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Cine histórico cubano: paradigmas, retórica y desafíos
En el capítulo IX de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, define Miguel de Cervantes las funciones de la Historia, “émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”. Un delicado balance entre tales particularidades evidencian las mejores obras del cine histórico cubano, un género que, a juzgar por la producción de la última década, tanto en filmes independientes como en los producidos por el ICAIC, atraviesa una etapa de lento y pertinaz resurgimiento a partir del éxito de público, y del notable talento implicado.
El reciclaje cubano del cine histórico opera dentro de un contexto habitado por similares reconfiguraciones del cine latinoamericano y mundial, basta recorrer el inventario de las películas más publicitadas y elogiadas de los últimos años para comprobar que se trata de una tendencia mundial suscrita por producciones tan prestigiosas como 12 años de esclavitud (2013, Steve McQueen) y Camille Claudel (2013, Bruno Dumont); La forma del agua (2017, Guillermo del Toro) y Zama (2017, Lucrecia Martel); Roma (2018, Alfonso Cuarón), Pájaros de verano (2018, Ciro Guerra) y La favorita (2018, Yorgos Lanthimos). La tendencia va en alza si verificamos que el año pasado compitieron por el Oscar The Irishman, 1917, Érase una vez en Hollywood, Jojo Rabbit, Ford vs Ferrari y Mujercitas.
Además de sintonizar con las tendencias más actuales del mundo, el actual cine histórico cubano hereda tradiciones nacionales asentadas desde los momentos fundacionales, con Enrique Díaz Quesada, y El capitán mambí (1914), La manigua o La mujer cubana (1915) o El rescate del brigadier Sanguily (1916) todas desaparecidas hoy, pero que marcaron los perfiles inaugurales de nuestra cinematografía. En fechas posteriores hubo versiones cinematográficas de Cecilia Valdés, la novela nacional, e incluso se presentó la primera biografía fílmica de José Martí, que se llamó La rosa blanca, y padecía de inverosimilitud generalizada.
El cine histórico realizado por el Icaic entre los años sesenta y noventa abogaba por el convencimiento de que todo tiempo pasado fue peor, cuando se refería a los años republicanos (Soy Cuba, Aventuras de Juan Quin Quin, Tulipa, Los días del agua, El extraño caso de Rachel K., Amada, Un hombre de éxito, Gallego, Clandestinos, La bella del Alhambra, Hello Hemingway), o los realizadores defendían la tesis de la continuidad entre las diversas etapas del independentismo cubano, como se percibe en La primera carga al machete, La odisea del General José, Páginas del diario de José Martí, Mella, la saga de Elpidio Valdés. Tuvimos incluso directores especializados en la reflexión sobre la racialidad, la otredad y los orígenes de la nación como Tomás Gutiérrez Alea (Una pelea cubana contra los demonios, La última cena), Humberto Solas (Lucía, Cecilia, El siglo de las luces), Sergio Giral (El otro Francisco, Rancheador, Maluala) mientras que se asentaba paralelamente el ditirambo a la épica revolucionaria de los años sesenta: El hombre de Maisinicú, El brigadista, Guardafronteras y Polvo rojo, entre otras.
En la década final del siglo XX aparecieron producciones históricas menos apremiadas por los devenires de la agenda sociopolítica, y más distantes de la gravedad que algunos consideran inherente al tratamiento cinematográfico de la Historia: Zafiros, locura azul (1997) y Bailando chachachá (2005) de Manuel Herrera; Santa Camila de La Habana Vieja (2002, Belkis Vega); El Benny (2005, Jorge Luis Sánchez); Tres veces dos (2003), en particular el cuento de Lester Hamlet; Páginas del diario de Mauricio (2005, Manuel Pérez); La edad de la peseta (2006, Pavel Giroud); Camino al Edén (2007) y Lisanka (2009), de Daniel Díaz Torres, en las cuales predominan perspectivas postmodernas dirigidas a poner en solfa los relatos épicos y a combinar lo histórico con modalidades sociológicamente menos ampulosas, como lo son el melodrama, la comedia de costumbres y el musical.
Al llegar al siglo XXI se puede asegurar que algunos de los clásicos indiscutibles del cine cubano clasifican dentro del género histórico, una tendencia explicable dado el imperativo de los creadores por exteriorizar en imágenes las sagas colectivas e individuales, las gestas libertadoras y culturales, la biografía de grandes hombres y mujeres cuyo accionar enriqueció la vida de la nación. Los filmes cubanos de época aportaron ideas y antecedentes, respondieron preguntas, ilustraron los orígenes, sugirieron útiles pormenores en la conformación de la identidad colectiva, además de contener cierta interpretación política, y estética, sobre un periodo clave de la historia nacional.
