NOTICIA
A cincuenta años de Un retablo para Romeo y Julieta
Hoy recordamos un estreno cinematográfico que tuvo lugar en el cine Riviera de la capital cubana hace exactamente medio siglo. Se trata del filme Un retablo para Romeo y Julieta, puesta en pantalla del ballet homónimo coreografiado por Alberto Alonso, con Alicia Alonso y Azari Plizetsky en los roles estelares. Fueron secundados por ascendentes figuras —ahora legendarias— del Ballet Nacional de Cuba (BNC), con un elenco integrado además por el cuerpo de baile de la Compañía y estudiantes de la Escuela Nacional de Arte. Fue un suceso culturalmente memorable: refiere a dos manifestaciones del Arte en intensa colaboración con el fin de perpetuar fílmicamente una obra danzaria, vista primordialmente desde la perspectiva de los espectadores que acuden a su representación en un auténtico escenario teatral o su simulación.
Esta premisa es común a la de otras célebres películas "de ballets" acometidas por la cinematografía cubana. Lo que desmarca a las obras resultantes del mero registro testimonial es tarea y meta del realizador, responsable de dotarlas de subjetividad formal y un sentido perceptible, estéticamente impactante. En este caso, el realizador fue Antonio Fernández Reboiro, con el concurso de Jorge Haydú en la fotografía y de Nelson Rodríguez en la edición. Del registro sonoro se encargaron Adolfo Cárdenas, Carlos Fernández y Jerónimo Labrada. De la producción, Raúl Canosa. Los diseños de escenografía y vestuario fueron de Salvador Fernández. Fue filmada en formato de 35 mm, en colores. Y la versión estrenada un día como hoy duraba 80 minutos.
El Ballet Nacional de Cuba ha mantenido prolongada relación con la anécdota de los amantes de Verona. El 20 de mayo de 1956, el Ballet de Cuba estrenó el primer acercamiento coreográfico de Alberto Alonso al tema, recurriendo a la famosa y compleja partitura de Serguei Prokofiev. Dos años después, produce una nueva coreografía, basándose en el homónimo poema sinfónico de Chaikovski —caracterizado por su autor como "obertura-fantasía"—. En 1965, Lorenzo Monreal emplea la misma pieza de Chaikovski para crear el ballet Ensayo renacentista, con Aurora Bosch en el rol de Julieta. En 1969, Alberto Alonso estrena la primera versión de Un retablo..., con música electroacústica original de Vázquez Miyares y la colaboración de Antón Arrufat en la escritura del guion. Al año siguiente se estrena la versión definitiva, apelando esta vez a la sinfonía dramática para orquesta, coro y solistas de Hector Berlioz (1803-1869), con inclusiones del también francés Pierre Henry, creador de música concreta y frecuente colaborador de Maurice Béjart. En 1971 esta versión es llevada al cine. En 1985, el BNC estrenó la coreografía de Serge Lifar, nuevamente con la obertura de Chaikovski. En 1989, Iván Monreal regresa con la música de Prokofiev. En 1990, Josefina Méndez interpreta a Julieta en la versión de Jorge Lefebre. En 1999, Alberto Méndez crea una obra con el mismo tema y en 2003 el BNC estrena Shakespeare y sus máscaras, con coreografía de Alicia Alonso y música de la ópera Roméo et Juliette de Charles Gounod.
¿Cómo enfrentarnos hoy a este filme estrenado hace cincuenta años? Un acercamiento serio y desprejuiciado comenzaría por intentar entender el ballet que le da origen. Para ello es necesario analizar brevemente qué ocurrió con las obras de Shakespeare desde su estreno hasta nuestros días. Es común percibir a las creaciones del bardo de Stratford-upon-Avon como valor insuperable e imperecedero, capaz de interesar y conmover a "sucesivas generaciones" de lectores y espectadores —lo entrecomillado proviene de la definición de "clásico" aportada por Jorge Luis Borges—. En realidad, poco después de su muerte la producción dramática atribuida a Shakespeare cayó en el olvido y así permaneció hasta que fue "rescatada" por los poetas románticos. Este redescubrimiento motivó un sesgo en la manera de percibirlas. El siglo XX se empeñó en expurgarlas de la rémora romántica; se las intentó leer desde diversas perspectivas afines a la sensibilidad del nuevo siglo: sicoanalítica, surrealista, expresionista, "distanciada" (en el sentido brechtiano), recontextualizándolas con puestas teatrales o audiovisuales que modifican deliberadamente sus ethos —el contexto espacio-temporal en que transcurren y la gente que lo puebla—. El feminismo y la otredad también configuraron acercamientos al mythos y la dianoia (es decir, a los argumentos y su mensaje) del canon shakesperiano. Entrarle a los clásicos por el costado fue muy propio de las décadas del 60 y 70 del siglo pasado, décadas transgresoras, no tan originalmente disruptivas como las que inauguraron el siglo, pero sí favorecidas por un contexto sicológico y político en que a falta de nuevas ideas se procedía a cuestionar las existentes y se incurría en el acercamiento inusual, irreverente incluso, a las magnas obras del pasado. Algunos de estos experimentos han resistido mejor que otros el paso del tiempo. Cada espectador es libre de juzgar y discernir en qué medida una obra como Un retablo para Romeo y Julieta mantiene su actualidad —y ahora me refiero por igual al filme y al ballet que lo motiva—.
Su condición de tragedia dota a la obra original de un incuestionable pathos; a través de este pervive algo del romanticismo que el siglo XIX le confirió a la historia y que tan obvio resulta en las recreaciones musicales de Berlioz y Chaikovski. Por eso, en la coreografía de Alberto Alonso filmada por Reboiro, constituyen momentos de casi seguro disfrute el lamento de lady Capeto ante el cadáver de Teobaldo —con el emotivo aporte vocal de Alba Marina y el exquisito patetismo de Josefina Méndez, cuya caracterización, por cierto, recuerda bastante a la del mismo personaje en la aplaudida versión fílmica de Franco Zeffirelli— y las dos escenas de la infausta pareja protagónica, en que la hermosa música de Berlioz se revela precursora de la Tristán e Isolda wagneriana. Para los espectadores de hoy y del futuro será de excepcional interés el reencuentro escénico y fílmico de Azari y Alicia, esta última en la plenitud de su perfección artística. Los incondicionales amantes del cine y quienes se interesan puntualmente por la evolución estética, de seguro encontrarán otras posibilidades de disfrute en este filme singular, en el que confluyeron los mayores talentos del ballet de entonces y un equipo de realización francamente de lujo (para comprobarlo basta con repasar los créditos).
Unas palabras imprescindibles acerca de su director: camagüeyano nacido en 1935, estudió medicina y arquitectura antes de acercarse al cine. Más conocido como realizador de carteles, actividad a la que se incorporó en 1964, es el autor del celebérrimo cartel de Harakiri, con el que ganó el Premio Especial del International Poster Show de Colombo. Además del filme que nos ocupa hoy, realizó la versión fílmica del ballet Edipo Rey (1972), también con fotografía de Jorge Haydú. En España, tierra natal de sus padres, vivió sus últimos años, diseñando para el cine y el teatro. Los créditos de Un retablo..., que recuerdan indistintamente a los tickets de entrada a las salas de proyección o corrientes rótulos de la papelería de oficina, enaltecidos por un exuberante empleo del color, delatan su filiación al Pop Art.
Nota:
El autor agradece a Luciano Castillo, director de la Cinemateca de Cuba, y especialmente a José Ramón R. Neyra, del Ballet Nacional de Cuba, por la amable colaboración brindada para la realización de este texto.