NOTICIA
Madagascar: 25 años después, vigencia intacta
En Madagascar (Fernando Pérez), un efecto Narciso explica el desarrollo de las tensiones emanadas de un acto de mirar por partida doble. Al penetrar en las fiuras estructurales de la civilidad, la mirada también transparenta la conciencia de sujetos en crisis. Sus desajustes emocionales sientan las bases para el debate ideológico en torno al futuro de un proyecto de nación. Sin embargo, todo intento de desentrañar sus contingencias, su anclaje en la precariedad histórica, añade nuevas interrogantes y tensiones, la sensación de incertidumbre cuando la mirada queda apresada entre la epicidad del pasado y el abotargamiento del presente, sin posibilidades de avizorar el futuro. He aquí que entonces se petrifica.
En la narrativa de esta película, las divergencias intergeneracionales quedan refractadas como en un juego de
espejos. Laurita y su madre son fuerzas antagónicas que se descubren ante la encrucijada de un proyecto de vida agónico, epítome del proyecto social revolucionario como metarrelato de la isla. El embate ideológico tiene sus raíces cuando esa mirada petrificada, a ratos contemplativa e iconoclasta, efectúa un proceso de anagnórisis. En una, la borradura de toda huella en la efusividad de un pasado ya lejano; en la otra, la inadaptación sofocante que la obliga a repensar, desde el presente, una salida, a abrir constantemente una ventana. Por rutas opuestas, sus proyectos de vida emprenden la búsqueda del reacomodo, la necesidad del equilibrio mientras existe la confianza en que tal vez las teluricidades del contexto epocal no sean más que un instante de zozobra en el espacio-tiempo. Esto explica las constantes mudanzas de Laura, las insistencias de Laurita en probar nuevas experiencias de vida que solo consiguen aportarle desasosiego.
El dilema de Madagascar es la imposibilidad de la fuga cuando toda elección indicia un camino sin salida, el aniquilamiento de la esperanza que obliga al tránsito inercial. La escena fial consigue, de un modo terrible, testimoniar todo el espíritu de una época que todavía tensa hasta lo imposible su inmanencia. En los desdoblamientos y borraduras del sujeto modélico en crisis, en el reconocimiento de la otredad inherente al yo, la pregunta por el ser implica, también, su fractura. En los personajes del filme de Pérez un mundo de subjetividades eclosiona, explorado desde la semántica de la existencialidad, en toda su riqueza de matices. Sin resquicio al respiro, en ellos la conciencia crítica se doblega ante la vorágine y no queda más que el complemento para sobrevivir.
Hay una interesante inversión en las reacciones emocionales entre madre e hija, como si una y otra hubieran intercambiado sus psicologías divergentes. En ese instante de narrativa espejeada, en el que se sugiere una repetición de acciones y motivos conductuales, el carácter cíclico del relato incorpora nuevas posibilidades de recepción en tanto apuesta por la anulación de los tiempos, el fitivo y el histórico. Toda huella de uno y otro se difumina para avizorar una ascendencia de acontecimientos en flujo espiral, bajo la imantación de un tiempo estancado, invariable en su cadena de sucesos.
Madagascar no encuentra otra manera genial de informarnos en torno a la zozobra de la civilidad cuando el anhelo de la fuga se pospone, ese desiderátum insular que aspira a hallar el norte a puerto seguro y no el naufragio, el rumbo hacia un lugar otro donde tal vez sea posible la manifestación de la luz.
En la fimografía de Fernando Pérez existe un contínuum temático e ideoestético en su voluntad autoral de testimoniar la realidad nacional de los últimos años. Con insistencia, el investigador y crítico Joel del Río —probablemente el que más haya insistido en los aportes de Fernando al cine cubano—, ha destacado los valores de esta cinta y sus ilaciones con La vida es silbar (1999) y Suite Habana (2003), como parte de una trilogía sobre el llamado “período especial”.
Para quienes siguen de algún modo el análisis de las variaciones y convergencias del cine de Fernando respecto al tema, no sería ocioso recomendar la inclusión de un cuarto título, Últimos días en La Habana (2016), y hablar en términos de tetralogía. Al menos, en lo que va de su carrera. Sería útil también tomar esos fimes como referencia para el estudio de las reconfiuraciones del sujeto nacional en nuestro cine y observar su evolución ideoestética en la obra de realizadores de diversas generaciones, siguiendo un esquema que escoge como hipótesis de trabajo, por ejemplo, sus nexos con la ideología y el contexto social revolucionario. ¿Cómo estas variables inflyen en la reconfiuración del sujeto nacional en el cine, de qué forma se asumen desde el punto de vista de los realizadores?
A un espectador menos adicto a las complicaciones, le sugeriría atender a la vigencia de esta película en lo particular: 25 años después de estrenada, se mantiene todavía intacta.
(Tomado de Cartelera Cine y Video, no. 178)