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Arturo Sotto y la suprema constancia (Parte III)
Teniendo en cuenta que estudiaste Artes Escénicas en el ISA, ¿qué método utilizas para la dirección de actores?
Creo que el hecho de haber estudiado actuación me permite acercarme a los actores desde un nivel de complicidad que favorece el trabajo. Esa formación posibilita entender los mecanismos internos de un actor, los resortes psicológicos que emplea, partiendo de su propia experiencia. Cada actor o actriz es un universo diferente que tiene su propia manera de enfocar la construcción de un personaje, los hay más estudiosos o más intuitivos. En cualquier caso, el actor debe llegar al set con un conocimiento previo y concreto del trabajo que va a enfrentar, no solo de la psicología del personaje y de la construcción que haga del mismo, sino de un proceso de ensayo, al menos los que tienen una mayor participación en la película. Me gusta ensayar porque considero que debo entrar al set con una idea prestablecida de la puesta en escena, un diseño escénico de lo que va a ocurrir. Llego con un guion técnico bastante claro, susceptible a los cambios que la realidad te puede condicionar, la luz te puede condicionar; pero como me formé en la profesionalidad y el respeto al cine, a lo que significa el costo de un día de filmación, nunca he ido al set a improvisar nada. Pero volviendo a la pregunta: método no tengo ninguno, creo que son las películas quienes me dictan la manera en que voy a enfocar el trabajo. Por suerte he trabajado con talento muy profesional, pude haberme equivocado en alguna selección, pero eso también forma parte de la experiencia. Me esmero todo lo que puedo porque el casting es fundamental, es el rostro que tiene la película; aunque insisto: los llamados a una prueba de casting son la primera oportunidad que tiene el director para comenzar a visualizar una imagen en la que ha trabajado mucho tiempo, es su primer acercamiento físico y emocional al personaje, no es una prueba para valorar la calidad de un actor o una actriz.
“Es madera dura, de Carrara”, para mí es una frase deliciosa en toda la historia del cine cubano, a la altura de la “cadena puerto-transporte-economía interna” de Adorables mentiras, de Chijona o la trompetica de Vampiros en La Habana, de Padrón, en lo que a humor se refiere. Pero tu humor es cuidado, culto y refinado, ¿es una intención expresa, es visceral, cómo emerge?
La crítica de cine en Cuba tiene una visión de la comedia algo peyorativa, parece considerarla un género menor. Es un criterio que se ha extendido al periodismo, y que siempre ha estado presente en festivales o eventos competitivos del cine donde casi nunca gana una comedia. Por Boccaccerias… me acusaron de tocar fondo. Ojalá pudiera escribir más comedias, me complace y me divierte; pero no me siento un humorista a tiempo completo, no me siento capaz de estar inventando gags o situaciones hilarantes. El humor sale de una manera también orgánica, es verdad que está prácticamente en todas las películas, hasta en Nido de mantis, que es una tragedia, está el humor. Con Boccaccerías Habaneras me daba mucho temor que no fuera simpática porque tenía que ajustarme al canon, y lo que hay de Boccaccio son las semillas inspiradoras, no son traslaciones literales de los cuentos, más bien del espíritu. Es un humor que asocio en parte al exorcismo que ironiza con la realidad. Intento que sea lo más refinado posible, como tú dices, aunque en ocasiones el choteo sea inevitable.
Caro diario es un libro de cuentos que te publicó Ediciones UNION en el año 2012. ¿Es también un inventario de temas para próximas películas?
La literatura comenzó a ser un refugio, un escape, casi un acto de sanación espiritual; cuando no podía filmar algo lo convertía en un cuento. A veces tenía la idea para hacer un corto; pero hacer un cortometraje en Cuba —con las condiciones de producción en las que me formé— es tan difícil, que guardo todas las energías para procurar un nuevo largometraje. Entonces comencé a escribir cuentos que poco a poco fueron conformando un libro. Curiosamente también se daba el camino inverso, porque La noche de los inocentes es la conjunción de dos cuentos, uno que se llama “Maldito Bresson”, la historia monologada de un policía que cuida las colas en el festival de cine de La Habana; y otro que titulé “Los setecientos golpes”, que cuenta la agonía de un travesti que es golpeado por su padre en plena calle. Caro diario —el libro— viene a servir también como un inventario de esos años duros en que no pude filmar, la literatura fue la tabla de salvación, la compañera que me auxilió en los naufragios del ánimo. Terminaba de hacer un cuento y sentía que había hecho una película, pasaba del masoquismo a la esquizofrenia, esto último te lo digo con humor.
