Cine Cubano 4

Cine Cubano: proyecto y memoria

Mié, 05/06/2020

Si aún no existiera una tesis universitaria sobre la impresionante y accidentada trayectoria de Cine Cubano, les recomendaría a los estudiantes que lo tuvieran muy en cuenta, porque la revista es un archivo intelectual e iconográfico que vale la pena explorar y cartografiar. Como nos movemos en un espacio de insoslayables efemérides, este cincuentenario parecería ser un buen pretexto para aceptar el reto o ―si pareciera demasiado ambicioso― para redefinirlo como un trabajo de diploma sobre las estrategias de formación de un público en el contexto cubano de los años sesenta.

La revista es parte inseparable del proceso de fundación del naciente cine revolucionario. No es casual que Alfredo Guevara la cite al enumerar las modestas pero prometedoras conquistas del primer año de trabajo del ICAIC: dos largometrajes, dos dibujos animados, casi veinte documentales, un noticiero semanal… ―dice― y “una revista dedicada a nuestro arte”. 

Ese énfasis en la naturaleza artística del medio ―ya patente en el texto mismo de la ley que creaba el ICAIC― explica también la necesidad que dio origen a la revista. El cine cubano aspiraba, sin duda, a establecerse como arte, pero un arte orientado no solo por posiciones estéticas sino también por una ideología política que pudiera definirse como descolonizada, integradora y de proyección continental. Es decir, un arte capaz de pensarse críticamente a sí mismo dentro de un gran proyecto emancipador todavía incipiente, pero que acabaría convirtiéndose en objetivo de algunos de los más notables cineastas y críticos latinoamericanos. 

Esa energía creadora se renovaba, día tras día, gracias a la dinámica que aportaba el propio público. Ya en 1960 observaba Guevara que los aplausos con que eran recibidos ciertos documentales cubanos “de denuncia”―Esta tierra nuestra, de Gutiérrez Alea, La vivienda, de García Espinosa…―, equivalían a verdaderos plebiscitos. El género adquirirá rango artístico y el respaldo igualmente entusiasta de la crítica cuando, en 1963, Santiago Álvarez estrene Ciclón y dos años después Now, el primer videoclip militante de la historia del cine. Antes de que termine la década se habrán creado las bases que permitirán afirmar sin titubeos ―como de hecho lo haría Guevara en el número 54-55 de la revista, en ocasión del décimo aniversario del ICAIC― que ya existía el cine revolucionario cubano y no solo como arte sino también “como instrumento de cultura y arma de combate”.

El decenio podría dividirse en dos etapas. Es en la primera cuando va cobrando forma y señas de identidad un movimiento cinematográfico de alcance continental que determinará en gran medida la fisonomía intelectual de la revista y que de entrada se define a sí mismo como algo cualitativamente nuevo. Ya en los primeros números de Cine Cubano se precisan algunos de sus rasgos distintivos, y en 1968 Fernando Birri ―uno de los precursores del movimiento― envía su primera colaboración a la revista: “Revolución en la revolución del nuevo cine latinoamericano”. Las señas se irán haciendo tan discernibles, que cuatro años después Pastor Vega se atreverá a describirlas, otorgando al movimiento categoría de mayúsculas ―es decir, reconociéndose mayoría de edad― en un novedoso artículo titulado “El Nuevo Cine Latinoamericano: algunas características de su estilo”.

Si me preguntaran por el segundo momento de la etapa que hemos descrito a grandes rasgos, yo diría que se inicia en el bienio 1967-1968 con algunas de las obras maestras de la filmografía del ICAIC y en el contexto ―nacional e internacional― del centenario del inicio de nuestras guerras de independencia, por un lado, y el impacto de los movimientos que culminaron en el Mayo francés, por el otro. 

Convendría detenerse también en 1969, cuando Gutiérrez Alea publica en el número 54-55 de la revista “Vanguardia política y vanguardia artística” y aparecen en el número siguiente “Nota sobre el cine, la cultura y los mambises”, de Fraga, y un pequeño dossier sobre la fotografía en La primera carga al machete, con una entrevista de Enrique Colina al director, Manuel Octavio Gómez, y artículos de Daniel Díaz Torres y del propio director de fotografía, Jorge Herrera. 

