Alba

Luces en el cine ecuatoriano

Jue, 04/01/2021

Desde que El tesoro de Atahualpa (1924) dejara inaugurado el cine de ficción en Ecuador no solo ha llovido bastante, sino que las corrientes de aire han sido veleidosas y fluctuantes en la cinematografía del cálido país, con hitos sobresalientes como cierto boom en los años noventa —con la mayor parte de sus nombres egresados de la EICTV de San Antonio de los Baños— o la creación de la ley de cine y el Consejo Nacional de Cinematografía, que han permitido indudable visibilidad al audiovisual local.

Sobre todo a fines del siglo anterior y durante las primeras décadas de este, el cine ecuatoriano ha brillado en festivales y lugares donde ha llegado, comenzando por sus propias taquillas, mediante títulos como Ratas, ratones, rateros (1999), Crónicas (2004) y Rabia (2009), de Sebastián Cordero; Qué tan lejos (2006) y En nombre de la hija (2011), de Tania Hermida; o Prometeo deportado (2010), de Fernando Mieles.

A ese grupo habría que sumar Alba (2016), ópera prima de Ana Cristina Barragán, que este miércoles exhibió De nuestra América y que ha obtenido reconocimientos en Róterdam, San Sebastián, Lima y nominaciones a los premios Latino del cine iberoamericano. En este peculiar bildungsroman (texto de aprendizaje), la protagonista que da nombre al filme habita un mundo cerrado pero rico, que se hermetiza más cuando pasa temporalmente del cuidado de su madre gravemente enferma al del padre, un hombre cariñoso, pero que no logra, a pesar de que lo intenta, cruzar los puentes de comunicación entre ellos. Amante de los animales, callada, introvertida, Alba no logra integrarse a las pláticas y escarceos sobre curiosidades eróticas de sus compañeros de aula ni a sus actividades grupales, siente el peso de los abismos sociales al punto de intentar borrarlos y ve que el cisma generacional con los adultos tampoco se estrecha.

Para acercarse a este intenso y peculiar mundo de la preadolescencia femenina, mediante un ejemplar doblemente complejo, la directora se apoya en un guion —también de su autoría— que privilegia el silencio y las miradas. Pocas palabras hay en su relato, y las menos brotan precisamente de su pequeño personaje aunque sí hay mucha subjetiva desde o hacia este. Barragán había declarado a raíz del estreno su búsqueda de “una narrativa que cuente poco, pero que haga sentir mucho”, y en efecto, no hay casi hechos, al menos desde un sentido aristotélico, en una obra que, mediante una cámara al hombro, incisiva y casi omnipresente en cuanto al seguimiento de la niña, intenta penetrar en ese peculiar, misterioso y frágil universo mientras se ensancha, aprende y crece. La realizadora hereda de ilustres antecedentes, como aquel Cría cuervos (Saura), donde Ana Torrent era una niña semejante a Alba o —específicamente en la morfología, la recreación intimista o la sutil pero ostensible visión analítica— de John Casavettes, los hermanos Dardenne y hasta el desicaniano Ladrones de bicicleta.

La subjetividad diegética, que enriquecen tanto los planos detalle como las panorámicas, la casi imperceptible imbricación de la persona en su contexto o de los ámbitos infantil-adulto, fantasía-realidad, inocencia-crueldad, explorando esas decisivas paridades, se complementan con un sólido desempeño histriónico, que encuentra, sobre todo en la niña Macarena Arias, un trabajo que es sinónimo de concentración, sensibilidad y autenticidad.

Filme de sutilezas, elegancia y poder de sugestión, debe seguirse con atención de principio a fin, así como la promisoria carrera de Ana Cristina Barragán, dentro de los cauces sólidos, aunque intermitentes, del cine ecuatoriano.

(Tomado de Cartelera Cine y Video, no. 184)