Quien recorra tu obra desde el inicio va a encontrarse constantemente citas y guiños al cine cubano, especialmente a Titón, lo que te marca, a mi modo de ver, como un continuador de ese cine del Icaic. ¿Es eso lo que te lleva a realizar las entrevistas que después se convirtieron en Conversaciones al lado de Cinecittá I y II?
Si esta hubiese sido una entrevista al uso, tú habrías empezado preguntándome mi primer recuerdo del cine, la primera película que me impactó y cosas por el estilo. Y la verdad es que no hubiera podido darte una respuesta muy satisfactoria en ese sentido, porque mi pasión por el cine se inicia en el deseo de sentirme grande, lo digo literalmente: entrar al cine a ver películas para mayores de 12 años, me daba igual que fueran buenas, malas o regulares. Luego, con la adolescencia, la necesidad de ir al cine era más bien erótica, la sala oscura fue el espacio para besar a la novia de turno y acariciar lo prohibido. Empecé a ir al cine por motivaciones extra artísticas. Como vivía al lado del Yara, pues estaba en el cine constantemente —quién puede aplacar los deseos de la adolescencia—, y las películas que más me gustaban eran las cubanas, también eran las que más tiempo estaban en cartelera. No puedo decirte la cantidad de veces que vi El brigadista, Se permuta o Los pájaros tirándole a la escopeta, y eso me fue creando una relación muy particular con el cine cubano. Me interesaba mucho nuestro cine, lo que se estaba haciendo; esa fue una de las cosas que recuperé durante el tiempo que dirigí Cine Cubano, que volvieran a aparecer los reportajes fotográficos de las películas en producción.
Ya después, cuando me inserté en la industria y conocí a esas personas ignoradas por los medios, entendí que todos aquellos creadores debían tener un espacio en la historia. No podía entrevistarlos a todos, pero al menos los que de alguna manera habían dejado una impronta y tenían las mayores responsabilidades en la realización de una película, que al final viene siendo la historia de nuestro propio cine. Pero tú bien sabes que lo que siempre he querido hacer, y no se ha conseguido aún —he presentado el proyecto a las tres últimas administraciones del Icaic sin una respuesta concreta—, es una serie documental sobre nuestro cine. Un proyecto que escribí en el año 2008 animado por muchas urgencias que ahora no voy a detallar. La más importante era la certeza de que los jóvenes desconocían la historia del cine nacional, una cinematografía subvalorada por los medios porque había entrado en una zona de sospecha, ideológicamente hablando. Un proceso que comenzó en los años noventa, cuando nuestras películas sufrieron cualquier cantidad de acusaciones, como si le hubiéramos vendido el alma al diablo con las coproducciones, cuando fue la única manera en que pudimos salvar la industria. Presenté el proyecto de la serie y como no lo aprobaron, regresé a la literatura—en este caso el periodismo— como el espacio donde expresar ideas. Se iba a celebrar el 50 aniversario del Icaic, y le propuse a la dirección de La Gaceta de Cuba realizar una serie de entrevistas dentro de un amplio dossier que llamaría Este cine nuestro. Lo aceptaron y se empezó a publicar, ya después Pablo Pacheco tuvo la feliz iniciativa de convertirlo en el libro que salió en el 2010. Seguí insistiendo en la serie, pero la voluntad de hacerla no se manifestaba. Continúe realizando nuevas entrevistas con mucha gente que se me había quedado en el tintero. Diez años después, para el60 aniversario del Icaic, presenté una versión ampliada a Ediciones Icaic, así nació Conversaciones al lado de Cinecittá II, siempre signada por muchas urgencias, ninguna de ellas extra artística.
¿Cuál crees que debería ser el rol del Icaic en la futuridad del cine cubano, en estos momentos en que se dan toques finales a la Ley de Cine de Cuba, que deberá derogar aquella 169 de marzo de 1959 que creó el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos?
