NOTICIA
Memorias… en mi memoria
¿Qué no se habrá dicho ya sobre Memorias del subdesarrollo? Aunque, en realidad, esta es una obra de arte cinematográfica que puede propiciar muchos análisis más sobre su contenido y forma por representar, desde ambas perspectivas, un verdadero paradigma en la historia del cine cubano y latinoamericano. Pero no he de vagar por estos senderos que ya han sido y serán transitados por teóricos, críticos y realizadores cinematográficos con mucha más experiencia que yo en los ámbitos de teorizar, criticar y crear. Me limitaré, entonces, a comentar mi visión sobre la obra cumbre de Tomás Gutiérrez Alea, la cual este 19 de agosto cumple 47 años de estrenada.
He de confesar que ya he perdido la cuenta de las veces que he visto el filme. La primera vez era una adolescente y aunque me gustó mucho no la entendí del todo, pero recuerdo que me dejó triste, con pesadumbre en el alma como si la melancolía pusiera todo su empeño en aplastarme y me confundía no comprender por qué. Con el paso del tiempo la entendí y el gusto devino amor, sin embargo, la sensación de tristeza no se marchó.
Enumerar los motivos de esa consecuencia me resulta un poco complicado, pero puedo hacer el intento, al menos escribir los efables. Primero, Memorias… me trae nostalgia de pasado, y aunque no viví los años 60 es así como me gusta nombrar este motivo. Ver la película remueve el deseo siempre latente en mí de haber existido en aquella época, compleja pero hermosa porque había ganas de hacer, de crear, de transformar, porque los compromisos con el arte y la sociedad eran equivalentes, se nutrían unos a otros, y porque el cine, una de mis pasiones, había abandonado un terreno para adentrarse en otro totalmente diferente, lo que suponía novedad en las formas de pensarlo y concebirlo. En la llamada “década dorada” del séptimo arte cubano, sus hacedores respiraban cine, y Memorias… me lo recuerda.
Saborear la cinta -porque más que verla, la saboreo- también me refresca lo pensado tantas veces: hoy día los caminos temático y estético del cine nacional son llanos. Hay libertad creativa y más recursos que antes para ponerla en práctica. Sin embargo, excepto algunos filmes, casi todos están atados a un discurso y lenguaje que no presentan innovación, experimentación y mucho menos conforman un espectáculo. Y no espectáculo entendido como función o diversión pública, ni como superproducción saturada de ardides comerciales propios de la industria del cine; sino como lo entendía el propio Alea: la aparición de lo nuevo, lo diferente, en un sistema o medio que permanece en reposo.
La soledad y aislamiento de Sergio (Corrieri) es otro de mis motivos. Su actitud para con el contexto, en parte pasiva -y solo en parte porque cuando se asume una postura crítica ya se pierde pasividad, y Sergio lo hace con su pasado y presente-, provoca en mí identificación y, con ello, temor, al tiempo que ganas de adoptar siempre una postura inquietante ante la vida que me aleje del ostracismo interior y exterior. De una realidad que nos trae sin cuidado, pero al mismo tiempo nos inquieta, no se puede uno separar. Hay que formar parte de ella, ya se verá el modo de hacerlo.
Sergio escudriña el mundo a través de un telescopio físico y otro virtual y ello, a mi entender, resume el mensaje de la película: la conciencia individual siempre entrará en conflicto con una sociedad cambiante, y este es un fenómeno que ha existido y existirá siempre que haya transformación social.
Memorias… también me entristece porque me recuerda el deseo de Titón de que los espectadores fuésemos dialécticos. Hablar de la impresión de los filmes cubanos en el público sin un estudio de recepción como basamento es pura especulación. No obstante, me arriesgo y digo que hoy día nuestro cine no provoca espectadores dialécticos, así como al público ya no le interesa llenar las salas oscuras y luego formar intensos debates sobre el arte y su función social como antaño, porque el tiempo ha pasado y los intereses y las preocupaciones son otros. No es mi afán negar con este criterio la intención de la filmografía cubana actual de provocar la reflexión, pues existe, sobre todo en la concebida por los más jóvenes. Pero sin dudas en la Isla la comunión cine-espectador está quebrada, lo cual se debe, sin dudas también, a disímiles causas políticas, económicas y socioculturales que no me siento con la capacidad de enumerar ni el ánimo para intentarlo. Al menos no en este texto.
Otro motivo es el hecho de invocarme todas las ocasiones en las que he oído hablar solo de esta cinta cuando se pregunta sobre cine cubano, fundamentalmente a cineastas y cinéfilos foráneos. Este motivo puede resultar paradójico dada la apología explícita e implícita que he hecho sobre la misma en las líneas anteriores. Pero precisamente su grandeza conduce a que (me) pregunte: ¿Acaso en todos estos años ningún otro filme la ha trascendido? ¿Acaso ningún otro ha sido capaz de ocupar su lugar en la superestructura de la nación e, incluso, de otros países?
Mientras he escrito, me he dado cuenta de que Memorias del subdesarrollo me entristece porque me recuerda herejías perdidas, herejías que anhelo y necesita el cine cubano, al que amo a pesar de todo. No obstante, el filme es tan bueno, al menos para mí, que en recompensa a la cuota de tristeza me regala también esperanza en uno de los monólogos interiores de Sergio. Ojalá algún día, como él, pueda decir: “Aquí todo sigue igual. Así, de pronto, parece una escenografía… una ciudad de cartón (…) Sin embargo, todo parece hoy tan distinto. ¿He cambiado yo o ha cambiado la ciudad?”.