Toy Story

“¡Al infinito y más allá!”

Jue, 11/26/2020

A Isla Emilia y Carlos Daniel, futuros espectadores de Toy Story

En noviembre de 1995, hace exactamente un cuarto de siglo, el cine de animación conoció el inicio de una nueva era con el estreno, primero el día 19 en The Capitan Theatre de Hollywood, tres días más tarde en todo el territorio de Estados Unidos, de un título cuya significación fundacional en la historia del género sería equiparada con la de Blancanieves y los siete enanitos, de Walt Disney. Nos referimos a Toy Story.

Un aniversario redondo como este es ocasión propicia para evocaciones laudatorias de acuerdo con el perfil de cada medio en cuestión. El programa Historia del cine, por ejemplo, recordaría que fue el primer largometraje animado realizado completamente en computadora y la obra que dio origen al imperio Pixar. Una publicación como Variety resaltaría que con un presupuesto de producción de 30 millones de dólares, obtuvo más de 400 en taquilla.

La revista Fotogramas no dejaría de mencionar que, entre una verdadera multitud de reconocimientos, obtuvo un Óscar técnico por Special Achievement y otras tres nominaciones a mejor música, canción y guion original; mientras su homóloga pero más encumbrada Cahiers du Cinéma destacaría que en 2005 fue incluida por el Registro Fílmico Nacional de Estados Unidos en la lista de películas a preservar por ser “cultural, histórica y estéticamente significativa”.

Por último, de haber sido 11 y no 10 la cantidad previamente establecida, tal vez el más reciente número de Cartelera Cine y Video hubiera sumado a John Lasseter a su rigurosa selección de animadores que han demostrado que este cine “no es cosa de niños”.

En Cubacine, sin subestimar las anteriores valoraciones artísticas y comerciales, lo que nos interesa subrayar es que Toy Story sí es cosa de niños, y en especial de sus más fieles e incondicionales aliados, los juguetes.

A 25 años de su realización, vacilo entre seguir viendo este filme como la celebración del mundo de los juguetes que inspiró su concepción, o mirarla ahora como su réquiem. Porque de entonces a acá, sus protagonistas no han corrido mejor suerte que la de engrosar progresivamente las filas de desempleados del gremio en la medida que la industria del entretenimiento infantil los ha reemplazado por videojuegos y pantallas.

Obsérvese que los niños que aparecen en la película no solo están desvinculados de laptops, tablets o móviles, sino que ni siquiera ven televisión. Su ámbito de esparcimiento y distracción se concentra en esos objetos o seres aparentemente inanimados llamados juguetes, que ellos acogen o relegan, prestan o intercambian, olvidan y reencuentran. En realidad, “jugar” resulta un vocablo insuficiente para definir esa relación “dialéctica” entre niños y juguetes; mucho antes de que el término se hiciera viral en el léxico de psicólogos, sociólogos y pedagogos, lo que siempre ha ocurrido entre ellos es que interactúan.

De otra manera no se pudiera explicar que con apenas unos cuantos meses de nacida, una bebé en la vida real ya entable un diálogo ininteligible pero articulado en volumen e inflexiones con una imagen impresa o un muñeco que sostiene en sus manitos. Algo le comunica este interlocutor que la invita a ella a responderle. El contenido de esta “conversación” solo ellos lo conocen.

Ni tampoco que todos nosotros, en edades muy tempranas de nuestra niñez, como Andy al principio de la película, nos hayamos convertido en guionistas y directores de cine al enrolar a nuestros juguetes en las tramas más rocambolescas de acción y aventuras, en las que también fungimos como autores de los diálogos y efectos especiales.

Toy Story incursiona en esa zona de interacciones lúdicas, pero con el énfasis puesto no en lo que los niños sienten por sus juguetes, sino en lo que estos sienten por sus dueños. No es, por tanto, una película sobre niños con juguetes, sino sobre juguetes con niños. Como los de carne y hueso, sucede que estos seres hechos de plástico y otros materiales tienen una vida propia, y no solo como individuos, sino también como comunidad. Se regocijan y padecen, no son ajenos a la vanidad o los celos, pero se organizan para apoyarse y emprender acciones conjuntas. Exaltan la solidaridad, la lealtad, la unión. Su mundo no tiene nada que envidiarle al de los humanos; más bien, sí mucho que enseñarle.

Si los sentimientos y emociones fueran poco, los juguetes de Toy Story tienen, además, conciencia de clase, identidad, orgullo. Como los enanitos de Blancanieves, que nunca quisieron ser gigantes, estos muñecos viven a plenitud el rol que su manufacturador les otorgó. No aspiran a ningún ornamento o habilidad adicionales; su único temor es ser guardados en una caja u olvidados en algún estante.

De ahí que el advenedizo y prepotente Buzz Lightyear, precursor caricaturesco de los actuales superhéroes y heraldo ―en su condición de action figure― de la revolución tecnológica que invadiría el universo infantil, no encaje en un principio en el grupo, ya que se cree un elegido, no uno más de su especie. Tendrá que sobrevenirle una crisis existencial inédita para un personaje del cine de animación, al descubrir en un comercial televisivo que como él se han fabricado miles, para que acepte con humildad su simple y llana condición de juguete.

Llegamos entonces a la mítica frase que da título a estas líneas, la cual, a solo 25 años de haber sido escuchada por primera vez, emula ya en celebridad con otra que le triplica la edad y es, sin dudas, la más famosa y jamás dicha de la historia del cine: “Tócala de nuevo, Sam”, de Casablanca.

¡Al infinito y más allá!” podría haber sido una exclamación digna de Albert Einstein cuando formuló su teoría de la relatividad. No debe sorprender, por tanto, que además de su profusa explotación mercantil, de ella se hayan apropiado físicos, matemáticos y hasta filósofos para aplicarla a quién sabe qué índole de especulaciones cuánticas y fenomenológicas. Nada más lejos seguramente de lo que quiso decir Buzz Lightyear cuando en el éxtasis de su entusiasmo emprendía alguno de sus vuelos fallidos.

Aunque pensándolo bien, ¿qué quiso decir en realidad el pintoresco astronauta con esa consigna?

Para los incondicionales admiradores de Pixar ahí se resume el manifiesto artístico y empresarial de una firma que ha expandido los dominios de la animación hasta estándares de innovación y perfección técnicas insospechados.

El que suscribe, en cambio, prefiere interpretarla como una arenga de asalto creativo a la imaginación y la fantasía, que es la razón por la que Toy Story, más allá de ordenadores y teclados, es hoy un clásico del cine de animación.

Solo la más emprendedora conquista de una imaginación y una fantasía sin límites ni fronteras es lo que permite volar. Lo demás ―como dice el Sheriff Woody, un vaquero del viejo y lejano oeste transitoriamente venido a menos y luego restituido como líder de la familia de juguetes― es simplemente “caer con estilo”.