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“Los sonámbulos”: radiografía de una familia
En entrevista concedida al diario argentino Página 12, la cineasta Paula Hernández (Herencia, 2002; Familia Lugones, 2007; Lluvia, 2008; Malasangre, 2010; Un amor, 2011; Los sonámbulos, 2019 y Las siamesas, 2020) comentó, a propósito de la precandidatura de su penúltimo largometraje de ficción a la 93 edición de los Premios Óscar en representación de su país, que le interesaba, más que todo, el retrato del universo familiar desde su lado más complejo: sus nexos con el horror y las tensiones que generan los vínculos familiares en sus más peliagudas aristas.
Si se mira bien, es justo eso lo que ha abordado en sus dos películas más recientes, Los sonámbulos y Las siamesas, esta última apenas estrenada en plataformas online debido a la imposibilidad de una proyección masiva en salas a causa de la pandemia. Para bien, digamos que ha habido un giro de tuerca en la carrera de Hernández, que coloca a Los sonámbulos en el punto más alto de lo que hasta ahora comprende su filmografía.
El lector probablemente recordará Lluvia y Un amor, películas que indagaban en los procesos de autorreconocimiento de las identidades individuales; en ambas, la médula del drama mantiene viva la certidumbre de la esperanza y los personajes viven la posibilidad de una salida de sus conflictos existenciales. Mientras, en Los sonámbulos y Las siamesas la tragedia hermana la vorágine de los vínculos familiares en tanto revela una radiografía lo más precisa posible de sus interioridades más conspicuas.
Fue un acierto significativo que el programa De Nuestra América, conducido por el crítico de cine Frank Padrón, proyectara el filme Los sonámbulos, Premio Coral en la edición 41 del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana. La película constituye una muestra apenas de la calidad que distingue al cine argentino contemporáneo, sobre todo aquel cuyo sello de factura ostenta especialmente la impronta de mujeres realizadoras.
De esta película me interesa destacar dos cosas. Primero, el resultado eficaz de una puesta en escena que tenía ante sí un reto enorme: la estructura coral del guion. El universo familiar de la abuela Memé (Marilú Marini), reunidos sus integrantes los días previos a las fiestas de fin de año, implicaba un trabajo de cohesión actoral en el que era preciso la convergencia de cada uno de los rubros cinematográficos: el trabajo con la luz natural, la sincronización del sonido, la dirección de fotografía que prefiere planos secuencias mientras persigue por los ambientes de la casa los movimientos de los actores y, sobre todo, la intención de privilegiar el punto de vista allí donde el conflicto psicológico condensa sus complejidades más atractivas para el desarrollo del filme.
Y es que, en medio de las tensiones respecto a los modos más dúctiles para conducir el negocio familiar y los desacuerdos por vender o preservar la propiedad campestre, el drama de Luisa (Érica Rivas) y su hija Ana (Ornella D'Elia) resultan el centro de atención de la mirada espectatorial, pues ambas representan una suerte de sinécdoque de lo que veremos de la familia toda: la angustia que generan las incomprensiones y la carencia de comunicación interpersonal, rupturas de los códigos de lealtad y confianza en los nexos paterno-filiales, degradaciones afectivas derivadas de una errática educación hogareña y muchos resentimientos, ironías y ajustes de cuenta que revelan las luces y sombras de una familia disfuncional.
Ana enfrenta los desafíos de la pubertad, acomplejada por su sonambulismo, al parecer hereditario, mientras que Luisa, ahogada por la infravaloración profesional que ha puesto un pare a su carrera como escritora, sufre también el trauma de encontrarse ante una encrucijada en su matrimonio. La presencia del primo Alejo (Rafael Federman), un joven recién llegado del extranjero, y sus constantes coqueteos serán el detonante para una tragedia mayor que socava toda posibilidad romántica en la configuración del despertar sexual en la muchacha. Las repercusiones morales del incidente resultan, a la postre, el punto de fuga, el instante preciso que Luisa aprovecha para escapar con su hija de un ambiente familiar nocivo donde era evidente su desencaje.
Segundo: el propósito de conformar una narrativa en la que, sin fatuo subrayado, se pretende argumentar la necesidad en torno al empoderamiento femenino ante tanta protuberancia machista en espacios laborales y domésticos. El personaje de Luisa pulsa constantemente esas tensiones y planta sus desafíos, primero a regañadientes; luego terminan convirtiéndose en verdaderos estallidos catárticos que revelan toda la complejidad de un mundo interior que se desmorona y es preciso salvar.
Lo mejor de la película: la excelente puesta, sobre todo en los momentos donde la maestría de Hernández cristaliza en la dirección actoral, allí en las escenas de mayor complejidad. Me cuesta creer que todo haya sido relegado a un guion que no ha dado cabida a la improvisación; pero aun así, la eficacia del registro casi naturalista es sencillamente envidiable. Y por supuesto, las actuaciones no tienen desperdicio ninguno.
Lo peor: el tufillo de aire intelectual que se le quiere dar a casi todos los personajes, aun cuando quede justificado porque la familia dirige un negocio editorial. A quien esto escribe todo eso le suena fatal y, vaya, de puro milagro solo los niños se salvan de mencionar a Cortázar y compañía.
Te digo mi nota: un 4,5.
Es una pena que Paula Hernández se haya quedado a medio camino en la carrera por el Óscar a mejor película internacional, pues hasta ahora Los sonámbulos es lo mejor que nos ha dado de su producción fílmica.