NOTICIA
Chevalier: por un feminismo de la diferencia
Athina Rachel Tsangari, el rostro femenino más visible del cine griego contemporáneo (TheSlow Business of Going, 2000; Attemberg, 2010; The Capsule, 2012), propone en su cuarto largometraje,Chevalier (2015), un inquietante relato que somete bajo una mirada clínica los desempeños y características tradicionales asociados a la masculinidad hegemónica.
Ella nos dice, a su modo bastante irónico, que esa manera de ser hombre, las particularidades que definen la masculinidad en la cultura patriarcal en general —tipos fuertes, narcisistas, competitivos, musculosos, viriles, prepotentes y un largo etcétera—, no solamente benefician a los varones, sino también son padecidas por ellos mismos, sobre todo cuando estos se ven compelidos a demostrar la valía de sus atributos y roles para convertirse, a los ojos de todos, en triunfadores.
En ese propósito la película efectúa una mirada desestabilizadora a la configuración de una práctica de género que coloca entre signos de interrogación la legitimidad de la naturaleza hegemónica del patriarcado. En su aparente banalidad discursiva hay un poderoso ejercicio de escrutinio que, escalpelo en mano, nos recuerda un famoso eslogan que caracterizó el movimiento feminista radical de los setenta en el siglo pasado: vamos, “machete al machote”, parece decirnos la discípula de Lanthimos en su más reciente largometraje. Y que viva la Pepa.
Veamos: unos tipos rudos, maduritos y nada atractivos, se empeñan en competir entre ellos mientras vacacionan en un lujoso yate en las costas del Mar Egeo. Estos argonautas del siglo xxi la tendrán difícil en su juego de espejos para demostrar quién es el mejor en todo, desde tener la salud al quilo, la pesca más abundante, lanzar más lejos las piedrecitas al mar, montar jet-ski con destreza, dormir y roncar como un macho y, vaya si los hay, hasta tenerla bien paradita para aclarar que todavía a los sesenta, ojeroso y esperpento, el temba baila el “buey cansa'o”. Y la fila de ridiculeces anda, donde las hay, con escenas en apariencia aburridas.
Pero, cuidado, que el filme de la ateniense no es la melonada que el lector está pensando. La Tsangari ha declarado que su compenetración con los personajes resulta “más comprensiva que airada”, pero esas palabras a mí no me convencen en lo más mínimo. Cómo no ver en su excelente retrato de la masculinidad en crisis la sorna que se desliza con inteligencia, la burla que a ratos nos deja boaquiabiertos cuando campea en cada escena como Juan que se manda. Y según se prefiera, acepte o rechace.
La hipertrofia de la masculinidad, descentrada en sus estereotipos sexistas, es consecuencia de su hipocresía moral, de la caducidad de su solipsismo y del solapamiento de una solidaridad genérica que esconde, bajo el tapete, sus vulnerabilidades: aparenta la solidez matrimonial, vive todavía amparado en las faldas de la madre, no sabe cocinar o lo hace muy mal, adicto a los vicios, le tiene miedo a pincharse con una jeringa, tiene complejos por su apariencia física, no soporta ver la sangre y prefiere cortarse las nalguitas para que se las toquen. Dicho así, en su sentido más literal, hasta qué punto es posible, todavía más, sostener la idea de la posición dominante de los hombres respecto a las mujeres.
Nada de esto me resulta tan importante como la pretensión clínica de esa mirada que, en tanto propone un descentramiento, muy lúcido, de la masculinidad conflictuada, al mismo tiempo participa de una perspectiva feminista anclada a su ideología de la diferencia, como parte de esa corriente filosófica que hoy conocemos como feminismo cultural. Pareciera que, en cada emplazamiento de la mirada, en cada detalle planificado de la estructura del relato, la Tsangari hace aflorar un enunciado que a mí me resulta lapidario y sincero: ser mujer es hermoso. Y aquí es donde algunos críticos y espectadores no le perdonan a la griega esta radiografía del machote que ha sido, hay que decirlo, tasajeado a diestra y siniestra.
Brillante: la planificación de los accidentes narrativos en el relato. A poco de iniciado el metraje, cada prueba en la competición añade más elementos esclarecedores respecto a la psicología de los personajes que funcionan, en sus asimetrías conductuales, como una metáfora de una masculinidad multiaspectual, de ahí que no importe mostrar quién gana el premio, sino la consolidación de la eficacia del discurso ideológico de la película. Es justo esa la mejor escena, y su final. Luego de altercados, ironías y desacuerdos, no importa lo sucedido, el macho sigue siendo el que manda, después de todo, y cada uno contento a su reinado en casa, como si no hubiera pasado nada. Es justo en ese final donde la risa de la Tsangari estalla con más estridencia.
Muy bueno: las actuaciones de los personajes cuyos nombres me ahorro por la complicación de transcribir del griego. Esta película descuella, sobre todo, por su composición visual, el modo en que el distanciamiento de la mirada no compromete el revelado de hasta qué punto hay una visión calculadora, tal vez cínica, premeditada. En lo particular, no soy partidario de satanizar a la Tsangari. Me río con ella y todos aquí felices.
Lo peor de la película: a veces, el abotargamiento de su tempo narrativo da la impresión de que se ha dicho todo y no hay nada nuevo que aportar al decurso de la acción. Como si su registro observacional, tanto regodeo en la ridiculez, fuera sinónimo de alevosía, de premeditación.
Te digo mi nota: de 5, 4; y lo dejo ahí.
Solo voy a añadir que ojalá la próxima película de la griega no sea, por causa de esta, un llamado de atención a la violencia contra las mujeres.