Perro bomba

La mirada política de Juan Cáceres

Mié, 07/22/2020

Una de las estrategias del nuevo cine latinoamericano fue el montaje entre inventiva audiovisual y compromiso político con la realidad social del subcontinente. Justo de ese compromiso emergió un lenguaje que reinventaba artísticamente la narrativa cinematográfica para reflexionar sobre las circunstancias cívico-económicas del área. La lucidez con que aquellos cineastas pusieron la expresión audiovisual en función de dialogar con los más disímiles perfiles de un universo cultural plagado de contradicciones, sobrevive como uno de sus legados de mayor contundencia; todavía más, demostraron que la militancia no tiene por qué ser impedimento para el despliegue de la creatividad. De hecho, ese mismo programa ideológico que dictaba el imperativo de penetrar-aprehender-explorar el mundo, con el objetivo de visibilizar los pliegues más problemáticos de un entorno sociocultural, los índices de un imaginario y las manifestaciones de una identidad, garantizaba una voluntad de riesgo estético responsable de la amplia variedad de experimentos fílmicos instrumentados.    

Puesto que América Latina continúa siendo un territorio atravesado por disímiles dificultades económicas, sociopolíticas y culturales que afectan el estado tanto de las naciones como de los individuos que la habitan, una parte considerable del cine contemporáneo apuesta aun por participar de esos debates que tanto urge colocar en la esfera pública. Nuestra compleja realidad, tensada por factores diversos, permanece como un atractivo lamentable —quizás una obligación involuntaria— para los realizadores, muchos de los cuales diseñan sus imágenes como un modo de intervención en los arreglos discursivos de la región. Desde tal postura, el cine viene a ser una operación crítica capacitada para revelar y desmontar conflictos, problemáticas, antagonismos…     

En realidad, el paisaje cinematográfico de la región resulta cada vez más dinámico y variado. Las posibilidades que garantiza hoy la tecnología informacional, el creciente mercado mundial, los empeños globalizatorios que barren con cualquier consideración nacionalista o definición estática del cine, articulan un panorama con manifestaciones muy desemejantes. Actualmente asistimos a un espacio en el que todo cabe. Pero de esa misma hegemonía que gozan los productos audiovisuales, en un escenario abrumador, irrumpe una actividad "cinematográfica" más concentrada en potenciar-reinventar sus propiedades estéticas. Desde cintas donde la manipulación del estereotipo local aspira a garantizar el éxito comercial, o aquellas otras facturadas bajo los dictados industriales de Hollywood, hasta las escrituras autorales de Amat Escalante, Lucrecia Martel o Carlos Reygadas —por solo mencionar los nombres más socorridos—, América Latina presume de una variedad favorable de ángulos estilísticos. Otra cosa son las circunstancias de producción. Sin embargo, en medio de las dificultades, los realizadores han encontrado la vía de poner en circulación películas de una fecundidad discursiva y una ingeniería audiovisual notorias.

Al interior de ese mapa singularmente complejo, todavía la agenda estética que esgrime una sintaxis aventurada, comprometida con el extrañamiento de las formas a partir de su inmersión gnoseológica en la realidad, constituye una de las zonas más altamente productivas (Foucault mediante). Allí donde los recursos del lenguaje se comprometen más —sin renunciar a la potenciación del cuerpo expositivo, ni terminar presa del panfleto declamatorio— con el abordaje del ser y sus circunstancias, se halla un centro plagado de estimulantes creaciones.  

Así, estrechamente vinculado a la tradición legada por el nuevo cine de los sesenta, uno de los paradigmas estéticos que impulsa la creación cinematográfica en América Latina en estos momentos —y que constituye una marca de reconocimiento indudable—, es la puesta en escena de un relato inserto en el trazado sociopolítico de las sociedades actuales. Las propuestas fílmicas, recortadas por ese intríngulis, acusan una relevancia oportuna. Desde luego, la gravedad discursiva, el carácter visual y el imaginario que direccionaba a los cineastas de los sesenta fue otro. Nomás quiero señalar una comunión que trasciende cualquier programa político, pues resulta de la praxis de una historia cultural. De otro lado, está claro que esos propósitos no garantizan de antemano la efectividad estrictamente cinematográfica de las obras. Pero, como mínimo, incitan a una experiencia de escritura despojada de retoricismo y vaciamientos de sentido.

Tampoco puede ignorarse que esa es una tendencia que alimenta a buena parte del cine contemporáneo internacional. Muchos de los cineastas que emergen en Latinoamérica, animados por cierto espíritu de independencia estilística, hacen parte de una coyuntura global que tiene su singularidad, precisamente, en la apuesta por un discurso de corte antropológico y una estilización autoral capaz de explorar las más variadas posibilidades del lenguaje fílmico. Pienso, por ejemplo, en Amat Escalante, Jacques Audiard, Jafar Panahi, Tsai Ming-liang, Isaki Lacuesta, y un largo etcétera. Si algo legitima el vector estético direccionado por tales directores es el peso, la densidad discursiva que lo soporta; o sea, los desplazamientos y manierismos de estilo orquestados por dichos cineastas no se limitan al mero juego con el artificio lingüístico, sino que confrontan un universo ético, social y existencial determinante para el curso de la contemporaneidad.

