Federico Fellini

Con Fellini, el desfile interminable

Vie, 10/30/2020

Imaginemos que Federico Fellini, fiel a su inveterada costumbre de componer la realidad, ha hecho construir el decorado de la carpa de un circo en el enorme Estudio No. 5 de Cinecittà, ese mítico lugar donde reprodujo desde unas cuadras de la Vía Véneto —que llegaron a gustarle más que las verdaderas—, hasta la Venecia sepulcral de su Casanova. Resuena la voz de “¡Acción!” y una orquesta comienza a ejecutar la Marcha de los gladiadores en un arreglo de Nino Rota, que acompaña, como en el final de Ocho y medio, la fila de todos sus personajes, no necesariamente ataviados de blanco, y a los que solo el adjetivo felliniano puede describir.

Para obedecer otra orden, asoma por el telón de la pista la silueta de Giulietta Masina vestida como Melina, integrante de la troupe de mala muerte que en Luci del varietá (1950) recorre los pueblos de la Italia de la posguerra para ofrecer espectáculos de variedades. Era la primera vez que el guionista Federico decidió situarse detrás de la cámara, al lado del más entrenado Alberto Lattuada. Ella inicia el desfile, seguida por Peppino de Filippo, el Checco que la ignora ante los encantos de una joven corista (Carla del Poggio), encuadrados por el fotógrafo Otello Martelli, uno de sus colaboradores más cercanos en la primera etapa de su obra.

Alberto Sordi se pavonea a continuación con el vestuario de El jeque blanco (Lo Sceiccobianco, 1952), el héroe de las fotonovelas que deslumbra a Wanda, la muchacha provinciana que, con tal de conocer a su ídolo, no vacila en escapar del hotel romano a donde viaja en luna de miel. En la secuencia nocturna de la fuente donde el desesperado marido llora su amargura, irrumpe con todo su desparpajo Cabiria, la prostituta caracterizada con tal convicción por la Masina, que parecía escaparse de la pantalla en busca de su propia película.

Si antes Fellini rindió tributo a las compañías de variedades que tanto le entusiasmaban, en su debut en solitario, correspondía el turno a los fumetti que le permitieron sobrevivir junto a las caricaturas de los soldados. Por esos tiempos inciertos conoció al compositor Nino Rota, cómplice de quien no podría prescindir.

Detrás de Cabiria vuelve a aparecer Sordi, esta vez con la indumentaria femenina que lleva en el carnavalesco baile de disfraces de Los inútiles (I vitelloni, 1953). En este ajuste de cuentas con determinada fauna que pululaba en la Rímini natal de Federico, lo acompañan los caracteres asignados con sus verdaderos nombres a su hermano Riccardo, Leopoldo Trieste y Franco Fabrizi. El novel Franco Interlenghi, el muchacho que reveló El limpiabotas, obtiene el papel de Moraldo, el único que se aventura a abandonar la ciudad en busca de un futuro promisorio.

Apenas podemos distinguir entre tantos personajes a los asumidos por Antonio Cifariello y Livia Venturini, los desconocidos protagonistas de “Un’agenzia matrimoniale”, episodio que Fellini aporta al filme colectivo L’amore in cittá (1953), de esos que tanto promovió Cesare Zavattini, patriarca del neorrealismo italiano. Una encuesta convocada por el periódico Lo spettatore fue el punto de partida. De la cámara se responsabiliza Gianni di Venanzo, un nombre a tener en cuenta en los próximos años.

Deslumbra a todos Giulietta Masina, ahora con las prendas de ropa que configuraron su Gelsomina, ese personaje que la condujo a la cima en la historia del cine con La strada (1954). Cuánta emoción al ver en el desfile con su mirada irrepetible a este “Charlot con faldas” —según intentaron definir a esta encarnación de la poesía en su estado puro—, con su torpe redoble de tambor anunciando: “¡Ha llegado Zampanó!”, un inmenso Anthony Quinn, o mientras contempla desde su carromato las eternas carreteras que los llevan de un sitio a otro más o menos miserable.

A Giulietta apenas le da tiempo para incorporarse a la fila en su personificación de Iris en Ilbidone (1955), la esposa de uno de los tres estafadores delineados en el guion por Fellini, y sus compinches de siempre: Tulio Pinelli y Ennio Flaiano. Detrás de Richard Basehart, El Loco, memorable equilibrista de La Strada, un coterráneo suyo, Broderick Crawford, se tambalea —como lo hiciera tanto en el rodaje—, por tanta bebida ingerida antes de salir a la pista.

No cuesta trabajo alguno a Giulietta despojarse de la ropa para volver a vestir la de la candorosa prostituta siempre anhelante de un hombre que llegue a amarla y le haga abandonar las calles en Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957). Tropezará en su itinerario con amantes desalmados, pero en las peores circunstancias, y aunque pida a la virgen un viraje en su vida, para percatarse apenas sale de la iglesia de que nada ha cambiado, la fe y la esperanza nunca la abandonan.

