NOTICIA
Arturo Sotto y la suprema constancia (Parte I)
Confieso que siempre me sedujo la idea de entrevistar a Arturo, entre otras cosas por el aquello de jugar un poco al “cazador cazado”, lo que en este caso sería al “entrevistador entrevistado”. La idea de tener detrás de la grabadora a un excelente entrevistador, además de sus probadas profesiones habituales, me sigue pareciendo muy interesante. Así transcurrió aquella mañana en que decidimos conversar, encontrando puntos comunes en nuestros andares y afinando la guitarra de su pequeña hija. Parafraseando a Noel Nicola: “Las maravillosas coincidencias de amores por el cine, las guitarras y las músicas”.
Teniendo en cuenta que el teatro y el cine son disciplinas bien diferenciadas (técnicas, estilos, modos de hacer), ¿cuánto hay de teatrista en el cineasta Arturo Sotto o viceversa?
Mi primera gran pasión relacionada con el arte fue el teatro. Empecé en la Escuela Lenin montando obras con la pasión propia de los aficionados, teníamos mucho entusiasmo y hasta llegamos a participar en festivales nacionales de la FEEM [Federación de Estudiantes de la Enseñanza Media]. Aunque solo fueron los dos últimos años del preuniversitario, fueron bastante intensos, montamos cuatro obras, la mayoría comedias. Pero eso no quiere decir que mi aspiración en la vida era ser teatrista, entré a la Facultad de Artes Escénicas del ISA [Instituto Superior de Arte] por casualidad. Pasó que Ihosvany Caballero Brown, hoy día conocido como Vanito Brown, el trovador, quería hacer las pruebas de aptitud y me pidió ayuda. En aquella época, los trovadores no hacían carrera como cantantes, no tenían la tradición de la escuela musical y por eso casi todos procuraban sus estudios universitarios como “escénicos”, así nos llamaban los que pertenecían a otras facultades. Vanito quería entrar al ISA, le daba lo mismo que fuera como actor o dramaturgo, entonces me pidió que montáramos algo para hacer la prueba de actuación. El día señalado nos fuimos a aquel castillo de ladrillos mágicos y escamosos, hicimos una escena de teatro cubano, y cuando terminamos Armando Suárez del Villar me preguntó si me interesaba ser actor. En el jurado de selección también estaban Flora Lauten, Herminia Sánchez, Ana Viñas, y otras glorias ilustradas de nuestro teatro que impartían clases en la Facultad, solo faltaba Raquel [Revuelta]. Me dijeron que regresara al día siguiente si quería entrar a la Facultad, tenía que verme Raquel. Hablé con mi padre para consultarle tamaña decisión —yo iba a ser médico igual que él, como casi todo el mundo en mi familia— y así…, de un día para otro mi vida cambió, regresé a la mañana siguiente para el visto bueno de la Revuelta y a los pocos meses comencé a ser un estudiante de teatro.
Esos cinco años de formación artística fueron fundamentales. Arrastro la formación del ISA en el orden teatral e intelectual, tuve la dicha de formarme en aquellos años muy convulsos —finales de los ochenta— para la cultura cubana.El antiguo Country Club fue uno de los escenarios de confrontación, quizás el de mayor fervor. Siempre digo que lo más importante que me dejó el teatro fue el sentido del respeto hacia el arte y el rigor hacia el trabajo. Flora Lauten nos decía que cada vez que nos subíamos al escenario se nos iba la vida en ello, y esa ha sido la gran lección hasta el día de hoy. Además tuve la suerte de contar con profesores extraordinarios, como la propia Flora, Vicente Revuelta, Armando Suárez del Villar, Humberto Arenal y Roberto Blanco, la lista es envidiable.
Sin duda mi primera película, Pon tu pensamiento en mí, está permeada de esa experiencia, la idea de una compañía teatral que viaja de pueblo en pueblo. Ese fue un proyecto que en algún momento quisimos hacer en el ISA, un poco a lo Molière, con una carreta y una carpa. Al final decidimos fundar un Festival, Elsinor, aunque ya nadie recuerda al par de locos que inició aquella aventura. Hace poco leí un artículo de la Dra. Pogolotti, donde menciona el espectáculo que hicimos en la primera edición del Festival, se titulaba Escuadra a ras de sueño. Su simple recuerdo, después de tantos años, es la mejor crítica recibida en mi efímera vida teatral. Todos esos sueños acumulados están en Pon tu pensamiento en mí, y también en La noche de los inocentes, donde nos planteamos una puesta en escena con un diseño teatral.
