NOTICIA
Las aguas del tiempo
Una Concha de Oro a la mejor película en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián ya resulta un atractivo indiscutible para asistir a la proyección de un filme. Pero si a ello sumamos un Astor de Oro a la mejor película y un Astor de Plata al mejor actor en el festival de cine de Mar del Plata, entonces la propuesta se torna más que tentadora. Adicionarle un galardón especial en los Premios Feroz y siete premios Gaudí (mejor filme en lengua no catalana, director, actor, música…), resulta casi un exceso.
Con tales credenciales nos presenta el director español Isaki Lacuesta su largometraje —¿documental?— Entre dos aguas (2018). Luego de más de una década sorprendiéndonos con interesantes historias y con un (para nada despreciable) listado de premios internacionales, Lacuesta decide volver la mirada a sus inicios. Doce años después de filmar su ópera prima, La leyenda del tiempo (considerado uno de los grandes filmes del cine español en esa tendencia que mixtura ficción y documental), regresa el director a la Isla de San Fernando e intenta la titánica tarea de filmar una secuela de las vidas de dos de sus personajes. Los hermanos Isra y Cheíto han tomado caminos muy diferentes: tras haber salido uno de la cárcel y el otro de una larga misión en la Marina, regresan a su isla natal, donde habrán de confrontar la dura realidad y sus propios demonios internos.
Poco queda en Isra (Israel Gómez Romero) de aquel niño gitano que recordamos en La leyenda… y que soñaba con ser cantaor. Tras la violenta muerte de su padre, la vida se ha encargado de enseñarle que no basta con poner las esperanzas en el futuro. Ya adulto, exconvicto, sin trabajo ni casa propia, regresa al terruño natal donde quedaron enterradas sus esperanzas juveniles. En tanto intenta reanudar la relación con su hermano Cheíto (Francisco José Gómez Romero) y rehacer su familia, el mundo parece desmoronarse a su alrededor.
Isaki nos hace transitar por este torbellino existencial y social, a través de la respetuosa mirada documental de su cámara. Aunque alguno pudiese pensar que sobra metraje o que la reiteración de situaciones provoca un declive en el ritmo narrativo, lo cierto es que el estilo elegido cobra especial significación: la no elección de un relato tradicional —en sentido aristotélico (introducción-desarrollo-desenlace)— resulta en sí una declaración de intenciones. No se trata de contar una historia, sino de hacernos partícipes de fragmentos de estas vidas de las cuales se desconoce cuál será su desenlace. A ello se suma el ritmo ralentizado, la filmación casi en tiempo real, que incrementa la sensación de opresión y desesperación en los espectadores, similar a la que nuestro protagonista experimenta al asistir a esa “nada cotidiana” de su asfixiante realidad.
La maestría radica en el guion (coescrito junto a su colaboradora habitual Isa Campo, guionista de otros filmes como La propera Pell, Los pasos dobles y Los condenados), que desdibuja los límites entre lo documental y lo ficcionado desde los presupuestos iniciáticos del filme. Sus testimoniantes devienen actores que “interpretan” y sufren en pantalla sus propias vidas. El realizador aparenta anularse, desaparecer tras la cámara, que parece captarlo todo desde su imparcial postura mecánica. Más la selección de cada plano, angulación de cámara, acción o fragmento de diálogo… lleva intrínseco un discurso ético.
La vuelta a estos dos personajes anónimos, el hacerlos relevantes y universales en el tiempo, los convierte en símbolos de “una realidad que nadie quiere ver”, como el propio Lacuesta ha expresado. Ese “sentimiento de orfandad literal y social” acompaña a estos sujetos, quienes intentan perdonarse a sí mismos y ser perdonados, en medio de un mundo hostil que les permite gozar a ratos de diminutos momentos de felicidad.
(Tomado de Cartelera Cine y Video, nro. 171)