba a sus actores en la expresión más genuina de los sentimientos, a través de un ejercicio exploratorio de la memoria que los conducía hasta la infancia para, una vez allí, revelar el encuentro con esas emociones que preferimos esconder o rechazar.
La tarea consistía en volver a recrearlos sin censura alguna. Se nos pidió que trabajáramos la envidia. El viaje no demoró mucho, recordé mis años de estudios primarios y la obligación de mantener las libretas forradas en el mejor estado posible. Mis cuadernos de entonces parecían libros de Medicina; todos cubiertos con portadas de unas revistas de publicidad clínica que recibía mi padre, instrumental laparoscópico de la marca Olympus. Muy cerca de mi pupitre se sentaba un compañero cuya madre trabajaba en el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (Icaic).
El colega forraba sus enseres escolares con los acetatos en los que se pintaban las películas cubanas de animación, de manera que cada asignatura estaba identificada con la imagen de un muñequito. Todos los días desfilaban ante mis ojos las pulcras libretas de nailon transparente que exhibían las figuras de Elpidio Valdés, María Silvia, Resoples, el Andaluz, Eutelia y Palmiche; de más está decir que aquello me provocaba una envidia que no he vuelto a sufrir con semejante intensidad. Recordé también que los primeros parlamentos de cine que aprendí pertenecen al largometraje Elpidio Valdés; así como los versos de la controversia entre Elpidio y Mediacara, que los niños repetíamos hasta el cansancio como manifestación de valentía poética.
Al creador de todo aquello lo conocí personalmente mucho tiempo después, cuando ingresé al Icaic en el colapso de los 90. Debo admitir que fue de los pocos que me acogió en la selecta cofradía del cine cubano con la simpatía que animó su carácter. Iniciado el siglo XXI, justo en el año 2000, se organizó el primer Festival de La Habana en Nueva York, y ambos integramos la delegación que asistió al evento. El viaje propició compartir experiencias y diálogos que no tuvieron mayor prolongación en la vorágine de la cotidianidad habanera. Dos años después volvimos a coincidir en la Gran Manzana, ésta vez como miembros del jurado en un festival latino que pujaba por hacer visible el cine latinoamericano en la vida cultural de la ciudad.
Los organizadores de la cita nos hicieron saber que los recursos eran escasos y que debíamos compartir habitación en un hotel “muy chic”, pero algo claustrofóbico, sin desayuno incluido. Berta, la esposa de Juan, me advirtió con creces que mi futuro roommate roncaba a altos decibeles, cosa a la que no presté mucha importancia, considerando que sería un lujo acompañar a quien admiraba desde que era niño y catalogaba como un genio. Tamaña sorpresa me llevé la primera noche, cuando confirmé que los ronquidos del genio no me dejaban pegar los ojos. Lo más terrible era que Juan roncaba con profundas aspiraciones que interrumpía cada cierto tiempo, emitía un largo suspiro y luego permanecía en silencio por varios segundos que a mí me parecían una eternidad. Entonces me levantaba para comprobar que seguía respirando, acercaba el oído a su corazón para tener la seguridad de que Elpidio continuaba vivo.
Me dediqué a vigilarle el sueño como un aprendiz que custodia el descanso del maestro en un incierto viaje. Esquivaba la tragedia y las musarañas que se tejen en el insomnio de la madrugada, pensando que Juan se caricaturizó a sí mismo en aquel personaje, gordo y de anchos bigotes, que escolta a María Silvia en el vagón de un tren (las cadenas de las esposas llegaban hasta la dentadura), y que roncaba como un oso siberiano. A la mañana siguiente convenimos que me compraría unos tapones para los oídos, de lo contrario no podría ser su cómplice en las deliberaciones del jurado, las sesiones de películas de esa jornada las dediqué a recuperar el sueño perdido.
Dos días después los organizadores del festival nos anunciaron que la falta de recursos había llegado a límites insospechados, debíamos abandonar el hotel y buscar un espacio donde pernoctar; eso sí, nos rogaron que no desertáramos del evento, hacer pública la crisis financiera pondría en peligro las futuras ediciones. Terminamos asilados en un viejo edificio del barrio chino, el apartamento de Ed Steinberg, un amigo judío que habíamos conocido durante nuestro primer viaje y que nos brindó con gusto los sofás de la sala. Ed negociaba con Juan los derechos para hacer ¡Vampiros en La Habana! con actores, fuese en teatro, una ópera cómica, o en cine. Un proyecto que no pudo concretar.