En su texto, Gutiérrez Alea define la Revolución como un reclamo impostergable de autenticidad: la búsqueda de una identidad propia, el intento de desalienación del sujeto hasta entonces colonizado, el momento ―para nosotros, dice― “hombres y nación al mismo tiempo”. Pero observa que, pasado el torbellino de los grandes entusiasmos, se ingresa ineludiblemente en otra etapa: “La Revolución ha dejado de ser ese hecho simple que un día nos vio en la calle agitando brazos, desplegando banderas, gritando nuestros nombres y sintiendo que se confundían en un solo. Ahora empieza a manifestarse, como la vida misma, en toda su complejidad”. ¿Se reflejó en Cine Cubano esa visión problematizada de la realidad, o los prolegómenos del Quinquenio Gris, que ya comenzaban a percibirse por entonces, lo impidieron, pese a la demostrada autonomía de la política cultural del ICAIC?

Aunque Cine Cubano llegó a ser una pieza indispensable de dicha política, cumplía solo una parte de la labor informativa y de reflexión teórica y crítica que se propuso llevar a cabo el organismo. La llamada Polémica de los Cineastas, por ejemplo ―a la que Alfredo Guevara se refirió en el número 14-15 de la revista y que Graziella Pogolotti recogió, hace poco, en el volumen Polémicas culturales de los sesenta― no involucra a Cine Cubano directamente, aunque sí a sus habituales colaboradores. Se desarrolló entre 1963 y 1964 en La Gaceta de Cuba y participaron en ella el propio Guevara, García-Espinosa, Gutiérrez Alea y Jorge Fraga, es decir, algunos de los más prominentes intelectuales del ICAIC. 

Otro ejemplo: García-Espinosa terminó de escribir Por un cine imperfecto en diciembre de 1969, pero lo sometió a debate entre sus colegas e inclusive lo publicó en Madrid, mucho antes de entregarlo a Cine Cubano (donde finalmente aparecería en el número 66-67 de 1971). Lo que quiero decir es que cualquier análisis de esta primera década debe tener en cuenta los imprevistos y saber articularse al conjunto de las estrategias culturales del ICAIC, entre ellas, en primerísimo plano, las desarrolladas en el terreno editorial. 

Los jóvenes cinéfilos de la época no podemos olvidar lo que significó para nosotros acceder, gracias a Ediciones ICAIC, a los textos teóricos de Einsenstein, Lawson, Kulechov y Barbaro, o a la Revisión crítica del cine brasilero, de Glauber Rocha. Difícilmente olvidaremos la lección de honestidad editorial que representó la publicación de la indispensable Cronología, de Arturo Agramonte, dedicada a un cine que el propio ICAIC rechazaba hasta el punto de haberlo declarado inexistente. Y, dando un salto de acróbata hasta 1980, no podemos olvidar el impacto que nos produjo aquel segundo número del Boletín de Información Cinematográfica que puso ante nuestros propios ojos tanto “La obra de arte en la época de la reproducción técnica”, de Walter Benjamin, como el primer capítulo de la Semiótica del cine…, de Yuri Lotman (obra, por cierto, que no terminaría de publicarse hasta el décimo número del Boletín, tres años después).

El mérito de Cine Cubano es haber desempañado honrosa y sistemáticamente ―pese a los momentos vacíos y los machones sin fecha― un papel de avanzada entre los medios de difusión y formación estética e ideológica del ICAIC. En esa espléndida red de canales ―libros, cinemóviles, afiches, programas de televisión…― destinados a formar un público nuevo, un espectador crítico, la revista fue una de las que más contribuyó a abrir expectativas, caminos por los que todavía transitamos. Sus viejos lectores advertimos complacidos cómo llega renovada a su cincuentenario y cómo, cuanto más se aproxima a su número 200, más admirable se hace, en todos los sentidos.

(Tomado de revista Cine Cubano, nro. 176, año 2010)