Porque este tipo de películas adquieren valor en tanto parábolas que estimulan al espectador a cuestionar pasado y presente, como se dice en El Quijote, y valen como acicate a que el espectador profundice en la comprensión de ciertas constantes de la cultura nacional y universal, en tanto un personaje o grupo suele colocarse del lado correcto, del progreso y el humanismo, y otro personaje o grupo representa los contravalores, y así el filme actúa cual reivindicación de la memoria colectiva en tanto se despliegan las posibilidades del lenguaje cinematográfico para reafirmar mitologías y metaforizar moralejas, o defenestrar prestigios y cuestionar el discurso oficial.
Si aludiéramos únicamente a producciones de la última década, viene a la mente un conjunto impresionante de largometrajes de ficción de corte histórico, aunque motivados por los más diversos tonos y ambiciones estéticas. En la lista aparecen, al principio y al final del decenio mencionado (2010-2019), sendas producciones de Fernando Pérez que discursan sobre el pasado colonial y los orígenes de la nación: José Martí, el ojo del canario (2010) e Insumisas (2019), esta última en colaboración con Laura Cazador. En similar cuerda temática incursionaron Cuba Libre (2015) y Buscando a Casal (2019) ambas de Jorge Luis Sánchez, Inocencia (2018), de Alejandro Gil, y la profusión se refuerza con El Mayor (2020, Rigoberto López), uno de los mayores esfuerzos productivos del ICAIC en los últimos años.
Este grupo de filmes se dedica a enardecer al espectador contemporáneo con injusticias y crímenes ocurridos en la segunda mitad del siglo XIX, y a retratar las sicologías de jóvenes inconformes, mientras se revelan las relaciones familiares y los problemas coloniales de la sociedad cubana en pasado y en presente. Con la bien aprendida lección de que la Historia en general continúa atrayendo a múltiples audiencias, deslumbradas por tanto sufrimiento y calamidad, esperanza y salvación, estos filmes presentan personajes negados a dejarse llevar por las mentiras oficiales y mucho menos a obedecer ciegamente disposiciones arbitrarias. Se trata del típico personaje símbolo y testigo de una época, un personaje que encarna el juicio de la posteridad respecto a la inmoralidad y corrupción del sistema colonial.
Al reverdecer del cine histórico se añadieron otros filmes más interesados en exaltar ciertos aspectos de la Cuba republicana como Contigo Pan y Cebolla (2012, Juan Carlos Cremata) y Bailando con Margot (2016, Arturo Santana); además de aquellos muy numerosos, interesados en revisar los años ochenta y noventa: Boleto al paraíso (2010, Gerardo Chijona); La obra del siglo (2015, Carlos M. Quintela); El acompañante (2016, Pavel Giroud); Santa y Andrés (2016, Carlos Lechuga); Sergio y Serguei (2017, Ernesto Daranas); Un traductor (2018, Rodrigo y Sebastián Barriuso); Nido de mantis (2018, Arturo Sotto), que también pasa revista a la Cuba de los años sesenta y setenta, y Agosto (2019, Armando Capó).
Si combináramos, a modo de collage y mural, las propuestas ideotemáticas de todos estos filmes, conformaríamos un completo panorama sicológico y político de lo que fuimos y de cómo pensamos los cubanos en la etapa de la debacle del socialismo real, mediante relatos que ilustran la intimidad de los protagonistas, con el propósito de sintetizar algunas de las vivencias de toda una generación, pues se trata de filmes enfocados sobre todo en los conflictos privados y personales, y colateralmente “le pasan la cuenta” a un periodo en el cual se transformaron dramáticamente algunas certezas ideológicas que afianzaban nuestros credos.
Muy pocas veces el cine cubano, hecho por noveles o consagrados, a lo largo de los últimos veinte o treinta años, ha logrado recorrer con tanta naturalidad y honradez la decepción, el desconcierto y el naufragio, el ansia de trascendencia ante la futilidad, como se muestra en las películas mencionadas que abordan nuestra historia reciente, atraviesan varios estratos de lo público y lo privado, y exponen simbólicamente los últimos cuarenta años de la Historia de Cuba, a partir de los sueños y frustraciones de los protagonistas, cuyas predestinaciones se relacionan con la victimización del melodrama, como se observa en Santa y Andrés, El acompañante, Un traductor, y en varias otras de las mencionadas. Porque el cine histórico cubano descubrió, en su constante alianza con el melodrama, el modo de reescribir con imágenes, sombras y luces temblorosas, el pasado de una nación con asombrosa vocación para superar sus propios errores y desafueros.
(Tomado de La Jiribilla, nro. 870)