Director, escritor, actor, ¿las inquietudes vienen desde el inicio todas juntas? No se observa en tu quehacer que ninguna haya quedado detrás, ¿cómo manejas esto?
Disfruté mucho la experiencia como actor durante el tiempo que duró la carrera; como tuve profesores tan diversos, pasé por diferentes escuelas, maneras de interpretar la puesta en escena, intereses y conceptos. Con Flora hicimos teatro de creación colectiva; con Humberto Arenal, teatro latinoamericano; con Vicente montamos en clase Sueño de un noche de verano, de Shakespeare, y en un taller independiente comenzamos a trabajar El largo viaje de un día hacia la noche, de Eugene O´Neill, pero nunca la terminamos; con Armando —que era un profesor un poco paralelo— me involucré en el teatro cubano del siglo XIX porque eso era lo que a él más le gustaba hacer; y con Roberto Blanco terminamos haciendo una obra de Valle Inclán. Fue todo un lujo, con su cuota de desencuentros y dolores, pero lujo al fin. Luego, cuando entré en la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños (EICTV), me enfoqué en la dirección. Escribía lo que quería dirigir, por necesidad, casi como acto de exorcismo; entonces me di cuenta, con el tiempo, que la carrera de dirección no me había enseñado las herramientas suficientes para el trabajo de guion como una especialidad que merece un estudio constante. Por esa razón comencé a leer más sobre la dramaturgia del relato cinematográfico, no como complemento sino como aprendizaje. A eso me he dedicado en los últimos años, sin dejar de escribir, sea un guion, un cuento, cualquier cosa, tratando siempre de que los procesos vayan saliendo de la manera más orgánica posible en la espera de regresar a un set de filmación. No soy de los directores a los que les llegan guiones por encargo, escribo por necesidad y he aprendido a disfrutarlo por muy incierto que sea el trabajo.
El documental y la ficción son categorías fílmicas muy específicas y están presentes en tu obra, ¿cómo te colocas ante cada una de ellas?
La verdad es que me siento más cómodo y más libre en la ficción. Respeto mucho el documental, como reverencio la buena poesía en la literatura. El documental exige un posicionamiento ético ante la problemática que se va a abordar, y eso lo respeto y cuido mucho. Los documentales que he realizado han sido ineludibles, son proyectos que surgen de una necesidad vital, como el caso de El misterio de las aguas, una obra con cierto carácter antropológico sobre la Virgen de la Caridad del Cobre. Fíjate el nivel de respeto que profeso por el documental, que conversando contigo ahora recuerdo el montaje de Bretón es un bebé, en Brasil, y las interminables discusiones que tuve con Manoela Ziggiatti, la editora, con relación a la ética, el posicionamiento moral ante el hecho que estábamos abordando. Pasamos más tiempo discutiendo que editando. No se trataba de documentar para mostrar o denunciar algo, nuestro punto de vista siempre encarna un juicio que debe respetar la visión de los contrarios, no debíamos dictarle moralejas al espectador. A cada rato salen concursos para hacer documentales; pero siempre pienso que hasta que no encuentre una motivación inevitable, no me vuelvo a lanzar. En tanto voy chapoteando —en el mejor sentido— con la ficción, voy escribiendo guiones que están ahí, a la espera de convertirse en películas, pasan los años y siguen ahí; al principio me entraba mucha impaciencia, hoy lo veo diferente, casi convencido de que las películas se producen cuando ellas mismas quieren— puede sonar a consuelo—, pero la verdad es que todo tiene su tiempo. Disfruto más con la ficción porque me permite imaginar cosas, soñar cosas…
En ese orden de cosas, ¿tú eres de los que piensa que los cineastas hacen cine, independientemente de la categoría o género al que se enfrenten, y que es el tema lo que impone la categoría a utilizar?
En primer lugar, considero que un cineasta es una persona de pensamiento creador que interactúa con la realidad y expresa su universo a través de esa realidad que pretende abordar; y en ese sentido creo que un cineasta debe valerse de cualquiera de estas expresiones, estilos, géneros y categorías de hacer el cine, de acuerdo a su propia inspiración y a la forma que demanda la historia que quiere contar. Por otro lado, también entiendo que como cineasta aprendes herramientas de lenguaje que manejas con mayor conocimiento y práctica, el oficio que te va forjando. Si además llegas a conformar tu propia poética entonces la satisfacción es mayor.