Adecuado a la premisa que caracteriza a ese cine contemporáneo del que vengo hablando, el realizador chileno Juan Cáceres ha edificado una película comprometida con su espacio geográfico, desde una efectiva realización formal que se entiende a sí misma como "toma de conciencia y de movilización política", como diría Jacques Rancière. Perro bomba tiene, de entrada, un valor determinante: la capacidad con que la construcción del sentido alcanza a ejercer una efectiva crítica sobre el estado de las cosas, dotando de voz a un sujeto casi irrepresentable —en este caso, el inmigrante haitiano en Chile—. Cuando Perro bomba introduce a dicho sujeto y sus conflictos particulares en el terreno de la representación cinematográfica está generando una forma de acción política, toda vez que crea un espacio para esas brechas de la realidad que no siempre tienen la oportunidad de ser abiertamente visibilizadas.

¿Qué distingue a esta ópera prima? En principio, su renuncia a cualquier pretensión totalizadora. Lejos de todo trascendentalismo conceptual, la cinta se ocupa en mostrar la situación existencial de la comunidad de inmigrantes haitianos en Santiago de Chile a través del registro de los conflictos experimentados por un único personaje. La cámara, en esencia, documenta la rutina de este individuo hasta dejarnos una contundente impresión de las dificultades a que está expuesta su existencia. La cinta no pretende arrojar una mirada definitiva sobre ese engorroso mapa social, sino poner en pantalla un fragmento de ese mundo. Tenemos una trama —filmada en un tono de baja formalización y, por ello mismo, de una elocuente expresividad— estructurada con el objetivo de penetrar en el devenir social y emocional de este sujeto; solo a partir de él se consiguen inducir meditaciones de mayor resonancia, que aluden a un contexto (político) más amplio. Con todo, esa inserción en el mundo personal de un individuo concreto, en su particular suceder, nos deja ante un hondo retrato humano de la situación de estas personas.

Concretamente, el argumento de Perro bomba sigue los pasos de Steevens Benjamin, un joven haitiano radicado en Chile, que luego de golpear a su jefe —en un raptus de furia, tras no soportar más sus agresivas manifestaciones racistas— se ve expuesto al repudio incluso de su propia comunidad, dado que la misma teme perder los privilegios hasta entonces ganados. Con un certero manejo del código intergenérico —son apreciables estéticas que van desde el documental hasta el videoclip—, la película detalla los esfuerzos de este sujeto por encontrar una oportunidad de supervivencia en los márgenes de esa sociedad a los que ha sido relegado. Se nos coloca, por tanto, al centro mismo de un medio social complejo: no solo enfrentamos los esfuerzos de una comunidad obligada a renunciar, básicamente, a la práctica de su cultura propia para intentar acoplarse a un entorno por completo distinto —donde la barrera más rotunda viene a ser el idioma—, sino también a las condiciones materiales y las relaciones éticas a que es arrastrada dicha comunidad. Un instante contundente de Perro bomba, en relación con lo primero, se aprecia en la secuencia en que Steevens acompaña por primera vez a su amigo Junio, recién llegado de Haití, a la iglesia. En ese momento se revelan, con tamaña sutileza, los esfuerzos titánicos de estas personas por ser aceptadas en un medio social en el que son rechazadas, en principio, por su color de piel, y del que apenas forman parte como mano de obra barata, sin ninguna garantía mínima sobre sus condiciones de vida. Según avanza la trama, lo más impactante es constatar la corrosividad de esa periferia en la que son expuestos a unas condiciones económicas nada favorables, sin acceso a la educación y, sobre todo, víctimas de una pésima atención del gobierno.

Manufacturado con un ánimo de documentación de la realidad más inmediata, el filme parte de un excelente diseño del personaje protagónico —a quien conocemos tanto emocional como psicológicamente a través de los diversos acontecimientos a que se ve enfrentado en su bregar por las calles—. Steevens, al verse sin un hogar donde pernoctar y sin papeles que lo amparen legalmente, se va al centro de Santiago de Chile a intentar encontrar un medio de subsistencia y a recuperar la aparente estabilidad de que gozaba anteriormente. Ese gesto de expulsión por parte de la propia comunidad —ninguno de los miembros intenta comprender la reacción del muchacho— revela lo desprotegidos y sometidos que se encuentran estos individuos, quienes prefieren llevar una vida de sumisión y explotación con tal de sostener una aparente estabilidad existencial. En ese desandar del joven por los más variados lugares de la periferia urbana, Perro bomba llega a testimoniar las actividades callejeras de varios grupos marginales, la falta de oportunidades cívicas de los emigrantes y desempleados, así como los fracasados esfuerzos por parte de algunas organizaciones no gubernamentales por alcanzar mejoras para estos sujetos; además de acusar la cruda xenofobia y el racismo de una parte de la sociedad chilena, así como la fuerte crisis migratoria.

