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Chicuarotes: Limosnas con pistolas
Como director de cine, una carrera que apenas inicia, la vocación del experimentado actor Gael García Bernal parece inclinarse por las historias de vida del México profundo. En la marginalidad y sus carcomas morales viene ensayando una poética del gris que tiende a contaminarse, cada vez más, con tonalidades sinuosas.
En Déficit, su primer largometraje, el epicentro dramático incorporaba las complejidades de la psicología infantil como parte de un engranaje mayor: la violencia y el descalabro moral como efectos de las deficiencias —o ausencias— de políticas educacionales, tanto en el espacio doméstico como público. Desde esta perspectiva, Chicuarotes, su segundo largometraje, centrado ahora en el universo juvenil, puede entreverse como una obra de continuidad en su muestrario de las mismas problemáticas. No obstante, lo singular de esta nueva propuesta radica en que su irónica representación de la tragedia subvierte las posibilidades de redención moral, abriendo paso, de ese modo, a la escalada de violencia que recrea el filme.
Cagalera (Benny Emmanuel) y Moloteco (Gabriel Carbajal) intentan ganarse honradamente su dinero como clowns ocasionales, en los autobuses de San Gregorio de Atlapulco, un barrio periférico en la zona de Xoximilco, Ciudad de México. Pero, convengamos, estos chicuarotes tienen una dudosa aptitud para el humor, sus chistes son tan malos que no hay santo de que, al menos una sonrisa siquiera, por pequeña que fuese, consigan arrancar de los transeúntes, con la recompensa de algún dinerillo por su trabajo. A fuerza de pistola, ambos deciden obtener por las malas el premio ante tamaño “sacrificio” por el arte, y como venganza, también, por el ultraje de la indiferencia.
Condenados por la mala suerte, los intentos de robar una lencería o secuestrar al hijo del mandamás del barrio, a cambio de mucha plata, no terminan como lo habían pensado. Las palabrotas y bravuconadas de Cagalera, Moloteco y su compinche de turno resultan, no más, una pose que esconde la ineptitud de ellos en un mundo de extorsión y crimen. De esta manera, son víctimas de la propia violencia que han invocado, aun cuando, tras algunos sobresaltos, el riesgo de morir represente un peligro inevitable.
El filme desanda con no menos rigor, aunque con excesos melodramáticos, para una pretensión de la marginalidad más picaresca y frustrada, las disfunciones familiares en los sectores desposeídos, la violencia doméstica contra la mujer, los prejuicios y la discriminación a las apetencias sexuales disidentes, así como los flagelos del caudillismo de barrio al margen de la ley. Entre la ambivalencia moral queda el trazo psicológico de sus personajes como la mejor carta de presentación de esta película escrita por Augusto Mendoza y sostenida por una eficaz dirección de actores.
Leidi Gutiérrez (Sugheili), ya vista por el público cubano en Las elegidas, de David Pablos, Dolores Heredia (Tonchi), Enoc Leaño (Baturro) y Daniel Giménez Cacho (Chillamil) integran el elenco actoral de esta película que, con seguridad, no dejará indiferente al espectador.
Te digo mi nota: de cinco, está muy bien para un 3 y medio.
Me gustan: sus pretensiones de reactualización de los códigos de la narrativa picaresca, a medio camino entre la comedia negra y la tragedia, en su abordaje de las lateralidades más conspicuas de la periferia mexicana actual. En los vaivenes del desorden moral de sus personajes, mientras se conjura la violencia, las proporciones de la fatalidad a veces resultan más peligrosas cuando el tiro sale por la culata.
(Tomado de Cartelera Cine y Video, nro. 174)