Talco para lo negro es la tesis con la que te gradúas en la especialidad de dirección en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños (EICTV). A la distancia de casi 30 años, ¿cómo defines esa película?
Como aparece en la dedicatoria de los créditos finales: “Para mis padres, una alucinación”, en el calificativo de padres incluyo a mis abuelos. Talco para lo negro…, bueno, es que con el tiempo se van atropellando las inspiraciones. Sí recuerdo que me interesaba mucho el acontecer de la cultura cubana a finales de los sesenta y principio de los setenta, el llamado “Quinquenio gris” y esas expresiones de intolerancia y restricción cultural. Una época que conocí durante los años que pasé en la universidad, el fenómeno de la parametración y todo lo que sucedió con el teatro, esa enorme parálisis que fue un proceso muy traumático para la escena cubana cuando estaba en un momento de florecimiento, todo aquello generó un clima casi de espanto. Recuerdo las conversaciones con José Antonio Rodríguez, Armando Suárez del Villar, y el temor de los actores al subir al escenario porque no sabían si esa sería la última noche, a la mañana siguiente podías recibir un telegrama con una cita obligada y comenzaba el terrible sumario de la parametración. Todo esa corriente de intolerancia que afectó también a la literatura, a la Nueva Trova, lo que pasó con Silvio en el programa “Mientras tanto”, y lo que llegó después, en el 71, toda una cantidad de referentes que me fueron provocando. Recuerdo también que cuando llamé a Luis Alberto García —padre—para hacer la película, y le dije que tenía que pelarse al rape, y empecé a describirle el personaje que le proponía, me respondió que no le dijera nada más porque quizás no llegaría a filmarla.
Aprovecho para agradecerle a Luis Alberto por haber sido el primer actor que confió en mí como director, por entregarse como artista y como ser humano al proyecto, al punto que en medio de la filmación se rompieron los únicos zapatos que tenía y al día siguiente los mandó a coser para seguir filmando. Por ese trabajo Luis Alberto recibió el premio al mejor actor en aquellas muestras de cine joven que se hicieron a finales de los ochenta y principio de los noventa. La tarde que asistió al estreno en el festival de cine de La Habana del 92 —ese año ganamos el premio al mejor cortometraje del festival— se vistió con un traje blanco, como si estuviera yendo al estreno de su mejor película. Salió del cine 23 y 12 y me gritó desde lejos para que todos lo escucharan: “te jodiste, Arturo Sotto, quisiste hacer una película subversiva y te salió revolucionaria con cojones”. Eso es Talco para lo negro.
Entre 1994 y 1995 ruedas y estrenas tu ópera prima, Pon tu pensamiento en mí, que trata de la construcción del líder o de la aparición del nuevo Mesías que las masas necesitan cada determinados períodos históricos. ¿Por qué escogiste ese tema?, teniendo en cuenta que también lo tratas en tu primer ejercicio cinematográfico: En la calzada de Jesús.
Volvemos al teatro, sin quererlo vamos siempre regresando a tu primera pregunta. Salí de la escuela de cine con un guion bajo el brazoy se lo presenté a Alfredo [Guevara], pero a él no le pareció viable y lo descartó. Entonces regresé a la motivación de aquel documental, un poco hermético en su simpleza, que realicé antes de entrar a la EICTV, En la calzada de Jesús, un homenaje muy personal a Vicente Revuelta, Virgilio Piñera y Titón [Tomás Gutiérrez Alea]. Ahí ficcionaba con Vicente, como si él hubiese sido aquel Jesús tropical, el barbero de Piñera que las masas habían escogido como el nuevo Mesías. En el montaje alternaba con una entrevista al Vicente real, el gran maestro del teatro cubano. Entonces me pareció que podía reinventarme todo aquello usando los propios artificios del teatro para representar los milagros de Cristo y hacer más fácil la creencia en el nuevo Mesías, a partir de un hecho teatral. Ese texto lo presenté como guion inédito en el festival de cine de La Habana del año 93 y ganó una mención especial única —así decía el acta del jurado— que convidaba al Icaic para que lo produjera. Después comencé a pulir la escritura junto a Juan Iglesias y aparecieron veinticinco mil dólares de una compañía mexicana (Tabasco Films). A partir de ahí arrancó la película, con enormes dificultades y en medio del Período Especial. La filmamos tratando de utilizar la menor cantidad de recursos posible: reciclamos el vestuario de El siglo de las luces, la carreta de Mascaró…, y hasta de La bella del Alhambra se utilizaron cosas. Con eso hicimos la película, y con los dólares que dio Tabasco se compró el negativo. Esa compañía había invertido anteriormente en Fresa y chocolate, le había ido muy bien y quería seguir apostando por el cine cubano. Por eso siempre digo que comencé a hacer cine en el Icaic gracias a Fresa… Tanto Pon tu pensamiento…, como Amor vertical son el resultado de una película anterior que se llama Fresa y chocolate, porque con ella se cambió la mirada del mundo hacia Cuba y hacia el cine cubano.
