NOTICIA
Ad Astra o la fórmula del viaje para encontrarse con uno mismo
Todo un melodrama de ciencia ficción dirigió James Gray en Ad Astra (2019) para reafirmarnos que la exploración del cosmos en este segundo género cinematográfico es, muchas veces, una herramienta básica para diseccionar nuestra propia humanidad, nuestros anhelos y miedos.
Desde la pulsión de supervivencia de Gravity (Alfonso Cuarón, 2013) hasta los complejos viajes en el espacio y el tiempo en la búsqueda de recuperar el contacto con los seres queridos de Interestelar (Christopher Nolan, 2014), pasando por la dificultad de comunicarnos con otros habitantes del espacio cuando no nos entendemos ni a nosotros mismos en La llegada (Denis Villeneuve, 2016) la fórmula ha sido predecible y efectiva en varios filmes recientes: el viaje es el vehículo idóneo para encontrarnos también a nosotros mismos.
Gray (Cuestión de sangres, La traición, Los dueños de la noche, Los amantes, Sueños de libertad y Z: La ciudad perdida) realizó un thriller espacial con reminiscencias reflexivas malickianas y el ritmo pensativo e incalcable de su antecesora Solaris (Andréi Tarkovski, 1972), pero sin la complejidad narrativa de esta. Hay misterio, tensión, múltiples peligros, pesadumbre y sorpresas en el viaje de este hombre roto, Roy McBride, interpretado por Brad Pitt, para encontrar al padre que (se) perdió y, con esta pérdida, que lo marcó para toda la vida, reencontrarse.
Se trata de una aventura de ciencia ficción espacial pero, al mismo tiempo, un ejercicio de introspección sobre la condición humana y la locura, que mantiene al espectador suspendido entre la inquietante belleza de las imágenes y la angustia de un viaje.
Brad Pitt ―que ese año estrenó también Érase una vez en Hollywood, de Quentin Tarantino― resulta una especie de cowboy espacial, un piloto de pruebas, un solitario que hace recordar al capitán Willard de Apocalipsis Now (1979), de Francis Ford Coppola; más bien una versión sideral de El corazón de las tinieblas en la que Kurtz no se oculta en el Congo, como en la novela original de Joseph Conrad, ni en la jungla vietnamita, como en el filme, sino cerca de los anillos de Saturno. Al igual que aquel personaje recibe una orden: no debe matar a un hombre, sino encontrar a su padre, perdido presumiblemente en Marte, y para ello realiza un viaje inesperado, solitario y metafórico al alma del propio protagonista, viaje que se transforma en un drama de carácter psicológico en medio de las búsquedas y que refuerza que Gray sigue con más ahínco la odisea interior que la aventura exterior.
Ad Astra está más cerca de 2001: Odisea del espacio (Stanley Kubrick), Solaris, Interestelar y ―sin llegar a semejante experimentalidad― de la reciente High Life, de Claire Denis, que de la ciencia ficción pura y dura, como si estuviéramos ante una nueva versión de Apocalipsis Now espacial más algunas ínfulas de Malick.
Puede que la película ―olvidémonos de los errores científicos que enturbian la credibilidad de varias escenas― tenga también por momentos cierta solemnidad, en especial con el uso de la voz en off, y desperdicie a buenos intérpretes (Donald Sutherland, Ruth Negga, John Ortiz, Natasha Lyonne) en papeles secundarios sin demasiado desarrollo; pero el corazón de la película (un cowboy del espacio que puede manejar todo, menos sus sentimientos) late muy bien.
Narrador lleno de ideas formales, James Gray aprovecha los efectos visuales y el aporte del excepcional director de fotografía neerlandés-suizo Hoyte van Hoytema (Criatura de noche, The Fighter, Ella, Interestelar, Dunquerke) no para regodearse, como varios de sus colegas, sino para usarlas en función de las búsquedas dramáticas de su filme.
Por otra parte, el director asegura que muchas películas que admira se alimentan de todos los mitos que nos identifican como parte de la misma tribu. ¿Y si Ad Astra fuera una recuperación inocente y hasta contradictoriamente pura del prodigio firmado por Kubrick y otros directores? Lejos de los laberintos metafísicos, de bucles temporales y la agonía del vacío que siempre acompaña al género, la idea es reconstruir un espacio realista, algo ligeramente apocalíptico y muy humano en el que la imaginación adquiere la virtud de lo táctil, lo posible, lo inquietante y cercano. No por gusto, y pese a tratarse del futuro, cada nave parece más bien del pasado. Todo perfectamente reconocible y real.
Ad Astra avanza sin digresiones en un intento nunca forzado de recuperar la inocencia transparente del espacio, del riesgo, de la aventura tal y como nos lo ha contado, en efecto, el cine; ese cine interior que configura la retina de cualquiera de nosotros.
Este filme es, en resumen, esencialmente el viaje de un hombre solo que busca en el espacio. Solo nos tenemos a nosotros mismos, a los seres humanos, a la gente que nos quiere, parece decirnos. Y un hombre solo que flota en el espacio no es únicamente una metáfora de la soledad, es la soledad misma.
Quizá el mayor logro del neoyorquino James Gray sea convertir esa aparatosa maquinaria en una película intimista y sensorial, pues detrás de toda esa parafernalia, de esa grandeza sideral, el filme nos habla de la soledad, de la incomunicación y se convierte en una odisea sobre el reencuentro con uno mismo y la necesidad de abrazar aquellas cosas esenciales que nos definen en nuestra vida diaria.
(Foto tomada de Hipertextual)