Ocupan no poco espacio en esta interminable parada los disímiles seres que pueblan el guion de La dolce vita (1959), esa película parteaguas en la filmografía de Fellini, que marca un antes y un después. Lo encabeza el Moraldo de Los inútiles que viajó a la ciudad, transformado en el periodista Marcello Rubini, en la brillante personificación de Marcello Mastroianni. Su profesión le permite a Fellini una crónica lúcida y corrosiva de una sociedad en plena decadencia. Cortejan a su alter ego el intrépido fotógrafo de las estrellas cuyo nombre pronto sería un vocablo común: paparazzi, la francesa Anouk Aimée como la aristocrática Maddalena que le arrastra a ritos iniciáticos, la sueca Anita Ekberg (Sylvia), con su vestido negro mojado por el agua de la Fontana de Trevi en aquella emblemática secuencia…

Culmina el segmento correspondiente a este fresco panorámico y barroco, sustituto del relato dramático, provocador de no pocos escándalos, Nadia Gray, como la burguesita que en la fiesta nocturna de la residencia cercana a la playa improvisa un streptease al ritmo del mambo Patricia. Desde su estreno un año antes, la composición del cubano Dámaso Pérez Prado era difundida en cabarets de México o La Habana, bares de Medellín, Nueva York o Río, y los más selectos nightclubs de Europa.

Hasta ahora apreciamos este conjunto de personajes en el espléndido blanco y negro; sin embargo, sorprende ver en Technicolor en esta pista imaginaria a Anitona, como llamaba Federico a la Ekberg, convertida en la protagonista de “Le tentazioni del Dottor Antonio”, el sketch de otro largometraje colectivo: Boccaccio 70 (1962). Frente a la descomunal imagen que le obsesiona desde un anuncio de leche, el apocado Peppino de Filippo sucumbe a su poder de seducción.

Ese primer ensayo con el color no arrebata a Fellini, como tampoco el creciente academicismo del veterano fotógrafo Martelli, y recurre a Gianni di Venanzo para retomar la expresividad del blanco y negro. Es interminable el desfile de criaturas detrás de Guido, el cineasta sujeto a un contrato que debe comenzar a filmar, asediado por el productor, sin que le sobrevenga ninguna idea, solo los recuerdos concurren a su memoria: sus padres, Luisa, su mujer, hermana… Carla, la rolliza amante; Claudia, la joven a quien basta asomar en el balneario termal o una ventana para iluminarlo todo; la Saraghina con sus senos colosales, devenida la representación más fidedigna de los personajes fellinianos… Como no se le ocurre un título convincente, opta, en una señal de genialidad, por llamarlo Ocho y medio (Otto e mezzo, 1963), al fin y al cabo es el lugar que ocupa en su filmografía, después de siete largometrajes y dos cuentos con destino a filmes de sketches. Desde este título consagratorio, el cine —una especie de “puta de las putas”1, lo llamó por este tiempo— fue diferente.

La Masina se desplaza entre ellos con el polícromo vestuario diseñado por Piero Gherardi para su rol de Giulietta, la mujercita que sospecha de la infidelidad de su marido, perseguida también por atormentadoras visiones y remembranzas. Marchan detrás en la pasarela la Suzy de Sandra Milo, la vecina insaciable y tentadora; la exquisita presencia de Catarina Boratto, en el papel de la madre, incapaz de quitarse su enorme sombrero para besarla; Sylva Koscina, no menos distinguida; la veterana actriz germana Waleska Gert en su inquietante Brishma, y Valentina Cortese. Ella contaría años más tarde a François Truffaut en La noche americana un método al cual acudía Fellini para dirigir a sus actores: les hacía decir números en la filmación para luego doblarlos con los diálogos definitivos ya escritos.

Una y otra vez intenta incorporarse al desfile, pero no se lo permiten, el personaje que más obsesionó a Fellini y nunca pudo llevar a la pantalla: Giovanni, el violonchelista de El viaje de Mastorna, proyecto maldito desde mediados de los años sesenta. Elegiría los derruidos decorados de una gigantesca catedral y un avión DC para rodar el documental Block Notes di un Regista (1968).

No pueden faltar en este recorrido por los caracteres concebidos por Fellini, Toby Dammit, el actor alcohólico que interpreta el actor británico Terence Stamp, y la niña con la pelota, ángel demoniaco de su episodio “Nunca apuestes tu cabeza con el diablo”, para Historias extraordinarias (1968), el largometraje que integran otras dos versiones de relatos de Edgar Alan Poe. Solo un fotógrafo tan dotado como Giuseppe Rotunno pudo sustituir al desaparecido Di Venanzo.

Una galería de criaturas fantasmagóricas escapadas de la adaptación que filmó en 1968 del Satyricon de Petronio se suma a la fila con los rasgos con que visualizó a los jóvenes Encolpo y Ascilto, seguidos por Eumolpio, Trimalción, Lica… Anteceden en la marcha a los célebres clowns blancos y augustos franceses e italianos que convocó para su producción televisiva I Clowns (1970), con la cual pretendió saldar toda deuda pendiente con el universo circense.

Es imprescindible que enseguida, con el vestuario de Danilo Donati, salgan quienes vistieron hábitos eclesiásticos concebibles solo por la desbordante imaginación felliniana, en Roma (1972), abigarrado retrato de la ciudad que tanto amara, vista como una mujer polifacética, y en la cual filmó por última vez a la gran Anna Magnani en su fugaz “Ciao, Federico”.

