NOTICIA
Derek Jarman en presente
La casa de Derek Jarman en Dungeness, con su jardín de piedras construido por él en los últimos años de su vida, figura como un oasis. Un oasis como respiro ante la civilización contemporánea y ante el exceso vital que el propio escenógrafo, artista plástico, escritor y cineasta decidió experimentar en la creación. Contrario a la parquedad de un Demócrito, prefirió la desproporción de su compatriota William Blake: El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría.
La casa de Jarman, con su sobriedad de elementos externos, recuerda los paisajes rudos de su primera película: Sebastiane (1976), donde influenciado por la rimbombancia de algunos personajes de Fellini y otros del audaz Pasolini, le conceden cierto matiz naif a una puesta en escena que, como lo paisajístico, empieza y termina dependiendo de la voluntad del ser humano, considerando el territorio donde nace o recorre por vez primera. El paisaje es prescindible si se desestima sus ejecutores.
Incluso cuando Jarman conecta mejor con el Shakespeare que ha releído, sus puestas en escena son concebidas como resúmenes de paisajes corporales complementados por cada objeto civilizatorio, por insignificante que parezca. La tempestad (1979) es elocuente en este sentido.
Pero, por mucho que le guste asimismo Marlowe (Eduardo II, 1991), la composición del entorno audiovisual, la vida y obra de un gran pintor (Caravaggio, 1986), obedecen a un peculiar interpretación donde se recrean imágenes muy personales.
El cineasta apuesta por las imágenes en movimiento de su mirada. Con él, adiós a la exactitud histórica, al compromiso férreo con los referentes literarios y plásticos por mucha lectura que tenga, por mucha aprehensión de obras artísticas. Derek Jarman, irreverente como Warhol, sacude el aura de los originales hasta pervertirlos con la contemporaneidad. Esa es su manera de asegurar la viveza de los clásicos.
Fue el director de arte de Ken Russell en el filme Los demonios (1971) y, sin embargo, no fue quien más lo influyó en las que luego serían sus obras más de vanguardia como El último de Inglaterra (1987) y El jardín (1990).
Tramas entrecortadas, teatrales, soslayando a ratos los convencionales procedimientos narrativos, Derek Jarman suele ser con injusticia de interés de espectadores que solo ven películas LGBTQ y sus añadidos. Hoy debiera ser una asignatura pendiente para los que quieran comprender otra manera de ver y hacer cine.