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Juan Padrón: Patriota sin igual
Lo perdimos en su denodado combate por la vida en la madrugada del 24 de marzo, la fecha conmemorativa de la fundación del ICAIC, del nacimiento del nuevo cine cubano, y, con él, del Departamento de Dibujos Animados, inconcebible sin su aliento. Juan Padrón es uno de los nombres imprescindibles en su historia, alguien a quien todos los cubanos —y no solo nosotros— debemos tanto, desde incontables risas provocadas por los personajes que creó, en especial su (nuestro) Elpidio Valdés, próximo a cumplir sus cuarenta y cinco años, hasta frases recurrentes que no tardamos en incorporar al lenguaje popular.
Su destreza para el dibujo es innata en este matancero nacido en Carlos Rojas el 29 de enero de 1947: nunca cursó estudios de esta especialidad. Los dibujantes contratados en la revista Mella, donde el aficionado Padrón comenzó desde 1963 a enviar sus caricaturas para la sección «El hueco», se percataron del talento natural de aquel muchacho de solo dieciséis años. Para él fue un entrenamiento brutal concebir entre veinte y treinta caricaturas de variados contenidos ante la asignación por Virgilio Martínez de la página semanal, tras marcharse los encargados antes de realizarla: el fotógrafo Newton Estapé y Silvio Rodríguez, que optó por la guitarra. Extendió sus colaboraciones a cuatro publicaciones de historietas y crea sus primeros personajes. En el suplemento humorístico “El sable” del diario Juventud Rebelde descubre la vertiente preferida de su imaginación: el humor negro, que comunica a sus numerosos chistes protagonizados por verdugos y vampiros desgraciados, provocadores más de la lástima que del pavor. Impusieron en los lectores el hábito de abrir el periódico por la página en que aparecían los chistes firmados por Padroncito. No sospechaba entonces que harían de las suyas en las calles habaneras de los años treinta en un delirante largometraje.
Padrón diseñaba varias historietas, una sobre el pionero cosmonauta Delfín y otra sobre un samurái llamado Kashibashi para el semanario infantil Pionero, en la que insertó a un cubano del siglo xix diseñado de un tirón sin boceto alguno, el 4 de agosto de 1970. Bautizó aquel ingenioso mambí como Elpidio Valdés sin sospechar siquiera que pronto cobraría vida propia, se independizaría de aquellas tramas situadas en otros países y conquistaría a todos. Poseedor de un pleno dominio de la línea y los detallados fondos, Padrón se entrenó como camarógrafo de mesa de animación antes de que sobre su caballo Palmiche saltara su aguerrido mambisito, machete en mano, de las páginas a la pantalla en Una aventura de Elpidio Valdés (1974), codirigido con Noel Lima, y Elpidio Valdés contra el tren militar (1974), que firmó junto a José Reyes. Estos títulos inician su trabajo en el ICAIC y una prolífica serie de cortos animados. Los alterna con otros como N’Vula o ¡Viva Papi! Sus intercambios con los niños incidieron en la complejidad de los guiones y la elevación del nivel de los chistes.
Concibe su primer largometraje, Elpidio Valdés (1979), el primero de animación realizado en Cuba. El más caro anhelo del equipo de realizadores, es estrenarlo en saludo al vigésimo aniversario del ICAIC y en el marco del Año Internacional del Niño e invierten veintiocho meses de arduo trabajo. Aunque en diciembre de 1976 es aprobado el guion, realizan los primeros dibujos de la película en mayo de 1977, hasta llegar a un total de treinta mil y quinientos fondos de escenas. En su elaboración participa un equipo de animadores y técnicos que aportan 2600 horas de trabajo voluntario. Para contar las hazañas del personaje titular, Padrón utiliza un lenguaje sencillo y ameno que conjuga las escenas de acción con momentos de chispeante humor, los cuales permiten un mayor desarrollo de los hechos y la incorporación de nuevos personajes, apoyados por las experiencias de los cortos precedentes. Establece una inmediata comunicación con el público de todas las edades, a lo cual contribuyen en gran medida el color y la incorporación de las voces. Prescinde de la pegajosa canción “Balada de Elpidio Valdés”, compuesta e interpretada especialmente por Silvio Rodríguez para la serie, pero cuenta con una efectiva música de Lucas de la Guardia.
