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The Coldest Game: la Guerra Fría, una ilusión óptica
En su ópera prima, The Coldest Game (El juego más frío, 2019), el polaco Lukasz Kosmicki nos propone volver al escenario de la Guerra Fría, un tema fascinante, al menos para quienes gustan del thriller político con enredos de espionaje entre superpotencias y las tensiones que genera la amenaza de un estallido nuclear.
Desde el punto de vista histórico, el conflicto entre la antigua Unión Soviética y Estados Unidos que colocó al mundo al borde de la III Guerra Mundial, durante la crisis de los misiles en Cuba, todavía mantiene ocupados a los estudiosos del pasado geopolítico, pues muchos asuntos relacionados con el hecho no han quedado clarificados del todo, ni siquiera luego de la convocatoria de Fidel Castro a sesiones de conferencias en La Habana sobre el tema, varios años después, para debatirlo a camisa quitada.
La literatura de ficción, al menos la moderna novela de espionaje, aportó no pocos títulos notables en la década de los años sesenta, de la cual se nutrió el cine. Kubrick quedaría fascinado con una novela del británico Peter George para conformar su ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1964), mientras que Martin Ritt (El espía que surgió del frío, 1965) y Tomas Alfredson (Tinker Tailor Soldier Spy, 2011), por solo añadir dos ejemplos más, lo harían sobre las obras homónimas del también británico John le Carré, seudónimo de David John Moore, reconocido escritor de narrativas especializadas en el escenario de la Guerra Fría.
La película del polaco no se inspira en ninguna novela de ficción pero sí toma elementos del pasado histórico, adecuados a sus intereses narrativos. Tenemos, por ejemplo, que el torneo de ajedrez entre Joshua Mansky y Alexander Gavrylov se nutre de lo que significó, por aquel entonces, para norteamericanos y soviéticos, el enfrentamiento entre Bobby Fischer y Boris Spassky durante la celebración del Campeonato del Mundo de Ajedrez en 1972, por supuesto, muchos años después de la crisis de los misiles.
La Guerra Fría, que duró hasta la desarticulación de la Unión Soviética como superpotencia mundial y cabeza líder del bloque comunista, no era solo una pugna por demostrar la supremacía en el orden político, económico y militar entre los países más poderosos del mundo, sino también un enfrentamiento que, fuera de esos escenarios, implicaba una cuestión de honor.
Debemos recordar que la Unión Soviética había alcanzado una preeminencia incuestionable en el ajedrez a nivel global, pues sus principales figuras, Spassky en particular, eran los campeones del mundo desde finales de los años 40 del siglo xx. Bobby Fischer, anticomunista, excéntrico y visto como una promesa por sus seguidores y especialistas en ese deporte, acabaría con el dominio soviético de un plumazo en aquel llamado Match del Siglo.
La idea de Kosmicki me parece proverbial. La prensa de la época consideraba que durante el período en que se celebraría el torneo entre Fischer y Spassky, la Guerra Fría se había trasladado por unos días a un tablero de ajedrez. Creo que el polaco advierte las posibilidades de entretejer una historia diferente a partir de esa storyline, pero me temo que el resultado de su propuesta narrativa arroja por la ventana la oportunidad de mejores ganancias con una exploración mucho más audaz del tema.
Cierto que hay un reflejo más o menos sutil de la impronta del legendario Fischer en la figura del héroe en esta cinta, pero en realidad el conjunto es una imagen muy desgastada, como si Kosmicki la hubiera tomado de un espejo que necesita un nuevo baño de azogue.
Y es que los motivos para el resaltado de su heroicidad se toman de los empaques comunes: el científico, un profesor de matemáticas en desgracia por sus crisis alcohólicas, olvidado por la sociedad, ciudadano común pero genio al fin, devenido el héroe que salva al mundo sin trascender del anonimato; enredos de espionaje y tramas rocambolescas que desmantelan los dobles agentes, asesinatos por envenenamientos en embajadas y etcétera; los mismos modos de contar los tiquismiquis políticos en recepciones de caché donde se dirimen, contrarreloj y tras bambalinas, las tiranteces diplomáticas.
El traslado de escenario de Reykjavik a la Polonia comunista nos sirve para comprender que los polacos sentían mucha aversión por los soviéticos, que la KGB era en realidad una institución bastante oscura y sus representantes, la encarnación misma de las fuerzas del mal. Y por supuesto, los norteamericanos, los tipos buenos de la película.
Esa visión del filme resulta bastante paradójica con la advertencia que ella misma nos deja al final de la cinta, en torno al peligro actual de una nueva escalada armamentista entre la Rusia de Putin y los Estados Unidos de Donald Trump, luego de que este último decidiera abandonar los tratados de reducción de las armas nucleares hasta un cierto grado, firmado entre ambas potencias en 1987.
El problema principal de esta película es la banalidad con la que aborda un tema histórico-político complejo. En su propósito de rescritura prevalece una mirada maniquea y distorsionada del hecho que responde, también, a una finalidad política: lejos de esclarecer, desestabiliza la veracidad histórica al reforzar la ideología a la que se adscribe su discurso en torno a los relatos de vencedores y vencidos.
Desastroso: el diseño de personajes que añaden mínimos sobresaltos al desarrollo de la trama. Por lo regular, no van más allá de esbozos de caricaturas, y en el caso particular del profesor Mansky, su protagonista, no hay en él nada de extraordinario para que nos resulte un tipo empático. Bill Pullman apenas consigue esforzarse en mucho en su personaje, de escasos matices, mientras se concentra en ganar el match, salvar su propio pellejo y, de paso, hacer algo por nosotros.
Deficiente: el suspense y los momentos de acción a lo largo del conflicto tampoco tienen de extraordinario, ni siquiera cuando el metraje hace empleo del dato histórico, de las imágenes de archivo y nos obliga a creer que, desde la sombra, un par de personajes reales intervienen para sazonar la trama. Creo que Kosmicki intuye que necesita variar, añadir algunas piruetas de ocasión para desentumecer el relato, de ahí su conteo en retrospectiva para introducir una pátina engañosa en la psicología del personaje, dos o tres pistas falsas para escondernos la bola y un par de giros que al espectador o al crítico ya no sorprenden, de tan previsibles.
No niego que hay algunos momentos notables en el registro visual de la película que apuntan a un diseño adecuado de la cinematografía; los planos aprovechan las posibilidades de explorar los escenarios de las acciones, sobre todo en exteriores, para imprimirle el ritmo que requiere el desarrollo de la acción.
La banda sonora tiene en esos minutos cierto protagonismo, incluso cuando intenta acentuar la nota de suspense mientras el close up o el plano americano permite al espectador intentar descubrir las reacciones y recelos, incentivar sus expectativas respecto a una trama en la que sus propios personajes se mueven como fichas en un tablero de ajedrez, haciendo lo posible por atajar la próxima jugada entre contrincantes.
Pero digamos que la adrenalina del crítico en esos instantes andaba muy resabiosa; imperturbable o lunática que es, hacía caso omiso a las cabriolas de Kosmicki.
Te digo mi nota: un 2, de 5, que tan fatal no le ha ido al polaco. Vamos a pensar que ha sido solo el traspié de quien empieza apenas toda una carrera por delante. Y si el lector que ha visto esta película me dice que no, que se le puede subir más, ¡hombre!, pues no faltaba más, una mirada de piedad también resulta válida.
Pero solo hasta medio punto.