Titta, ese muchacho en el que sintetizó fisonomíasy vivencias propias y de sus conocidos en la adolescencia, encabeza el reparto de Amarcord (1974), si bien negó rotundamente el carácter autobiográfico que ciertos críticos atisbaron en los estudiantes que se masturbaban o acudían al cine Fulgor en busca de la oscuridad. En más de un entrevista confesó que lo inventaba casi todo: infancia, sueños, temores, recuerdos, por el simple placer de contar cosas. Cómo olvidar la Gradisca que encarna Magali Nöel en el haréndel Grand Hotel, el tío lunático que, subido a un árbol, grita: “¡Quiero una mujer!”, el pavo real que mira a los espectadores en un laberinto de nieve, la ceremonia fascista en medio del polvo o el transatlántico Rex observado por los pobladores desde un mar de papel transparente.

De pronto, el Casanova con el sofisticado maquillaje a que tuvo que someterse el canadiense Donald Sutterland en 1976 conquista toda la atención, rodeado de un sinnúmero de mujeres deseosas de sus favores sexuales. Fellini nunca leyó del todo Las memorias de Giacomo Casanova, sin embargo, el impenitente seductor, que tanto aborreció en un principio, terminó por suscitarle un sentimiento próximo a la conmiseración en lo que conceptuó de gran funeral de todas sus temáticas expresivas, sicológicas y de comportamiento.

Bajo las órdenes de un director alemán que se torna dictatorial, los músicos ejecutantes hasta el cansancio de la última partitura compuesta por Rota para el cine de Fellini: Ensayo de orquesta (1978), preceden en esa fábula alegórica a las féminas que encuentra a su paso el Snaporaz de Mastroianni en La ciudad de las mujeres (1979). A algunos críticos empecinados en descifrar símbolos en la mujer del tren, la motociclista, la doncella, la comandante, la pescadera o la patinadora, por mencionar unas pocas de las que fascinaban a Federico por el solo motivo de ser mujeres, les advirtió que era la suma de todos los filmes que había realizado antes, “y también un homenaje al cine visto como mujer, como iniciación sexual, como imagen soñada, impalpable”2.

A la algarabía le sucede la solemnidad con que se desplaza por la pasarela el conjunto de intérpretes escogidos en un proceso de casting, al que acostumbraba desde siempre, para la tripulación y los pasajeros de E la nave va (1983), personajes de su mundo único. Tras ellos, baila, como lo hicieron en un set televisivo, la pareja de bailarines en el ocaso reunidos en Ginger y Fred (1986), los envejecidos Giulietta Masina y Marcello Mastroianni, acompañados por Franco Fabrizi, a quienes el realizador dedica esta obra crepuscular, un alegato contra el consumismo promovido por la pequeña pantalla.

Súbitamente, el mismísimo Federico Fellini, megáfono en mano, salta y se sitúa en medio de sus personajes, como uno más de ellos en Intervista (1987), en un intento por escapar del equipo de reporteros japoneses que lo hostiga con sus preguntas durante un rodaje. El prestidigitador permite un nostálgico cumplido a dos de los intérpretes que elevó a la categoría de mitos: Anita Ekberg y Marcello Mastroianni, que en plena etapa otoñal contemplan deslumbrados en la improvisada pantalla de la residencia romana de la actriz la secuencia de la Fontana de Trevi en La dolce vita.

Mientras se escuchan los acordes finales de la música de Nicola Piovani que retumba por los altavoces, le corresponde el turno figurar en esta pasarela antológica a la singular pareja de Salvini (Roberto Benigni) y el Prefecto Gonnella (Paolo Villaggio). Escapados de las páginas de El poema de los lunáticos, escrito por Ermanno Cavazzoni, en las que Fellini pudo resucitar viejas ideas, fueron a parar en La voz de la luna (1989) al pueblecito reconstruido en ese Estudio No. 5 de Cinecittà por este mago que siempre sacó de su chistera una obra sorprendente. Esta última en su trayectoria no agotó su innata capacidad de fabulación. El cine moderno sería otro de no haber existido este prodigioso ilusionista que tanta influencia ha ejercido.

Se hace la oscuridad y el cierre de este desfile en el cual devinieron icónicas algunas de las figuras modeladas por Federico Fellini, genuino creador de tipos humanos que hacía cine por una natural inclinación a contar historias, no es el Guido niño quien, bajo la luz de un reflector, toca su flauta. Es la Gelsomina que, como homenaje al autor de una de las obras más coherentes y originales de la historia del séptimo arte, entona con su trompeta aquella melancólica melodía concebida por Nino Rota para ella: “Tra, la, la, la, la… tra, la, la, la, la…

Notas:

1 Walter. E. (1964). “Federico Fellini, La dolce vita”. The Transatlantic Review.

2 1983. “Tres encuentros con Fellini y una divagación”. Gian Luigi Rondi: El cine de los grandes maestros, Emecé Editores, S.A.: Buenos Aires, p. 83.