El afán de Padrón por el rigor histórico le condujo a reunir tantos datos en sus investigaciones que el resultado se convierte en El libro del mambí (1976) y le permiten, además, ser nombrado por José Massip, asesor para cuestiones bélicas de su filme Baraguá (1986). Con destino a Elpidio Valdés contra dólar y cañón (1983), su segundo largometraje, Padrón realiza doce mil dibujos. La serie televisiva en seis capítulos Más se perdió en Cuba, originó el tercer largometraje sobre el veterano Elpidio Valdés: Contra el águila y el león (1996), en el cual los españoles —ahora coproductores— dejan de ser el blanco de sus bromas. Recrea sucesos de la historia de Cuba entre los años 1898 y 1933, con la presencia de Elpidio Valdés (hijo), que, en compañía de su padre, Coronel del Ejército Libertador, continúa la lucha por la verdadera independencia del país.
Ya en el primer número de la hilarante serie de dibujos animados para adultos Filminutos (1980), con argumento, guion y dirección de Padrón, asoman las peripecias de un vampiro emborrachado de una forma muy original y que reaparecería en otras dos ediciones. Al devenir Elpidio Valdés, el personaje preferido de los niños cubanos, algo inimaginable para su creador, llega un momento en el cual se harta de dibujarlo. Algunos pretendían encasillarlo solo en ese intrépido mambí, que no era el único que le interesaba. A esta razón el cineasta atribuye el nacimiento de su tercer largometraje ¡Vampiros en La Habana! (1985), para el que concibe ochenta mil dibujos en los cuales depura el diseño de bocas, caras, manos, pies… En dos años de trabajo realizaron 1179 planos y 616 fondos para relatar el enfrentamiento en la capital cubana de la Capa Nostra y el grupo vampiro Europa con el fin de controlar una bebida que permitía a los vampiros vivir al sol. Según Padrón, en esta parodia de los filmes de gangsters, se propone en primer lugar entretener y reconstruir los años treinta, período del que vive permanentemente enamorado, por medio de un cuidado tratamiento de época (la ropa, el ambiente, los tranvías, los autos, etc.), y, en segundo término, tratar un tema de carácter internacional.
Aunque no tuvo una première, ¡Vampiros en La Habana! pronto adquiere la categoría de auténtica «película de culto», confrontada por la crítica con clásicos de la animación como Yellow Submarine o Fritz the Cat. La técnica de dibujo en la que se advierte un inconfundible sello personal suscita en Estados Unidos entusiastas comparaciones con la de un animador de la talla de Tex Avery. Padrón introduce citas frecuentes de películas de géneros arquetípicos como el cine negro y el fantástico. Humor del bueno, criollo y universal alcanza su eclosión en este clásico del cine de animación aportado por Cuba. Su ingenio delirante, el diestro manejo del doble sentido y la magistral sátira al cine de horror lo sitúan al nivel del Mel Brooks de El joven Frankenstein. Padroncito manifiesta su insatisfacción con el acabado de la película, aunque no con un montaje donde prima el criterio de buscar la mayor velocidad posible y sacrificar lo que obstaculizara un ritmo dinámico, así como con el complejo trabajo musical de Rembert Egües y el aporte del trompetista Arturo Sandoval, integrados a una riquísima banda sonora. El realizador apela a un diseño que facilitara la animación en aras de terminar este tercer largometraje en un corto plazo.
¡Vampiros en La Habana! es aclamada en todas partes. La prensa norteamericana se prodigó en encomiásticos comentarios al estrenarse en 1987. “Padrón mantiene su pulposa trama satírica [...] como The Lost Boys, moviéndose a un vigoroso ritmo de comedia de porrazos. Sus personajes están bien trazados en ambos sentidos de la palabra, y la acción es en ocasiones violenta y amigable. ¡Vampiros en La Habana! nos brinda algo semejante a un festín con dientes prominentes para horrorizar, una comedia, y un pulido dibujo animado” (Daily News). “Una película que tiene de todo: humor, creación artística, una música grandiosa y una dirección muy creadora: ochenta minutos de entretenimiento vivaz, de Jazz fantástico y de personajes locos” (The New York City Tribune). El crítico de The Village Voice alabó el tono alegremente grotesco y “el atractivo candor post-Bakshi que posee” y la considera como “la más metafórica comedia de horror jamás realizada” y llega incluso a comparar a la mulata novia de Pepito con “una oscura y núbil Pequeña Lulú”. No pocos espectadores perdimos la cuenta de las veces que hemos visto la película para desternillarnos de la risa con las ingeniosas ocurrencias del multifacético Padrón.