Pon tu pensamiento… (Oreja de pan fue el título de producción) es el rodaje que más he disfrutado. Es verdad que había mucha desconfianza, mucho prejuicio hacia los jóvenes que Alfredo decidió promover, eso me creaba una tensión muy particular; pero al mismo tiempo me enseñó el rigor de la industria, me enseñó a considerar todos los recursos que se ponen en función de una película y la obligación de responder en la misma medida, con la profesionalidad que exige el cine. Como nadie confiaba en mí, no pude contar con figuras de experiencia dentro del equipo, por suerte me acompañaron la maestría de Raúl Pérez Ureta en la dirección de fotografía —fue como un tutor dentro del rodaje— y la dirección de producción de Rafael Rey. Pero esa desconfianza provocó que se iniciara mucha gente querida en roles fundamentales dentro de la producción: mi amigo Roberto Viña pasó a convertirse en primer asistente de dirección —sin su capacidad organizativa hubiera sido imposible—, para Diego Javier Figueroa fue su primera película como ingeniero de sonido, Osvaldo Donatién en el montaje, Erick Grass en la dirección de arte, escenografía y diseño de vestuario, y algunos otros nuevos asistentes en dirección y producción. Todas estas personas recuerdan el rodaje como un proceso feliz en medio de aquellas circunstancias tan terribles. Fue una película que después tuvo muy malas interpretaciones, a partir de las lecturas que provocaba en relación a la necesidad y manipulación del mito. Sufrimos de muchos ataques, a todos los niveles.
Pon tu pensamiento… también tiene un marcado discurso posmoderno, al igual que tu obra anterior. ¿Crees tú que con esta película el cine del Icaic marca un giro en su quehacer?
¡No, para nada! Ese tipo de consideraciones no me atrevo a hacerlas, tampoco creo que hubo un cambio en el cine producido por el Icaic. Hace un rato te conté mi entrada a la universidad, con diecisiete años, en medio de esa vorágine de discusiones que se producían en el ISA en aquel momento. De repente te ves obligado a comprender ese mundo, a leer, investigar, profundizar, conversar con gente sobre todo eso que tú no entiendes muy bien, lo que es la intertextualidad, el posmodernismo; de repente ves a un pintor como Segundo Planas leer su tesis de grado escrita en un rollo de papel sanitario, las cosas que hacía el Grupo Puré, el arte tomando las calles, los estudiantes negando la obra de sus profesores, y aquellos talleres multidisciplinarios que creó Helmo Hernández donde se vinculaban todas las artes. Era una efervescencia muy fuerte y había que actualizarse, había que correr si querías entender todo lo que sucedía a tu alrededor. No me propuse hacer un cine posmoderno, salió de esa manera porque de algún modo todo eso estaba ahí, como experiencia de vida, a lo que habría que añadir la estrategia de producción que asumimos para bajar los costos. Se escribió mucho sobre el tema, pero te juro que no hay una intención estética de marcar ni de romper con nada.
Nota: La Gaceta de Cuba, gracias al apoyo de nuestra colega digital La Jiribilla, da a conocer la última entrevista que realizara uno de los más destacados colaboradores con que contó la revista en los últimos años, Carlos E. León (1952-2020). El querido Carlitos, además de trovador y documentalista, desarrolló una labor consciente como periodista, llegando a producir una obra madura que quedó recogida en el volumen Trovar el cine (Ediciones Icaic, 2019). La mayoría de esas entrevistas tuvieron su primicia en las páginas de La Gaceta. Sirva este texto, que por su extensión e interés damos a conocer en tres partes, como un merecido recuerdo al entusiasta colaborador, el amigo entrañable, el eterno hijo de Olimpia.
(Tomado de La Jiribilla, no. 875)