Esa es una pregunta que valdría para otra larga conversación. Se acaba de aprobar un decreto-ley que cambia y amplía las maneras de hacer cine o audiovisual en Cuba. No es una nueva ley como lo estás planteando, pero sí un cambio sustancial que establece la formación de nuevas entidades. Te hablo del Registro del Creador Audiovisual; el Fondo de Fomento que democratiza el acceso —por concurso— al financiamiento del Estado, espacio donde será primordial la valoración artística de los proyectos si aspiramos a un diseño inclusivo y renovador del cine cubano; la Comisión Fílmica, cuyo mayor atributo debe ser la diligencia en los trámites de permisos para rodajes; y una oficina de atención a los creadores independientes que legitima la producción autónoma y les ofrece un marco legal para trabajar. Es una transformación profunda como resultado de una extensa batalla, de años, donde muchos compañeros echaron rodilla en tierra. Un proceso que no estuvo exento de laceraciones y desgaste entre los creadores y las instituciones, cosa a la que se debería prestar mayor atención —de cara a esa futuridad que mencionas— porque genera un clima de descrédito nada favorable para el trabajo cultural. Esas nuevas dependencias estarán bajo la égida del Icaic, quien será el responsable de hacer funcionar todas esas unidades de creación que abarcarán la producción audiovisual del país. No creo que sea una tarea fácil, conlleva un proceso de aprendizaje y perfeccionamiento donde será esencial la capacidad organizativa de los que comanden la faena. Es posible que surjan nuevas batallas, en el orden interno, para la consolidación de estos mecanismos que deberán desenvolverse —por sobre todas las cosas— con la mayor transparencia. La transparencia es una virtud que se ha ido borrando del diccionario administrativo en función de los intereses, de lo que puede ser provechoso o no para la entidad en cuestión, casi comparable a “entregarle armas al enemigo”. La transparencia será la garantía de calidad y honestidad en los resultados. A eso habrá que añadir los criterios artísticos en la evaluación de los proyectos, insisto en eso porque percibo la falta de un juicio crítico certero, percibo mucha hojarasca sembrada por diletantes que apresuran la primicia de una crítica reduccionista y en ocasiones disparatada; observo prejuicios y empatías contaminantes, oportunismos y desequilibrios muy peligrosos en la jerarquización del arte, el llamado relativismo que linda con la ignorancia.
Al mismo tiempo el Icaic deberá mantener y mejorar su diseño de producción y exhibición, que fue el sentido original de su existencia, tanto en el orden artístico como industrial. De no hacerlo, si es que conserva esa meta, allanará el camino para los que anhelan su paulatina inanición. Vincular armónicamente esos dos fundamentos o particularidades del cine, en el contexto de nuestro país, fue tarea de titanes. En cualquier caso la futuridad debe ser inclusiva, con visiones y puntos de vista sobre el cine — sus contenidos y sus formas— que habrá que seguir actualizando. Te pongo un ejemplo que puede parecer poco relevante: en un número de la revista Cine Cubano publicamos un editorial que exhortaba a la conversión del Archivo Icaic en el archivo nacional de la imagen audiovisual, para esto no habría que esperar la redacción de una nueva ley, basta con una disposición ministerial que dicte la obligación de inscribir cada obra que se realice y dejar una copia en el archivo. Hay mucha obra realizada en los últimos años, fuera de los muros del Icaic, que corre el peligro de perderse, almacenada en discos duros y memorias flash. Eso también forma parte de la memoria de la nación. Pero bueno, a veces tengo la impresión de que el análisis más sereno de una revista tiene menos incidencia que una catarsis de Facebook, un Twitter o la crónica de un periódico extranjero. Y te confieso que no en pocas ocasiones me ha acosado la paranoia, por suerte algunos amigos me advierten que no tome las cosas a título personal, que las razones de la inoperancia pueden estar ligadas al desinterés, el conformismo o el desconocimiento. Ojalá y esté equivocado, en esto y en muchas otras cosas que siempre quedan por decir.
Lo mencionaste hace un rato y voy a aprovechar el enunciado para hacerte una última pregunta, regresamos al teatro. En octubre pasado se estrenó el espectáculo Oficio de isla, dirigido por Osvaldo Doimeadiós, que se centra en una pieza tuya, Tengo una hija en Harvard. ¿Esa vuelta a las tablas fue también una necesidad visceral?
Absolutamente, y me fue la vida en ello. ¿Recuerdas el mito de Sísifo? Empujar la piedra buscando la cima y que la piedra vuelva a caer, esa es la agonía del creador. Si se dificulta un camino, habrá que buscar otro, sin tiempo para el cansancio. No podemos cansarnos, querido amigo, porque eso…, parafraseando a Noel Nicola, nadie nos lo va a perdonar.
(Tomado de La Jiribilla, no. 875)