Mantuvimos nuestra lealtad al festival latino y asistimos a todos los programas. Como no teníamos dinero, caminamos mucho, apenas tomábamos el metro cuando la prisa nos imponía llegar a tiempo a la sala que fungía como sede del evento. Juan aprovechaba las andanzas para contarme cosas de su vida, en particular de las dificultades que tuvo para emprender cada una de sus numerosas películas. Pareciera que el éxito de sus obras no fuesen motivo ni impulso para encaminar las próximas; siempre se asomaban las incomprensiones, los obstáculos, algunos de ellos rayaban en el agravio y el absurdo.
Ese extenso diálogo que iniciamos en Nueva York lo terminamos en Cartagena de Indias, años después, y está recogido en el volumen Conversaciones al lado de Cinecittá (Ediciones Icaic, 2010). Las caminatas no solo nos servían para exorcizar cuitas, también eran propicias para imponernos retos infantiles o culinarios: descubrir un actor famoso en la calle o el restaurante más barato donde calmar el hambre; una buena parte del dinero que llevó para su estancia se lo había gastado en la librería del Metropolitan Museum, comprando una colección de libros que procuraba desde hacía mucho tiempo. Juan asumía su recorrido por la ciudad como lo que en cine llamamos visita a locaciones. Nueva York era el escenario de algunas aventuras de Elpidio, de modo que cuando transitaba por calles o avenidas se fijaba en los techos, los garajes, pequeños negocios, las fachadas de los viejos edificios y los muelles del río Hudson; imaginaba las formas que tendrían en el siglo XIX y los guardaba en su memoria para luego convertirlos en los espacios dibujados donde el coronel mambí armaba sus expediciones, siempre bajo la cautiva mirada de la policía neoyorkina y los Pinkerton’s men, a los que luego haré referencia.
La mañana del 28 de enero se la dedicamos a Martí. Después de un desayuno frugal tomamos la senda de la 6ta. Avenida, la Avenida de las Américas que desemboca en el Apóstol. Buscamos flores para depositar ante la figura ecuestre, pero en aquella fría mañana no encontramos ninguna en el camino. Durante el recorrido le evoqué vagamente un documental de Héctor Veitía que había descubierto no hacía mucho (La historia cotidiana, 1972). En esa película, Eusebio Leal, por aquella época un joven apasionado de oratoria contenida, exhibe ante un grupo de campesinos —si mal no recuerdo se trataba de un campamento cañero— algunos ejemplares museísticos vinculados a la guerra de independencia, entre ellos el cañón de cuero. Aproveché la ocasión para exaltar el valor didáctico y patriótico de sus creaciones, sin abandonar el arte, porque la historia del cañón la había conocido primero por Elpidio.
Entonces Juan comenzó a hablar sobre la historiografía militar cubana, de la que sabía un mundo, mientras me iba recomendando libros a los que podía acudir si necesitaba profundizar en el asunto. Su vasta cultura lo hacía saltar de un tema al otro, y terminó hilando la conversación con la promesa de prestarme un volumen sobre la historia de la Coca Cola, donde se menciona la afición de Martí por el vino San Marino, un espumoso que le pudo haber servido como estímulo para vencer las fatigas del trabajo y el ánimo. El gusto por la ginebra, según cuentan, formó parte de una labor de propaganda que divulgó la Inteligencia española para desacreditarlo. Sobre la incipiente Inteligencia mambisa también me habló (otro proyecto que le quedó inconcluso).
Como gesto de humilde reciprocidad literaria, le comenté la reciente lectura de un libro que despertó mi interés sobre esas cuestiones, Notas confidenciales sobre Cuba, 1870-1895, de Nydia Sarabia. Por esos rumbos derivamos en la no menos célebre Agencia Nacional de Detectives Pinkerton, un negocio de seguridad privado que fundara Allan Pinkerton en 1850, y cuyos servicios contrató la corona española para vigilar a Martí. Sentados en un banco del Central Park, muy cerca de la figura del Apóstol, me contó del riguroso seguimiento que le hacían los Pinkerton al Delegado, y las formas que encontró para eludirlos. Esos “personajes” también fueron caricaturizados en el largometraje Elpidio Valdés contra dólar y cañón, aunque los retrata como españoles.
Siendo Juan un tipo tan jodedor, no sé cómo se las ingeniaba para sacar un chiste de cualquier cosa, desde el menor incidente hasta lo más sagrado; comenzó a especular sobre la posibilidad de que en ese mismo instante nosotros también podríamos estar siendo vigilados. Le advertí que si estuviéramos en el siglo XIX y las circunstancias nos obligaran a salir corriendo para evadir la persecución de los Pinkerton, él sería el primer detenido. “¡Qué cabrón eres, lo dices porque soy más gordo y más lento!”, me respondió. “No, lo digo porque cuando se arme el corretaje, alguien te señalará con el dedo y gritará a voz en cuello: ¡A ese, que es mambí!”.
(Tomado de La Jiribilla, no. 885)