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Andréi Tarkovski retrata a Andréi Rubliov (y viceversa)
Andréi Rubliov (1966) es una de las altas cumbres del universo llamado Andréi Tarkovski (1932-1986), una joya del cine y la libertad autoral (aunque se presentó en el resto de Europa siete años después de su primera proyección, y obtuvo premios en Belgrado y Helsinki) y, con toda seguridad, uno de sus trabajos más apasionantes y enigmáticos, que se aleja del biopic al uso y se erige en un amplio mosaico de imágenes paradigmáticas y potentes.
Tarkovski ―uno de los grandes artistas del cine, con una poética visual incomparable por el nivel de sublimidad lírica y pictórica, al igual que la densidad místico-filosófica de sus filmes, que requieren a un espectador contemplativo y perspicaz― consideraba que el cine era “un mosaico hecho de tiempo”, de modo que lo que lo diferenciaba de otras artes era su capacidad para “atrapar” la realidad de ese tiempo.
Su lenguaje cinematográfico es único y fácilmente identificable, algo que no todos pueden lograr, y que en Andréi Rubliov permite que proyecte un ambicioso acercamiento a una de las figuras artísticas más relevantes de la pintura rusa, el monje y pintor de iconos Andréi Rubliov (¿1360?-¿1430?), y a una etapa convulsa de la historia nacional (el siglo xv) y de la conformación del alma rusa.
Durante varios años, Tarkovski (director de La infancia de Iván, Solaris, Zerkalo, Stalker, Nostalgia y Sacrificio) y el coguionista de su primer y anterior filme, La infancia… (1962), el también director Andréi Mijalkov-Konchalovski (Runaway Train, Tango & Cash, La Odisea), se dedicaron a escribir el guion de la película amparándose en documentos medievales, tanto literarios como gráficos, y en el arte y la cultura antigua de Rusia. El cineasta necesitaba viajar a una época y recrear un estilo de vida hasta en sus más mínimos detalles (logrado en la película, además, por la dirección artística de Yevgeni Chernyayev, los decorados de S. Voronkov, y el vestuario de M. Abar-Baranovskaya y Lidiya Novi).
En el filme Rubliov no se “explica” a sí mismo, pues Tarkovski prefiere que los contornos de su personalidad y su alma queden definidos más bien por lo externo a él que por su interior. Por eso la estructura (dividida en los capítulos o cantos: “Bufón”, “Teófanes, el griego”, “Celebración”, “Día del Juicio”, “Atraco”, “Silencio” y “La campana”, y el prólogo y el epílogo, en los que no siempre aparece el personaje de Rubliov o no es necesariamente el protagonista de los mismos, pues varias veces ocupa un papel de mero testigo, como en el episodio de la campana, hermosa metáfora de la fe y pequeña obra maestra, en cuyo final el blanco y negro de la película darán paso al color de los iconos reales de artista ruso) da cuerpo al viaje iniciático de Rubliov no solo en su formulación clásica, sino también como el eterno retorno al propio círculo, ya que el pintor vive una peripecia física casi opuesta a su peripecia espiritual.
Mientras es reconocido, aceptado como discípulo por Teófanes, el griego, y llega a pintar importantes sitios, duda cada vez más de sí mismo y, lo que es más importante, llega a perder la fe en el ser humano al ser testigo de innumerables atrocidades. Una cosa es ser un pintor recluido en una celda y otra muy distinta es ver el mundo y darse cuenta de lo imperfecto del hombre y, quizá, de Dios.
Ahí radica el pensamiento vital y creador del artista: para Rubliov el sacrificio de Cristo es un ejemplo del que se obtiene una lección de amor; el ser humano no es malvado por naturaleza, sino que tiene la capacidad de redención, y solo así podemos entender su arte.
Para Tarkovski, Rubliov es interesante precisamente por eso: por la conexión entre el artista y la época que le ha tocado vivir, por la imposibilidad de crear en un ambiente ideal, y porque quizá el arte más trascendente e inmortal nace del conflicto entre el hombre y su destino (más de una similitud encontramos entre el Andréi del siglo xx y el iconógrafo ruso).