Y en medio de todo lo anterior, llama la atención la reposada ingeniería narrativa del filme. Con la detonación del conflicto, Perro bomba comienza a crecer gracias a un desarrollo argumental puntuado con precisión dramatúrgica. Gradualmente, vamos acumulando anécdotas relacionadas con las consecuentes vicisitudes que enfrenta el protagonista, que, al entrelazarse, contribuyen no solo a caracterizar su personalidad, sino que garantizan el retrato de esa lateralidad social en la que se desplaza sin encontrar una solución a sus problemas. Esta continua progresión expositiva, con peripecias casi imperceptibles, consigue modular, con suma inspiración, la atrofia de esa sociedad desde una historia marcada por una muy humana percepción del mundo; todo ello, igualmente apoyado en una puesta en escena que contribuye a cualificar, lejos de subrayado alguno, las condiciones de esa monótona existencia condenada al desempleo, la falta de oportunidades y la opresión psicológica.

A esto se suma la virtud de la imagen, la inspiración con que se retrata, sin excesos ni prefabricados estéticos, ese contexto del que hace parte Steevens. Destaca el cuidado de las composiciones para aprehender el espacio y el certero emplazamiento de la cámara, enfocada en observar con lirismo una anécdota que tiene mucho de espontaneidad e improvisación. Algo que no se puede pasar por alto, puesto que resulta determinante en la relevancia que el filme exhibe, es la coherencia con que el relato ejecuta ciertos inserts musicales que, a manera de cápsulas, comentan sobre la identidad, la cultura y el ser de los haitianos descolocados de su nación de origen; también devienen comentarios sobre la subjetividad y el mundo interior de Steevens, que revelan los sacudimientos sufridos por su sensibilidad. Así, esas interrupciones de la diégesis por segmentos en los que una o varias personas interpretan piezas musicales de variado género, no afectan negativamente el relato, al contrario, favorecen la parábola general de la película y enriquecen su diseño dramático. No caben dudas de que la aguda observación apreciable en Perro bomba se debe a su ejemplar articulación. El penetrante retrato que consigue de estos individuos —un retrato corpóreo, pues se siente en la piel misma de Steevens, captada por una cámara bastante física todo el tiempo— oprimidos por una civilidad que los somete a duras situaciones de vivienda, relaciones sociales y vínculos laborales, es consecuencia del exacto delineado dramático y del preciso trabajo fotográfico con que se aprehende esos violentos escenarios.

Vuelvo al principio: esta sencilla historia alcanza una resonancia notable debido a los presupuestos sociopolíticos, y en primera instancia éticos, con que desgrana una antropológica denuncia de la situación de discriminación, precariedad y olvido en que están sumergidos los inmigrantes haitianos en Chile. El propio director ha recordado cómo el rechazo feroz a los inmigrantes fue una de las estrategias políticas que garantizó la reelección del derechista Sebastián Piñera, lo cual hace más urgente la contribución al debate del asunto. De hecho, en algún momento de Perro bomba, Steevens logra contactar con una asistente social que trabaja en función de favorecer a los inmigrantes, pero todos los intentos de diálogo con el gobierno resultan frustrados. No puede ser más clara la posición de Juan Cáceres; respecto a su generación, ha dicho:

Nosotros mismos, cada vez que presentamos este proyecto, lo hicimos desde una vereda políticamente incorrecta, porque no tenemos miedo en caracterizar distópicamente a la ciudad de Santiago. Tampoco tenemos miedo a generar reflexiones sobre ciertos sectores de la sociedad que han sido marginados, incluso más que los propios migrantes, por ejemplo, los delincuentes. Hoy día todos concordamos en que el delincuente no es producto de sí mismo, sino que es producto de lo que hicieron con él […] (1).

Sin sacrificar la estirpe cinematográfica de su película, Cáceres sustantiva una imagen-política que denuncia esos lamentables arreglos de la nación chilena. Y esa voluntad acaba siendo el sujeto principal de la obra. Ahora, insisto, su entramado discurre libre de militancias socarronas. El tema de la emigración, el racismo y la identidad del otro son cuestiones de primer orden a nivel global. Una de las virtudes categóricas de Perro bomba se encuentra en la agudeza con que mira hacia ese panorama. Mas no fuera la relevante pieza que es sin el notable ejercicio de realización conseguido por Juan Cáceres, quien nos coloca ante una obra de múltiples virtudes específicamente cinematográficas.

Nota:
1    https://www.theclinic.cl/2016/08/15/juan-caceres-director-de-perro-bomba-nuestra-generacion-tiene-la-valentia-y-las-ganas-de-presentar-nuevos-discursos/

(Tomado de Revista Cine Cubano, no. 206-207)