Más vampiros en La Habana (2002), la tardía y muy esperada secuela, traslada el argumento hacia la Segunda Guerra Mundial. El tiempo transcurrido entre los dos largos de la saga vampírica no incidió en contra de la inspiración, la inagotable reserva imaginativa y la audacia de Juan Padrón. En la inevitable comparación unos señalan que no superó las inmensas expectativas acumuladas. Algunos perciben cierta pérdida del factor sorpresa inicial —como ocurre generalmente con las secuelas—; otros defienden que desmiente la socorrida frase de que «nunca segundas partes pueden ser buenas». El enorme poderío sonoro-visual de la primera está intacto en un espectáculo entretenido e irrepetible, pletórico de variopintos personajes, sobre todo los villanos, dotados de un catálogo de excelentes voces que nutren la galería personal de su hacedor, quien opinó sobre Más vampiros en La Habana que obtuvo el primer premio Coral en su categoría en el vigésimo quinto Festival de La Habana: «Pienso que son bien diferentes. La primera es una comedia costumbrista y esta es una película de aventuras. Es una trama más complicada, una mezcla de película de espionaje y aventuras, rociada con choteo cubano».
Cuando el caricaturista argentino Joaquín Lavado (Quino), descubrió sorprendido en Padrón y su equipo a las personas idóneas para captar la línea y la psicología de cada personaje dibujado por él, y, al mismo tiempo, cómo enriquecerlos en la animación, genera otra serie de animados para adultos, Quinoscopios (1985-1987). En sus seis números el corrosivo humor de ese mendocino hijo de inmigrantes andaluces, fue enriquecido en la animación por los cubanos. El creador de la tira Mafalda —que sería objeto de un largometraje por Padrón en 1993— manifestó su gozo por los resultados obtenidos en esa relación mutuamente fructífera.
Paralelo a su obra creativa, Padroncito siempre halla tiempo para ejercer la docencia y hasta recibe la categoría de profesor titular del Instituto Superior de Arte; imparte charlas en instituciones de Cuba, España, Brasil, Chile, Argentina y Colombia, entre otros países; expone sus dibujos en galerías de Madrid, New York y La Habana, por apenas citar algunas que se disputan sus creaciones. La Asociación Internacional de Filmes de Animación selecciona algunas de sus obras para la Gira Internacional «Lo mejor de la animación mundial» y tres de sus filmes integran la colección del Museo de Arte Moderno de New York. Como reconocimiento a su itinerario como animador recibe varios premios en certámenes de Italia en 1987 y en el 2001.
Una de las virtudes de Padroncito es la versatilidad para abordar cualquier tema con distintas gradaciones del humor y un estilo y ritmo inconfundibles, fiel a su principio de que “hacer una historieta es hacer cine y viceversa”. Incansable por naturaleza, hace pocos años nos sorprendió con dos nuevos cortometrajes: Elpidio Valdés ordena Misión Especial y Xip Xerep contra los vampiros lácteos, un viejo proyecto que finalmente pudo realizar. Por si no bastara, publica deliciosas novelizaciones de sus películas ¡Vampiros en La Habana!, Elpidio Valdés contra dólar y cañón y Más vampiros en La Habana (con el título Vampiremkommando), así como una nueva edición del clásico El libro del mambí. Un premio Coral de Honor en la trigésimo quinta edición del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, celebrado en el 2003, se sumó a casi una decena de Corales que atesora, recibió el Premio Nacional de Humor 2004 y el ICAIC coronó su extensa trayectoria al otorgarle el Premio Nacional de Cine 2008.
Aunque sigamos riéndonos una y otra y otra vez con las ingeniosidades de Juan Elpidio Padrón Valdés como si nunca las hubiéramos disfrutado, y existan quienes repiten hasta el cansancio los diálogos de ¡Vampiros en La Habana! que se saben de memoria, ya la historia del cine de animación en Cuba, sesenta años después de la creación del Departamento de Dibujos animados, no será la misma. Ya no podremos regocijarnos de su inveterada sonrisa, esperar a que nos sorprenda con un nuevo corto — ¡y la idea de Nikita Chama Boom solo pudo ocurrírsele a alguien con un sentido del humor como el suyo!—, mientras prepara nuevos dibujos para una exposición, o continúe soñando con reunir el presupuesto exigido para la obra de teatro musical con las andanzas de sus vampiros, sobre los cuales escribió otros dos argumentos que no pudo filmar.
Quién me iba a decir que cuando lo vi, acompañado por su hija Silvita, corriendo presuroso a ocupar sus asientos en el Teatro Nacional durante la ceremonia de entrega del premio Excelencias, que recibimos los dos, sería la última que estrecharía su cálida mano. Ante una pérdida como esta, y la insuficiencia del adjetivo irreparable, solo puedo evocar o parafrasear aquella expresión de un poeta frente a una inmensa muerte: es como si el tronco del árbol le dijera a las ramas: «Me marcho».