Cada capítulo representa un pasaje independiente sobre el peregrinar de Rubliov: desde que sale del convento en el que se encuentra recluido como monje, hasta llegar a Moscú, donde se dispone a pintar los frescos de la Catedral de la Anunciación, como si este fuera un recorrido por la historia rusa bajo el yugo de los tártaros. Todas las partes, pese a estar dotadas de esa no linealidad, aportarán los matices que finalmente servirán para la comprensión global del filme y de Rubliov; una estructura episódica similar a la que usó Kurosawa (en quien encontramos una singular relación simbiótica con el Rubliov de Tarkovski) en sus evocadores Sueños (1990), y que posibilitó se tratara el tema artístico desde diferentes puntos de vista (Tarkovski tenía en el japonés uno de sus directores favoritos).
Aunque Tarkovski pudo rodar quizá un 75 por ciento de lo planeado, sobre todo por los recortes presupuestarios que sufrió la producción, Andréi Rubliov es una obra sólida, enigmática, potente. Porque su puesta en escena es capaz de convocar una tensión psicológica enigmática, que surge de una experta dirección de actores y una mirada insustituible, en la que cada momento captado es “el más importante” de la película.
Los impresionantes exteriores y los cuidados interiores, fotografiados con la habilidad de Vadim Yusov, así como la misma historia de Rubliov, no son más que una excusa para que Tarkovski expusiera su filosofía sobre la existencia humana, no solamente por su perfección técnica, sino sobre todo por la verdad que emana de sus conclusiones y de cada una de las secuencias. Ni una sola nota falsa. Nada falta y nada sobra en este filme. La cámara, increíblemente fluida, es como el ojo nervioso de Tarkovski que sigue a los personajes, o se detiene en un objeto, pero casi siempre en grandes tomas en las que se siente el tiempo pasar, y que quizá por ello varias de ellas resulten aburridas o excesivas para algunos espectadores; así como diálogos largos, o silencios muy prolongados, que llenan un espacio anímico creado por la escenografía y la cámara, como una vasija que se va llenando de agua.
Por otra parte, Anatoly Solonitsyn interpreta a un Rubliov cuyo carácter evoluciona en manos de Tarkovski y sorprende por su espiritualidad interna y su psicología, un actor que desde entonces se convirtió en imprescindible en la obra del director ruso. Encontramos también a Ivan Lapikov, como Cirilo, Nikolai Grinko, que borda a Danil, y sobre todo a Yuriy Nazarov, que da vida a los dos príncipes mellizos.
Gracias a esto, Tarkovski es capaz de afrontar secuencias inimaginables para otro director entonces: la larguísima batalla, perteneciente al episodio “Atraco”, que nada tiene que envidiar al Kurosawa más épico; la lírica de la crucifixión, acaso una ensoñación del propio Rubliov, con la que Tarkovski establece una especie de conexión espiritual entre toda Rusia en base al sufrimiento (la idea que tenía gran parte de la sociedad rusa de entonces era precisamente la de tener que sufrir en silencio el mismo tormento que sufrió Cristo); y el largo bloque del “Día del Juicio”, en el que se dan la mano la barbarie (cuando les sacan los ojos a los pintores) con el lirismo más hermoso e enigmático (el polen flotando en las cercanías del palacio, mientras dialogan los artistas) y que demuestra que las obras maestras de Rubliov no estuvieron inspiradas en la crueldad de los corazones humanos, sino en la fiereza del siglo en que vivió.
Si Andréi Rubliov (canonizado incluso por la Iglesia Ortodoxa rusa) realizó los más importantes y conmovedores iconos religiosos de su tiempo, Andréi Tarkovski, en esta película penetrante, conmovedora, profundamente filosófica y al mismo tiempo históricamente creíble, como un mazazo en pleno rostro, “pintó” con la luz de la cámara una época y un carácter profundamente rusos y al mismo tiempo, en esa búsqueda patente desde la primera imagen del filme, ampliamente universal.
Cuando veo Andréi Rubliov, filme que posiblemente sea, junto a Guerra y paz, de León Tolstói, la obra más importante del realismo ruso, u otros filmes suyos, recuerdo a Rufo Caballero cuando decía jocosamente que Andréi Tarkovski era uno de los cineastas que más daño le había hecho al cine, pues todos los estudiantes querían imitarlo y él, Tarkovski, es, sin lugar a dudas, inimitable.