Vampiros en La Habana

Vampiros de culto

Vie, 07/17/2020

A Juan Padrón y Paco Prats, premios nacionales de cine

 

Siempre he creído que a cualquier turista que visite por primera vez Cuba se le debería entregar en la propia agencia de viajes donde haga su reserva de vuelo y alojamiento, y junto con las consabidas guías turísticas, una copia de Vampiros en La Habana, solo para que tengan una idea de antemano de a qué país ―sí, como diría el general Resoplez: “¡Qué país!”― se dirigen.

No pretendo decir, por supuesto, que la Cuba de Vampiros en La Habana es la única que existe. Múltiples y diversas son las Cubas que podemos encontrar en libros de historia y museos, en su vida cultural y artística, en sus hazañas científicas y deportivas y en la épica gesta que libra su pueblo desde hace más de 60 años… Pero la de la calle, la del sol sabrosón a la que jamás se le ocurriría preguntar “¿Cuál Angulo?” y que le recuerda al gallego que fue en ella donde aprendió a hablar idiomas y por teléfono, esa sí está aquí, magistralmente recreada por los personajes y situaciones argumentales imaginadas por Juan Padrón y su hermano Ernesto.

Tampoco pretendo conceptualizar con ínfulas sociológicas lo que brota de manera tan visceral cada vez que veo esta película. Porque si bien en mis andares internacionales nunca me he encontrado con un vampiro de Transilvania, y mucho menos tuve la suerte de ver de cerca a un gánster de Chicago en el Hotel Nacional, Joseph Emmanuel Amadeus von Drácula, o “como te dicen aquí”, Pepito, es, junto con Lola, un personaje con el que todos los días me cruzo en la calle.

El diálogo “¡Suéltala, desgracia'o!” “¡Tu abuela, sapo!” lo puedo escuchar repetido cualquiera de estas noches calurosas en el malecón habanero; el Tigre puede salirte al paso en alguna de las interminables colas de la pandemia para venderte un turno; los almacenes de productos ociosos hacen talco hasta las mismísimas “cajas sistema Nosferatu de calidad”; el Rey del Mundo o Regismundo acecha a la vuelta de la esquina para pedirte un cigarrito, como aquellos que en la estación de policía le vacían la caja a un sobrecogido Sergio en Memorias del subdesarrollo, y mientras escribo estas líneas estoy escuchando la dosis diaria de un vecino que repite insufriblemente las mismas notas en el saxofón, cuando no es el otro que engola su voz de tenor en su ensayo a nivel de cuadra. Por lo menos “el de la cornetica” fue interpretado por Arturo Sandoval.

Evidentemente, no soy el único que siente así. Leo entre los comentarios de la película en YouTube a una espectadora que afirma: “A pesar de los años que han pasado, no me canso de verla, siempre me hace reír y recordar nuestra idiosincrasia cubana. La recomiendo 100%”. Son 35 los años transcurridos desde su estreno en nuestros cines, no nos cansamos de verla y ella no se cansa de hacernos reír.

Mi hijo Carlos Abel tendría ocho o nueve años cuando vimos juntos por primera vez Vampiros en La Habana, en lo que sería el inicio de una sistemática peregrinación conjunta cada vez que era posible a esta suerte de meca del cine de animación cubano. Hoy Carlos es médico especialista en Medicina Interna y todavía me recita enteros largos parlamentos de Pepito con su tío, de la reunión de los vampiros europeos (“To sell or not to sell”, “¡Joder!”) con el enviado de Johnny Terrori (“That’s right!”), o de los reproches del esbirro “tarrú” a su platinada y ninfómana mujer.

Cuando uno no se cansa de ver una película, cuando descubres que moviliza y hace perdurar la identificación de sucesivas generaciones de espectadores, cuando se convierte en fuente de citas y referencias incrustadas en el imaginario colectivo, entonces ese filme ha pasado a ser una obra de culto.

Entre sus múltiples exhibiciones en televisión, la pasamos una vez en Historia del cine, en ocasión de un aniversario del espacio que nos permitió materializar una muy buena idea de hacer un ciclo especial con programas independientes del mismo perfil que el nuestro, realizados por todos los telecentros del país. Vampiros… fue la selección del municipio especial Isla de la Juventud. Justicia que al fin pudimos hacerle a un género y un título, cuyo director siempre nos recordaba que los “muñequitos” eran también parte de la historia del cine.

Con Juan Padrón tuve oportunidad de conversar en infinidad de ocasiones, aparte de entrevistas. Lo que más me llamaba la atención era ver la humildad con que aquel artista, desde el olimpo del humor que por derecho propio le correspondía en nuestro cine de animación y el mundo de la historieta, me contaba algún chiste en el que estuviera trabajando para su próxima película, como probando a ver si surtía el efecto deseado.

En ocasión de un encuentro de cineastas cubanos con una delegación de críticos y periodistas norteamericanos, en la sala de proyección del 2.o piso del ICAIC, recuerdo que cuando le tocó hablar a Padrón no se oía, y automáticamente manipuló un imaginario micrófono de pie, lo aflojó del supuesto tubo que lo sostenía, lo subió a su altura y luego lo volvió a apretar. No sé si luego se pudo oír lo que dijo, pero la risa que provocó su mímica ya le había hecho ganar el auditorio.

Tampoco olvido la imagen de un Gregory Peck, en ocasión de un festival de cine en La Habana, riéndose a mandíbula batiente en la sala Chaplin con el sketch de los monos jugando ajedrez en la selva que mandan a callar a Tarzán, perteneciente a uno de los capítulos de la serie Quinoscopios, resultado de ese dream team que hizo Padroncito con otro genio del humor, el argentino Joaquín Lavado (Quino).

Luego vinieron Más vampiros en La Habana, para contradecir aquello de que nunca segundas partes fueron buenas. Porque Padrón y su equipo, esta vez más multidisciplinario y selecto, retomaron la historia original para extenderla y enriquecerla con un mayor apego al cine de géneros, al mismo tiempo que una imaginación desbordante terminó por rebasar cualquier límite. Fue así que estos nuevos vampiros fundieron el cine retro con la aventura, el noir, el horror, el espionaje y el screwball comedy, sin reparos en reunir en una misma historia a Stalin, Hemingway y Benny Moré, todos vinculados a Pepito’s, el bar donde confluyen todos los destinos. Algo así como el Rick’s Café Américain de Casablanca, solo que en lugar de escucharse As Time Goes By o La Marsellesa, aquí se interpreta el son montuno El Fürher tiene la llave, o la conga Hasta Berlín a pie.

Reparo ahora en que no le puse signos de exclamación a Vampiros en La Habana, aditamento ortográfico que suele ignorarse la mayor parte de las veces en que aparece escrito el título de la película. Tampoco Eduardo Muñoz Bachs los tuvo en cuenta en el célebre afiche que resume en un dibujo, con su acostumbrada brillantez expresiva, el sentir que hemos intentado desarrollar en este artículo: un vampiro en guayabera con un tabaco en la boca. Por lo tanto, yo tampoco se los pongo. En definitiva, la historia del cine cubano se ha encargado de adjuntárselos con creces.